Pelota fuera

Estoy destinado a recordar a un chico de voz estridente… no a causa de su voz, ni porque fuera la persona más pequeña que he conocido, ni siquiera por haber sido el instrumento de la muerte de mi madre, sino porque a él le debo creer en Dios; soy cristiano gracias a Owen Meany. No pretendo vivir en Cristo o con Cristo… ni mucho menos para Cristo, como he oído afirmar a algunos fanáticos. No soy muy perfeccionista en el conocimiento del Antiguo Testamento y no he leído el Nuevo Testamento desde mis tiempos de la escuela dominical, excepto los pasajes que me leen en voz alta cuando voy a la iglesia. Estoy algo más familiarizado con los pasajes de la Biblia que aparecen en el Libro de Liturgia Anglicana; he leído a menudo este libro de oraciones, y la Biblia únicamente en los días de precepto… el libro de oraciones es mucho más metódico.

Siempre he sido un practicante bastante corriente. Fui congregacionalista; me bautizaron en la Iglesia Congregacional y después de algunos años de confraternidad episcopaliana (me confirmaron en la Iglesia Episcopal), mi religión se tornó bastante imprecisa: durante la adolescencia asistí a una iglesia «aconfesional». Luego me hice anglicano; la Iglesia Anglicana de Canadá ha sido mi Iglesia —desde que abandoné los Estados Unidos, hace unos veinte años. Ser anglicano es muy parecido a ser episcopaliano, tanto más cuanto que siendo anglicano a veces sospecho que he vuelto a ser, sencillamente, episcopaliano. Sea como fuere, dejé a los congregacionalistas y a los episcopalianos —y a mi país de una vez por todas.

Intentaré que cuando muera me entierren en New Hampshire —junto a mi madre—, pero la Iglesia Anglicana celebrará el oficio necesario antes de que mi cadáver sufra la indignidad de intentar ser pasado furtivamente por la aduana de los Estados Unidos. Los fragmentos del Orden del Entierro de los Muertos que he seleccionado son del todo convencionales y pueden encontrarse, dispuestos tal como los haré leer —no cantar— en el Libro de Liturgia Anglicana. Casi toda la gente que conozco estará familiarizada con los pasajes de Juan que comienzan por: «… y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente». Y más adelante: «… en la casa de mi Padre muchas moradas hay; de otra manera os lo hubiera dicho». Y siempre he apreciado la franqueza expresada en el pasaje de Timoteo que dice: «… porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar». Será un servicio anglicano con todas las de la ley, uno de esos que harán agitarse en los bancos de la iglesia a mis antiguos correligionarios congregacionalistas. Ahora soy anglicano y anglicano moriré. Pero de vez en cuando me salto un oficio dominical: no pretendo ser particularmente piadoso; mi fe eclesiástica es desordenada, de esas que necesitan alimentarse todos los fines de semana. Toda mi fe se la debo a Owen Meany, un chico con el que crecí. Fue Owen quien me hizo creyente.

En la escuela dominical perfeccionamos una forma de entretenimiento consistente en maltratar a Owen Meany, quien era tan pequeño que no sólo sus pies no tocaban el suelo cuando se sentaba, sino que sus rodillas no llegaban hasta el borde del asiento; por tanto, sus piernas sobresalían derechas, como las de un muñeco. Era como si Owen Meany hubiese nacido sin articulaciones.

Owen era tan diminuto que nos encantaba alzarlo; de hecho, no podíamos resistirnos a hacerlo. Nos parecía un milagro lo poco que pesaba. Y también esto era incongruente, porque Owen pertenecía a una familia que trabajaba el granito. La Meany Granite Quarry era una gran cantera, y los equipos de perforación y corte de bloques eran pesados y de aspecto peligroso; el mismo granito es una roca áspera y consistente. Pero lo único que se le había pegado a Owen de la cantera granítica era la tierra granulosa, el polvo gris que soltaba su ropa cada vez que lo levantábamos. Owen tenía el color de una lápida de sepulcro; la luz era al mismo tiempo absorbida y reflejada por su piel, como ocurre con las perlas, de modo que a veces parecía translúcido —sobre todo en las sienes, donde se veían sus venas azules a través de la piel (como si, además de su anómalo tamaño, hubiese otras evidencias de que había nacido prematuramente).

Sus cuerdas vocales no se le habían desarrollado plenamente, o su voz había sido dañada por el polvo rocoso de la empresa familiar. Tal vez tenía una lesión en la laringe, o la tráquea destruida; tal vez un trozo de granito le había golpeado la garganta. Para hacerse oír, Owen tenía que gritar por la nariz.

Sin embargo lo adorábamos; «muñequito», le decían las chicas, mientras se retorcía para apartarse de ellas, y de todos nosotros.

No recuerdo cómo comenzó nuestro juego de alzar a Owen.

Aquello ocurría en Christ Church, la Iglesia Episcopal de Gravesend, New Hampshire. Mrs. Walker, nuestra maestra de la escuela dominical, era una mujer envarada y de aspecto desdichado. El que su apellido significara caminante le cuadraba bien ya que su método de enseñanza incluía muchas salidas del aula. Mrs. Walker nos leía un pasaje instructivo de la Biblia. Después nos pedía que pensáramos muy a fondo en lo que habíamos oído.

—En silencio y a fondo, así es como quiero que penséis —decía—. Ahora os dejaré a solas con vuestros pensamientos —agregaba en tono amenazador, como si nuestros pensamientos pudieran volvernos locos—. Quiero que penséis mucho —agregaba Mrs. Walker. Entonces salía del aula. Sospecho que era fumadora y evitaba fumar delante de nosotros—. Cuando vuelva, hablaremos de eso.

Por supuesto que cuando volvía habíamos olvidado todo lo que tuviera algo que ver con eso, pues en cuanto salía nos poníamos a jugar frenéticamente. Como estar a solas con nuestros pensamientos no era divertido, alzábamos a Owen Meany y nos lo íbamos pasando de uno a otro por encima de nuestras cabezas. Lo hacíamos sentados en nuestros pupitres: ése era el incentivo del juego. Alguien —he olvidado quién— se levantaba, cogía a Owen, se volvía a sentar con él y se lo pasaba al siguiente, que a su vez se lo pasaba a otro, y así sucesivamente. Las chicas estaban incluidas en el juego y debo decir que a algunas les entusiasmaba. Cualquiera era capaz de alzar a Owen. Teníamos mucho cuidado: nunca lo dejamos caer. Quizá se le arrugaba un poco la camisa. Su corbata era tan larga que Owen se la remetía en los pantalones —para que no le colgara hasta las rodillas— y a menudo acababa por desanudársele; a veces se le caían las monedas del bolsillo (en nuestras caras). Siempre le devolvíamos el dinero.

Si llevaba las fichas de béisbol, también se le caían del bolsillo. Esto sí que le contrariaba, porque las fichas estaban alfabetizadas, u ordenadas bajo algún otro criterio… todos los tercera base juntos, quizá. No sabíamos cuál era el sistema, pero evidentemente lo tenía, pues cuando Mrs. Walker volvía al aula —cuando él regresaba a su asiento y le devolvíamos las monedas y las fichas—, Owen reagrupaba las tarjetas con furia torva y callada.

No era un buen jugador de béisbol, pero naturalmente su zona de strike era minúscula y en consecuencia a menudo lo alineaban como bateador sustituto para casos de apuro, y no porque alguna vez golpeara la pelota con eficacia (de hecho, tenía instrucciones de no bascular ante la llegada de la pelota), sino porque se podía confiar en que consiguiera un avance, una base con toques de bola. En los partidos de la liguilla escolar se tomó a mal esta explotación y en cierta ocasión se negó al relevo a no ser que le permitieran bascular en los lanzamientos. Pero no había un bate lo bastante pequeño como para que lo basculara sin que su cuerpecito saliera arrojado detrás —que no le golpeara la espalda sacándolo del emplazamiento de bateador y dejándolo tendido en el suelo—. Así, tras la humillación de bascular el bate en algunos lanzamientos, y errar cada uno de ellos, y perder pie, Owen Meany eligió otra humillación: permanecía inmóvil y agazapado en la base de meta, en tanto el lanzador apuntaba la pelota a su zona de strike… y casi siempre fallaba.

Sin embargo, Owen adoraba sus fichas de béisbol… y era evidente que por alguna razón le encantaba el juego propiamente dicho, aunque fuera cruel con él. Los lanzadores contrarios lo amenazaban. Le decían que si no basculaba en sus lanzamientos, le darían un buen pelotazo.

—Tu cabeza es más grande que tu zona de strike, chico —le dijo un lanzador. De modo que Owen Meany se encaminaba a la primera base después de recibir, además, pelotazos.

Una vez en la base, era una estrella. Nadie corría de una base a otra como Owen. Si nuestro equipo podía retener lo suficiente el bate, Owen Meany tenía robada la meta. También lo utilizaban como corredor sustituto en las últimas entradas; corredor sustituto y bateador sustituto Meany; andarín sustituto Meany, lo llamábamos. En el diamante era una calamidad. Le tenía miedo a la pelota; cerraba los ojos si la veía acercarse. Y si por milagro lograba cogerla, no podía arrojarla; su mano era demasiado pequeña para sujetarla bien. Pero no era un quejica común y corriente; si en él había autocompasión, su voz era tan original en su expresión de protesta que lograba volver encantador un quejido.

En la escuela dominical, cuando lo teníamos en el aire —¡especialmente en el aire!—, se rebelaba de manera singular. Lo torturábamos, creo, con el propósito de oír su voz que, pensaba yo entonces, venía de otro planeta. Ahora estoy convencido de que su voz no pertenecía a este mundo.

—¡BAJADME! —decía, en un enfático falsete estrangulado— ¡PARAD DE UNA VEZ! NO QUIERO SEGUIR HACIENDO ESTO. YA BASTA Y SOBRA. ¡BAJADME! ¡IMBÉCILES!

Pero seguíamos pasándonoslo de uno a otro. Owen se volvió cada vez más fatalista al respecto. Ponía el cuerpo rígido, no forcejeaba. Una vez que lo teníamos en el aire cruzaba los brazos, desafiante, sobre su pecho; miraba al techo con el entrecejo fruncido. A veces se agarraba a su silla en cuanto Mrs. Walker salía del aula; se aferraba a ella como un pajarito al columpio de su jaula, pero era fácil hacer que se soltara porque tenía cosquillas. Una compañera, Sukey Swift, era especialmente hábil para hacerle cosquillas; Owen estiraba instantáneamente los brazos y las piernas y volvíamos a alzarlo en el aire.

—¡COSQUILLAS NO! —decía, pero las reglas de ese juego las imponíamos nosotros. Nunca le hicimos caso.

Mrs. Walker volvía al aula, inevitablemente, cuando Owen estaba en el aire. Dada la naturaleza bíblica de sus instrucciones: «pensad mucho…», podría haber imaginado que por un acto supremo de nuestros más intensos pensamientos combinados habíamos logrado hacer levitar a Owen Meany. Podría haber tenido el ingenio de sospechar que Owen se acercaba al cielo como resultado directo de habernos dejado a solas con nuestros pensamientos.

Pero la respuesta de Mrs. Walker era siempre la misma: brutal, poco imaginativa e increíblemente torpe.

—¡Owen! —lo regañaba—. ¡Owen Meany, vuelve a tu asiento! ¡Baja de allí!

¿Qué podía enseñarnos Mrs. Walker acerca de la Biblia si era tan estúpida como para pensar que Owen Meany se encontraba en el aire por su propia voluntad?

Owen siempre fue digno a este respecto. Nunca dijo: «¡FUERON ELLOS! ¡LO HACEN SIEMPRE! ME ALZAN Y PIERDEN MI DINERO Y DESORDENAN MIS FICHAS DE BÉISBOL… Y ¡NUNCA ME HACEN CASO CUANDO LES PIDO QUE ME BAJEN! ¿QUÉ CREE USTED, QUE HE VENIDO VOLANDO HASTA AQUÍ?».

Aunque Owen se nos quejaba a nosotros, jamás se quejó de nosotros. Si cuando estaba en el aire en ocasiones era capaz de ser estoico, siempre lo era cuando Mrs. Walker lo acusaba de conducta infantil. Nunca nos delató. No era un chivato. Owen Meany nos demostró, tan vívidamente como muchas de las historias de la Biblia, lo que era ser un mártir.

Aparentemente no albergaba resentimientos. Aunque reservábamos nuestros ataques más rituales para la escuela dominical, también lo alzábamos en otros momentos… de forma más espontánea. Una vez, en el salón de actos de la escuela primaria, alguien lo colgó de un perchero por el cuello de la chaqueta; aun entonces, aun así, Owen no se debatió. Se quedó suspendido y esperó a que alguien lo desenganchara. Otro día, después de la clase de gimnasia, alguien lo colgó en el interior de su taquilla del vestuario y cerró la puerta.

—¡NO TIENE GRACIA! ¡NO TIENE GRACIA!, —se desgañitó, hasta que alguien debió de aparecer por allí y lo liberó de la compañía de su suspensorio, del tamaño de un tirachinas.

¿Cómo podía saber yo que Owen era un héroe?

Permítaseme decir de entrada que yo era un Wheelwright. Ese era el apellido que contaba en nuestra ciudad: Wheelwright. Y los Wheelwright no solían estar bien dispuestos hacia los Meany. Nosotros éramos una familia matriarcal, porque mi abuelo murió joven, dejando que mi abuela siguiera adelante, lo que ella hizo espléndidamente. Por parte de mi abuela desciendo de John Adams (su apellido de soltera era Bates y su familia llegó a los Estados Unidos en el Mayflower); sin embargo, en nuestra ciudad, el apellido que tenía influencia era el de mi abuelo, y ella esgrimía su apellido de casada con tal posesividad que muy bien podría haber sido una Wheelwright y una Adams y una Bates.

Se llamaba Harriet, pero era Mrs. Wheelwright para casi todos… y sin la menor duda para todos los miembros de la familia de Owen Meany. Para mi abuela, cualquiera que se apellidara Meany debía estar relacionado con George Meany el laborista, el fumador de cigarros. La combinación de sindicalismo y cigarros no sentaba bien a Harriet Wheelwright. (Por lo que sé, George Meany no está emparentado con los Meany de mi ciudad.)

Me crié en Gravesend, New Hampshire; allí no teníamos sindicatos… sí algunos fumadores de cigarros, pero no sindicalistas. La ciudad donde nací fue comprada a un indio sagamore en 1638 por el reverendo John Wheelwright, cuyo nombre heredé. En Nueva Inglaterra, los jefes indios y otros dirigentes recibían el nombre de sagamores, aunque de pequeño el único sagamore que conocí era el perro de un vecino, un labrador macho llamado Sagamore (no por su linaje indio, creo, sino por la ignorancia de su amo). Nuestro vecino Mr. Fish —el dueño de Sagamore— siempre me dijo que su perro llevaba el nombre de un lago en el que él nadaba todos los veranos, «cuando era joven», decía. Pobre Mr. Fish: ignoraba que el lago era tocayo de los jefes indios y otros dirigentes… y que dar el nombre de «Sagamore» a un estúpido labrador no presagiaba nada bueno. Lo que se confirmó más adelante.

Pero los estadounidenses no son buenos historiadores y así, durante años —educado por mi vecino—, creí que sagamore quería decir lago en idioma indio. Una furgoneta de pañales mató al Sagamore canino y hoy creo que fueron responsables los dioses de las aguas turbulentas de ese ultrajado lago. Supongo que la historia sería más atractiva si la furgoneta de pañales hubiese atropellado a Mr. Fish… pero todos los estudios sobre los dioses, sobre los dioses de todos, son reveladores de la venganza contra el inocente. (Ésta es una parte de mi credo personal que encuentra oposición entre mis amigos congregacionalistas, episcopalianos y anglicanos.)

En cuanto a mi antepasado John Wheelwright, desembarcó en Boston en 1636, sólo dos años antes de comprar nuestra ciudad. Venía de Lincolnshire, Inglaterra —de la aldea de Saleby—, y nadie sabe por qué dio el nombre de Gravesend a nuestra población. No había tenido ningún contacto con su homónima británica, aunque con toda seguridad el nombre proviene de allí. Wheelwright se había graduado en Cambridge; había jugado al fútbol con Oliver Cromwell, cuya estima hacia Wheelwright (como futbolista) era a un tiempo devota y paranoide. Oliver Cromwell opinaba que Wheelwright era un jugador zafio, incluso sucio, que había perfeccionado el arte de meter zancadillas a sus adversarios para luego caer sobre ellos. Gravesend (la británica) está en Kent, a una buena distancia del radio de acción de Wheelwright. Quizá tenía un amigo oriundo de Gravesend… un amigo que quería hacer el viaje a Norteamérica con él, pero que no pudo dejar Inglaterra o murió en el viaje.

Según la Historia de Gravesend, N. H. de Wall, el reverendo John Wheelwright había sido un buen pastor de la Iglesia de Inglaterra hasta que comenzó a «poner en duda la autoridad de ciertos dogmas»; se convirtió en un puritano y a partir de entonces fue «silenciado por los poderes eclesiásticos en virtud de su anticonformismo». Creo que mi propia confusión religiosa y mi testarudez deben mucho a mi antepasado, que no sólo sufrió las críticas de la Iglesia de Inglaterra antes de partir al nuevo mundo; cuando llegó, chocó con sus correligionarios puritanos de Boston. Junto con la famosa Mrs. Hutchinson, el reverendo Mr. Wheelwright fue desterrado de la Massachusetts Bay Colony por alterar «la paz civil»; en realidad, no hizo nada más sedicioso que postular algunas opiniones heterodoxas respecto de la representación del Espíritu Santo… pero Massachusetts lo juzgó severamente. Se vio privado de sus armas y, con su familia y varios valerosos adeptos, zarpó de Boston con rumbo norte, hasta Great Bay, donde debió de pasar por dos puestos avanzados de New Hampshire, lo que entonces se llamaba Strawbery Banke, en la desembocadura del Pascataqua (hoy Portsmouth), y la colonia de Dover.

Wheelwright siguió el curso del río Squamscott saliendo de Great Bay; llegó hasta la cascada donde el río de agua dulce confluye con el río de agua salada. En esa época el monte debía de ser denso; los indios debieron de mostrarle lo estupenda que era allí la pesca. Según la Historia de Gravesend de Wall, había «extensiones de prados naturales» y «marismas colindantes con los terrenos bajos del litoral».

El sagamore local se llamaba Watahantowet; en la escritura de venta, en lugar de su firma, puso una marca con la forma de su tótem, un hombre sin brazos. Más adelante hubo cierta disputa —no muy interesante— referente a la escritura india, y muy interesantes especulaciones en cuanto a por qué el tótem de Watahantowet era un hombre doblemente manco. Algunos dijeron que así hizo sentir al sagamore la renuncia a esas tierras —como si le hubieran cortado los brazos— y otros apuntaron que «marcas» anteriores hechas por Watahantowet ponían de relieve que la figura, aunque sin brazos (y por ende desarmada), sujetaba una pluma entre los labios, lo que indicaría la frustración del sagamore por no saber escribir. Pero en otras versiones del tótem atribuido a Watahantowet, la figura tiene un hacha de guerra en la boca y parece completamente loco… a no ser que esté haciendo un gesto de paz: sin brazos, el hacha de guerra en la boca; las dos cosas juntas, están destinadas a dar a entender, quizá, que Watahantowet no pelea. En lo que respecta al acuerdo de la controvertida escritura, se puede estar seguro de que los indios no fueron los beneficiarios de la solución de esa diferencia de criterio.

Y más tarde aún, nuestra ciudad cayó bajo la autoridad de Massachusetts; lo que acaso explica por qué los residentes de Gravesend, hasta nuestros días, detestan a la gente de Massachusetts. Mr. Wheelwright se trasladó a Maine. Tenía ochenta años cuando habló en Harvard, solicitando contribuciones para reconstruir una parte del college destruida por un incendio… demostrando que tenía a los ciudadanos de Massachusetts menos antipatía que cualquier otro habitante de Gravesend. Wheelwright murió en Salisbury, Massachusetts —donde era líder espiritual de la iglesia—, cuando rondaba los noventa años.

Pero presta atención a los nombres de los padres fundadores de Gravesend: no encontrarás a un solo Meany entre ellos.

No sé si mi madre nunca renunció a su apellido de soltera porque era una Wheelwright; creo que su orgullo era independiente de su ascendencia Wheelwright y que habría conservado su apellido de soltera aunque hubiera nacido Meany. Y en aquellos tiempos nunca sufrí por llevar su apellido; yo era el pequeño Johnny Wheelwright, de padre desconocido, y —en esa época— me bastaba. Algún día, pensaba siempre, mi madre me hablaría de eso… cuando yo tuviese edad suficiente para conocer la historia. Aparentemente era el tipo de historia para la que había que tener «edad suficiente». Sólo cuando murió —sin haberme dicho una sola palabra sobre quién era mi padre— sentí que me había privado de una información que yo tenía derecho a conocer; sólo después de su muerte sentí una levísima ira hacia ella. Aunque la identidad de mi padre y su historia fuesen dolorosas para ella, aunque su relación hubiese sido tan sórdida como para que cualquier revelación arrojase una constante luz desfavorable sobre mis dos progenitores —¿no fue egoísta mi madre al no decirme nada sobre mi padre?

Naturalmente, como me dijo Owen Meany, yo sólo tenía once años y mi madre treinta cuando murió; con toda probabilidad pensaba que le quedaba mucho tiempo para narrarme la historia. No sabía que iba morir, me hizo notar Owen Meany.

Owen y yo estábamos arrojando guijarros en el Squamscott, el río de agua salada, el río de marea; mejor dicho, yo estaba arrojando guijarros en el río; los de Owen aterrizaban en las marismas porque había marea baja y el agua estaba demasiado lejos para el brazo pequeño y débil de Owen Meany. Nuestra pedrada había perturbado a las gaviotas de arenques que picoteaban el fango, y se pasaron a las hierbas pantanosas de la otra orilla del Squamscott.

Era un bochornoso día de verano; el olor de la bajamar en las marismas subía más salado y malsano que de costumbre. Owen Meany me dijo que mi padre se enteraría de que mi madre había muerto y que —cuando yo tuviese edad suficiente— se daría a conocer.

—Si está vivo —dije mientras seguía arrojando guijarros—. Si está vivo y si le importa ser mi padre… si sabe siquiera que es mi padre.

Y aunque entonces no le creí, ese fue el día en que Owen Meany inició su prolongada contribución a mi creencia en Dios. Owen arrojaba guijarros cada vez más pequeños pero tampoco llegaban al agua; había una ínfima satisfacción con el sonido que hacían las piedras al golpear las marismas, pero el agua era más satisfactoria que el barro en todo sentido. Y casi como de pasada, con una seguridad en sí mismo que se yuxtapuso sorprendente e irracionalmente con su diminuta talla, Owen Meany me dijo que tenía la certeza de que mi padre estaba vivo, que sabía que era mi padre, y que Dios sabía quién era mi padre; aunque mi padre nunca se presentara para identificarse, me dijo Owen, Dios me lo daría a conocer.

—TU PADRE PUEDE OCULTARSE DE TI —dijo—, PERO NO PUEDE OCULTARSE DE DIOS.

Con este anuncio, Owen Meany gruñó mientras lanzaba una piedra que llegó al agua. Los dos nos sorprendimos; fue el último guijarro que uno de los dos arrojó ese día; nos quedamos observando los círculos ondulados que se expandían desde el punto de entrada, hasta que incluso las gaviotas se dieron cuenta de que habíamos dejado de entrometernos en su universo y regresaron a nuestra margen del Squamscott.

Durante años, en nuestro río la pesca de salmón fue muy próspera; ahora no cogerías uno allí ni loco; de hecho, los únicos salmones que hoy podrías encontrar en el Squamscott estarían muertos. En aquel entonces también abundaban unos pececillos en forma de sábalos, pequeñísimos como alevines… y todavía abundaban cuando yo era un crío; Owen Meany y yo los cogíamos. Nunca los comimos; ni siquiera los primeros colonos los comían. Los sabalitos se usaban para abonar la tierra cultivada, truco aprendido de los indios, que tampoco se los comían.

Gravesend está apenas a quince kilómetros del mar. Aunque el Squamscott nunca fue el Támesis, en otros tiempos los transatlánticos se abrían paso hasta Gravesend por su cauce; desde entonces el canal ha quedado tan obstruido por rocas y bajíos que ningún barco de gran calado podría navegarlo. Y aunque la amada Pocahontas del capitán John Smith terminó su desgraciada vida en suelo británico —en el cementerio parroquial del Gravesend original—, el espiritualmente desarmado y desmembrado Watahantowet no fue enterrado en nuestro Gravesend. El único Sagamore que recibió sepultura oficial en nuestra ciudad fue el labrador negro de Mr. Fish, atropellado por una furgoneta de pañales en Front Street y enterrado —con la solemne asistencia de algunos chicos del barrio— en la rosaleda de mi abuela.

Durante más de un siglo, el gran negocio de Gravesend fue la madera, que ha sido el primer gran negocio de New Hampshire. Aunque a New Hampshire se le denomina «Estado del Granito», este material —granito para la construcción, granito para adoquines de bordillos, granito para lápidas— fue negocio después que la madera y nunca tuvo tanto auge como ésta. Seguro que cuando todos los árboles hayan desaparecido, seguirá habiendo rocas; pero en el caso del granito, en su mayor parte permanece bajo tierra.

Mi tío estaba en el negocio maderero. Tío Alfred, de la Eastman Lumber Company, se casó con la hermana de mi madre, mi tía Martha Wheelwright. De niño, cuando viajaba al norte para visitar a mis primos, vi armadías y atascos de troncos; incluso participé en algunos concursos de transporte de leños, aunque sospecho que me faltaba experiencia para competir con mis primos. Pero hoy el negocio de tío Alfred, que está en manos de sus hijos —el negocio de mis primos, debería decir—, es el sector inmobiliario. Los inmuebles son lo único que te queda para vender en New Hampshire después que has talado los árboles.

Pero siempre habrá granito en el Estado del Granito, y a eso se dedicaba la familia del pequeño Owen Meany… a un negocio que nunca fue recomendable en nuestra reducida zona costera de New Hampshire, aunque la Meany Granite Quarry estaba emplazada sobre lo que los geólogos llaman el Plutón Exeter. Owen Meany solía decir que los residentes de Gravesend nos encontrábamos encima de un auténtico afloramiento de roca ígnea intrusiva; lo decía con una reverencia implícita… como si el consenso general de la comunidad de Gravesend fuese que el Plutón Exeter era tan valioso como el filón aurífero «Mother Lode».

Mi abuela, tal vez porque descendía de los tiempos del Mayflower, se inclinaba más por los árboles que por las rocas. Por razones que nunca me fueron explicadas, Harriet Wheelwright opinaba que el negocio de la madera era limpio mientras que el negocio del granito era sucio. Dado que el negocio de mi abuelo era el calzado, aquello no tenía ningún sentido para mí; pero mi abuelo murió antes de que yo naciera y sólo conozco de oídas su famosa decisión de no sindicar su empresa. Mi abuela vendió la fábrica con beneficios considerables, y yo crecí con sus opiniones respecto de lo benditos que eran quienes asesinaban los árboles para ganarse la vida y lo malditos que eran quienes manipulaban rocas. Todos hemos oído hablar de los magnates de la madera —mi tío Alfred Eastmam fue uno de ellos—, ¿pero quién ha oído hablar de un magnate de la piedra?

Ahora la Meany Granite Quarry de Gravesend está inactiva; la tierra llena de depresiones, con sus profundos y peligrosos lagos graníticos, ni siquiera es valiosa como bien raíz… ni nunca lo fue, según mi madre. Me contó que la cantera estuvo inactiva a lo largo de los años en que ella se crió en Gravesend, y que su período de reactivación, en tiempos de Meany, fue irregular y estaba condenado al fracaso. Todo el granito bueno, decía mi madre, había sido extraído del suelo antes de que los Meany se radicaran en Gravesend. (En lo que respecta a cuándo se asentaron los Meany en Gravesend, siempre me fue descrito como «aproximadamente en la época en que tú naciste».) Además, sólo vale la pena sacar una pequeña porción del granito subterráneo; el resto tiene defectos o, en caso de ser bueno, está a tanta profundidad que es difícil extraerlo sin resquebrajarlo.

Owen siempre hablaba de piedras angulares y monumentos… monumentos CORRECTOS, solía decir, explicando que lo que se requería era una pieza de granito considerable, uniformemente cortada, lisa y carente de imperfecciones. La delicadeza que Owen aplicaba al tema, y su propia delicadeza física, presentaban un absurdo contraste con los enormes y pesados bloques de roca que veíamos en las plataformas de los camiones, y con el violento estrépito de la cantera, el sonido penetrante de los cinceles en la máquina de acanalar —la BARRA DE CANAL, la llamaba Owen— y de la dinamita.

Siempre me extrañaba que Owen no fuese sordo; que algo funcionara mal con su voz y su tamaño era tanto más sorprendente si considerabas que no tenía ningún defecto auditivo, dado que el negocio del granito es estruendoso.

Fue Owen quien me introdujo en la Historia de Gravesend de Wall, aunque no lo leí en su totalidad hasta cursar el último año en la Gravesend Academy, donde el libraco era de lectura obligatoria como parte de un proyecto de historia de la ciudad; Owen lo leyó antes de cumplir los diez años. Me comentó que el libro estaba LLENO DE WHEELWRIGHT.

Nací en casa de los Wheelwright, en Front Street; solía preguntarme por qué mi madre decidió tenerme y no dar nunca la menor explicación… ya sea a mí mismo, o a su madre y su hermana. Mi madre no era una descocada. Su embarazo y su negativa a hablar de ello debieron de sorprender a las Wheelwright con inusitada intensidad, precisamente a causa de su naturaleza tranquila y recatada.

Había conocido a un hombre en el ferrocarril Boston & Maine: eso es todo lo que dijo.

Tía Martha estaba terminando el college y ya se había prometido en matrimonio cuando mi madre anunció que ella ni siquiera solicitaría su incorporación. Mi abuelo agonizaba y tal vez la concentración de mi abuela en este hecho la distrajo de exigirle a mi madre lo que la familia le había impuesto a tía Martha: una educación universitaria. Además, argumentó mi madre, podía ser útil en casa, con su padre moribundo… y la carga y tensión que esto significaba para su madre. Asimismo, el reverendo Lewis Merrill —pastor de la Iglesia Congregacionalista y maestro de coro de mi madre— había convencido a mis abuelos de que su vocalización merecía una formación profesional. Que tomara lecciones serias de voz y canto, dijo el reverendo Mr. Merrill, era una «inversión» tan sensata, en el caso de mi madre, como una educación universitaria.

Yo percibía un conflicto de motivaciones en esta etapa de la vida de mi madre. Si las lecciones de vocalización y canto eran tan importantes y serias para ella, ¿por qué arregló las cosas para tomarlas una sola vez por semana? Y si mis abuelos aceptaron la evaluación de Mr. Merrill con respecto a la voz de mi madre, ¿por qué pusieron tantos reparos a que pasara una noche por semana en Boston? A mí me parecía que tenía que haberse mudado a Boston para tomar lecciones todos los días. Pero pensé que la fuente del conflicto era la enfermedad terminal de mi abuelo… el deseo de mi madre de ayudar en casa y la necesidad de mi abuela de contar con ella.

La lección de vocalización o de canto era a primera hora de la mañana y por eso tenía que pasar la noche anterior en Boston, que estaba a una hora y media de distancia de Gravesend, en tren. El maestro de canto y vocalización era un hombre muy solicitado y sólo podía atenderla a primera hora de la mañana. Y era una suerte que la hubiese aceptado, había dicho el reverendo Lewis Merrill, porque normalmente sólo daba clases a profesionales; aunque ella y tía Martha habían cantado muchas horas en el coro de la Iglesia Congregacionalista, mi madre no era una «profesional». Tenía una voz encantadora, sencillamente, y se empeñó —en su estilo nada rebelde y casi tímido— en cultivarla.

La decisión de mi madre de interrumpir su educación académica fue más aceptable para sus padres que para su hermana; tía Martha (que es una mujer entrañable) no sólo la desaprobaba, sino que le guardaba un ligerísimo resentimiento. Mi madre tenía mejor voz, era más bonita. Durante su adolescencia en la gran casa de Front Street, era tía Martha la que llevaba a los chicos de Gravesend Academy para que conocieran a mis abuelos… Martha era mayor, y fue la primera en llevar «pretendientes», como los llamaba mi madre. Pero en cuanto los chicos veían a mi madre —incluso antes de que tuviera edad suficiente para salir con ellos—, se acababa su interés por tía Martha.

Y ahora, para colmo, esto: ¡un embarazo inexplicado! Según tía Martha, mi abuelo «ya estaba más allá del bien y del mal»: su muerte estaba tan cercana que ni se enteró del embarazo de mi madre, «aunque ella no se esmeró en ocultarlo», decía tía Martha. Mi pobre abuelo, según me dijo tía Martha, «murió preocupado porque tu madre estaba engordando demasiado».

En tiempos de tía Martha, criarse en Gravesend significaba entender que Boston era una ciudad pecaminosa. Y aunque mi madre se alojaba en un hotel residencial unánimemente aprobado y con señoras de compañía, había logrado «echar una cana al aire», como decía tía Martha, con el hombre que había conocido en el Boston & Maine.

Mi madre era tan serena, tan impasible ante la crítica o los infundios, que no le molestaba que su hermana utilizara la expresión «echar una cana al aire»… de hecho, la escuché en sus propios labios con tono tierno.

—Mi cana al aire —me llamaba en ocasiones, con gran afecto—. ¡Mi canita al aire!

Por mis primos supe que a mi madre la consideraban «un tanto simplona»; probablemente se lo habían oído decir a su madre. Cuando oí por primera vez esta insinuación —«un tanto simplona»—, ya no había animosidad en estas palabras: hacía más de diez años que había muerto.

No obstante, mi madre era algo más que una beldad natural con una voz privilegiada y dudosa capacidad de raciocinio; tía Martha tenía buenos motivos para sospechar que mis abuelos malcriaron a su hermana. No sólo porque era el bebé de la familia, sino por su temperamento: nunca se enfadaba ni se ponía mohína, no era dada a las rabietas ni a la autocompasión. Su temperamento era tan dulce que resultaba imposible enojarse con ella. Como decía tía Martha: «Nunca pareció ser tan resuelta como era». Sencillamente hacía lo que le venía en gana y luego decía, con su habitual simpatía: «¡Siento tantísimo que lo que he hecho te haya disgustado, que te colmaré de cariño y me perdonarás y me querrás tanto como me querrías si hubiese hecho las cosas bien!». ¡Y funcionaba!

Funcionó, al menos, hasta su muerte… en que no pudo prometer que remediaría este disgusto; no tenía manera de compensarlo.

E incluso después de seguir adelante y tenerme, sin dar explicaciones, y de ponerme el nombre del padre fundador de Gravesend, aun después de que lograra volver todo esto aceptable para su madre y su hermana y la ciudad (sin hablar de la Iglesia Congregacionalista, donde siguió cantando en el coro y participando a menudo en diversas funciones parroquiales)… aun después de salir airosa de mi nacimiento ilegítimo (para satisfacción de todos, o al menos eso parecía), siguió cogiendo el tren a Boston todos los miércoles, siguió pernoctando todos los miércoles en la sospechosa ciudad, a fin de estar resplandeciente y bien despierta para su lección de vocalización y canto.

Cuando me hice un poco mayor, en ocasiones me resentía de eso. Una vez que tuve paperas, y otra que cogí la varicela, canceló el viaje y se quedó conmigo. Y otra vez, cuando Owen y yo habíamos estado pescando alevines en la alcantarilla del agua de marea que desembocaba en el Squamscott debajo de la carretera a Swasey, y resbalé y me rompí la muñeca, tampoco cogió el Boston & Maine. Pero todas las otras veces —hasta que tuve diez años y se casó con el hombre que me adoptaría legalmente y sería un padre para mí, hasta entonces— siguió yendo a pasar la noche en Boston. Hasta entonces, siguió cantando. Nadie me dijo nunca si su voz había mejorado.

Por eso nací en el hogar de mi abuela, un monstruo de casa estilo federal, enorme, de ladrillos. De pequeño, la casona se calentaba con una caldera de carbón; la rampa se encontraba bajo el ángulo de la casa en forma de L donde estaba mi dormitorio. Como siempre entregaban el carbón muy temprano, su retumbo al bajar por la rampa solía ser el sonido que me despertaba. Si por rara coincidencia lo entregaban un jueves a la mañana (día en que mi madre estaba en Boston), me despertaba el sonido del carbón e imaginaba que, en ese preciso instante, mi madre comenzaba a cantar. En verano, con las ventanas abiertas, despertaba con los gorjeos de los pájaros en la rosaleda de mi abuela. Y ahí radicaba otra de las opiniones de mi abuela, tan arraigada como sus opiniones respecto de las rocas y los árboles: cualquiera era capaz de cultivar flores o verduras, pero un auténtico jardinero cultivaba rosas; ella era una auténtica jardinera.

Gravesend Inn era el único otro edificio de ladrillos, en Front Street, de dimensiones comparables a la casona de mi abuela; por cierto, los viajeros que seguían las instrucciones que habitualmente les daban en el centro de la ciudad («Busque la gran casa de ladrillos a su izquierda, después de la academia»), solían confundirla con la posada.

Aquello irritaba sobremanera a mi abuela, que no se sentía nada halagada de que confundieran su casa con una posada.

—Esto no es una posada —informaba a los viajeros perdidos y desorientados, pues esperaban que saliera a recoger su equipaje alguien más joven—. Ésta es mi casa —anunciaba la abuela—. La posada es más allá —agregaba, moviendo una mano en la dirección aproximada de Gravesend Inn. «Más allá» es bastante específico en comparación con otras formas de orientar en mi tierra natal; en New Hampshire no nos gusta dar orientaciones: solemos pensar que si no sabes adónde vas, no estás donde tendrías que estar. En Canadá somos más generosos a la hora de orientar a la gente —a cualquier sitio, a cualquier persona que pregunte.

En nuestra casa federal de Front Street también había un pasadizo secreto, una librería que en realidad era una puerta que, bajando una escalera, llevaba a un sótano con suelo de tierra, totalmente separado del sótano donde estaba la caldera de carbón. Y eso era exactamente: una librería que era una puerta que llevaba a un lugar donde no ocurría nada de nada —sólo era un lugar para esconderse. ¿De qué?, solía preguntarme en mi fuero interno. No me parecía divertido que en nuestra casa existiera este pasadizo secreto hacia la nada; más bien me llevaba a imaginar qué podía haber lo suficientemente amenazador como para tener que ocultarse… lo que nunca es reconfortante.

Una vez llevé al pasadizo al pequeño Owen Meany y allí lo dejé perdido, en la oscuridad, dándole un susto de campeonato; en realidad hacía lo mismo con todos mis amigos, por supuesto, pero asustar a Owen Meany siempre era más llamativo que asustar a cualquier otro. Su voz, esa voz de timbre destemplado, era la que volvía singular su temor. He estado tratando de imitar la voz de Owen Meany, en privado, durante más de treinta años, y esa voz me impedía imaginar que alguna vez podría escribir sobre Owen, porque es imposible trasladar ese sonido a una página. Y me impidió imaginar que alguna vez pudiera hacer participar a Owen de la historia oral, porque la idea de reproducir su voz —en público— resulta sumamente embarazosa. Me ha llevado más de treinta años reunir el coraje suficiente para compartir la voz de Owen con desconocidos.

Mi abuela se alteró tanto al oír la voz de Owen Meany, protestando por el trato recibido en el pasadizo secreto, que después de que mi amigo se fuera a su casa, resolvió hablarme.

—No quiero que me describas, jamás, lo que le estabas haciendo a ese pobre chico para que emitiera semejantes sonidos, pero si alguna vez lo repites, haz el favor de taparle la boca con la mano —dijo mi abuela—. ¿Has visto a un ratón cogido en una trampa? —me preguntó—. Quiero decir cogidos, con sus pescuecitos rotos, quiero decir absolutamente muertos. Bien, la voz de ese chico… ¡la voz de ese chico es capaz de resucitar a los ratones!

Y ahora se me ocurre que la voz de Owen era la voz de todos esos ratones asesinados, que resucitaban… con toda su alma y sus deseos de venganza.

No quiero que se piense que mi abuela era una persona insensible. Tenía una criada llamada Lydia, una nativa de la isla Prince Edward que fue nuestra cocinera y ama de llaves durante años y años. Cuando debido a un cáncer le amputaron a Lydia la pierna derecha, mi abuela contrató a dos criadas: una exclusivamente para que cuidara a Lydia, que nunca volvió a trabajar. Tenía su propia habitación y sus rutas predilectas en la silla de ruedas a través de la enorme casona, y se convirtió en la inválida servida hasta en sus menores necesidades en que, mi abuela había imaginado, algún día se convertiría ella misma… bajo el cuidado de alguien como Lydia. Con frecuencia los repartidores e invitados confundían a Lydia con mi abuela, pues la antigua criada tenía una figura regia en su silla de ruedas y eran aproximadamente de la misma edad; todas las tardes tomaba el té con mi abuela, y jugaba a las cartas en el club de bridge con las mismísimas señoras a las que en otros tiempos servía el té. Poco antes de la muerte de Lydia, hasta mi tía Martha se asombró de su parecido con la abuela. Sin embargo, a los invitados y repartidores Lydia siempre les decía, con cierta indignación en el tono de voz que había copiado de mi abuela:

—Yo no soy Missus Wheelwright, soy la antigua criada de Missus Wheelwright —y ese era exactamente el estilo en que mi abuela afirmaba que su casa no era la Gravesend Inn.

O sea que mi abuela no carecía de sentido humanitario. Y si bien trabajaba en su rosaleda vestida como para ir a una fiesta, utilizaba vestidos que no tenía la intención de volver a llevar a ninguna fiesta. No quería que la vieran desarreglada ni siquiera en su rosaleda. Si los vestidos se ensuciaban demasiado cuando trabajaba en el jardín, los tiraba a la basura. Una vez mi madre le sugirió que podía hacerlos limpiar, y mi abuela respondió:

—¿Qué dices? ¿Quieres que la gente de la tintorería se pregunte qué estuve haciendo con el vestido para ensuciarlo tanto?

De mi abuela aprendí que la lógica es relativa.

Pero en realidad este relato trata de Owen Meany, de cómo me convertí en aprendiz de su voz. Su voz de dibujos animados ha producido en mí una impresión más fuerte aún que el autoritario sentido común de mi abuela.

Hacia el final de su vida, a mi abuela empezó a fallarle la memoria. Como muchos ancianos, recordaba mejor su propia infancia que la vida de sus hijas, o sus nietos, o sus bisnietos. Lo que más la eludía era la memoria reciente.

—Te recuerdo de pequeño —me dijo no hace mucho—, pero cuando te miro ahora, no sé quién eres.

Le respondí que en ocasiones yo sentía igual con respecto a mí mismo. Y en una conversación sobre su memoria, le pregunté si recordaba al pequeño Owen Meany.

—¿El obrero? —me preguntó— ¡El sindicalista!

—No, me refiero a Owen Meany —aclaré.

—No —dijo—. Claro que no.

—La familia del granito. La Meany Granite Quarry. ¿No te acuerdas?

—Granito —dijo con asco—. ¡Claro que no!

—¿No recuerdas su voz? —pregunté a mi abuela, cuando era casi centenaria.

Pero se puso impaciente conmigo y meneó la cabeza. Yo estaba juntando valor para imitar la voz de Owen.

—Apagué las luces del pasadizo secreto y lo asusté —le recordé a mi abuela.

—Siempre hacías eso —contestó, indiferente—. Hasta se lo hiciste a Lydia… cuando tenía las dos piernas.

«¡ENCIENDE LA LUZ!», había dicho Owen Meany. «¡ALGO ME ESTA TOCANDO LA CARA! ¡ENCIENDE LA LUZ! ¡ALGO QUE TIENE LENGUA! ¡ALGO ME ESTA LAMIENDO!», había gritado Owen Meany.

«Sólo es una telaraña, Owen», recuerdo que le respondí.

—«¡ESTA DEMASIADO HÚMEDO PARA SER UNA TELARAÑA! ¡ES UNA LENGUA! ¡ENCIENDE LA LUZ!». —rememoré en voz alta.

—¡Basta! —exclamó mi abuela—. Lo recuerdo, lo recuerdo… por Dios, ¡Nunca vuelvas a hacer eso! —me dijo. Pero de mi abuela adquirí la seguridad de que podía imitar la voz de Owen Meany. Aunque estaba desmemoriada, recordaba la voz de Owen; si lo tenía presente como el instrumento de la muerte de su hija, no lo dijo. Hacia el final, la abuela no recordaba que me había hecho anglicano… y canadiense.

Según el léxico de mi abuela, los Meany no eran del linaje del Mayflower. No descendían de los padres fundadores, ningún Meany se remontaba hasta John Adams. Eran descendientes de inmigrantes posteriores; eran irlandeses bostonianos. Los Meany se trasladaron a New Hampshire desde Boston, que nunca fue Inglaterra; también vivieron en Concord (New Hampshire) y en Barre (Vermont), parajes mucho más de clase obrera que Gravesend. Ésos eran auténticos reinos graníticos de Nueva Inglaterra. Mi abuela estaba convencida de que la minería y la cantería —del tipo que fuesen— eran trabajos rastreros, y que mineros y picapedreros estaban más vinculados a los topos que a los hombres. En cuanto a los Meany, ningún miembro de la familia era especialmente pequeño, excepto Owen.

Sólo una vez se desquitó de las trastadas que le hacíamos. Teníamos permiso para nadar en una de las canteras de su padre, con la condición de que entráramos y saliéramos del agua de uno en uno y con una cuerda resistente atada a la cintura. En realidad, no se nadaba en esos lagos graníticos, que según se rumoreaba eran tan insondables como el océano; eran tan fríos como el mar, incluso bien entrado el verano, y tan negros y calmos como pozos de petróleo. Y no era el frío lo que te impulsaba a salir en cuanto te zambullías, sino el abismo inconmensurable, el temor a lo que había en el lecho y a lo lejos que estaba el fondo.

El padre de Owen insistía en lo de la cuerda, insistía en lo de de uno en uno y en lo de entrar y salir. Ésta fue una de las pocas normas paternales de mi infancia que nunca quebrantamos, salvo una vez… y lo hizo Owen. Era una regla que a ninguno de nosotros le interesaba infringir; nadie quería desatarse la cuerda y hundirse hacia ese ignoto lecho sin esperanzas de ser rescatado.

Pero un hermoso día de agosto, Owen Meany se desató la cuerda una vez sumergido y nadó bajo el agua hasta alguna hendidura de la orilla rocosa mientras esperábamos su aparición. Al ver que no salía a la superficie, tironeamos de la cuerda y como pensábamos que era prácticamente ingrávido, nos negamos a creer lo que nuestros brazos nos decían: que no estaba en el extremo de la cuerda. No lo creímos hasta que sacamos del agua el nudo abultado del extremo de la cuerda. ¡Qué silencio reinó, sólo interrumpido por las gotas de agua que caían de la cuerda en la cantera!

Nadie pronunció su nombre; nadie se zambulló para ir a buscarlo. ¡En esas aguas no se veía nada! Me gustaría creer que habríamos ido a rescatarlo si nos hubiese concedido unos segundos más para reunir coraje, pero Owen decidió que nuestra respuesta era demasiado lenta y despreocupada. Salió nadando de la hendidura en la orilla opuesta; se movía ligero como una chinche de agua a través del aterrador agujero que llegaba, estábamos seguros, hasta los confines de la tierra. Nadó hacia nosotros, más furioso de lo que nunca lo habíamos visto.

—¡HABLANDO DE HERIR LOS SENTIMIENTOS DE ALGUIEN! —gritó—. ¿QUÉ ESPERABAIS? ¿VER BURBUJAS? ¿CREÉIS QUE SOY UN PEZ? ¿A NADIE SE LE OCURRIÓ TRATAR DE IR A BUSCARME?

—Nos asustaste, Owen —dijo uno de nosotros. Estábamos demasiado asustados para defendernos, si es que alguna vez hubo una defensa posible con respecto a Owen.

—¡DEJASTEIS QUE ME AHOGARA! ¡NO HICISTEIS NADA! ¡CONTEMPLASTEIS COMO ME AHOGABA! ¡YA ESTOY MUERTO! RECORDADLO: ME DEJASTEIS MORIR.

Lo que mejor recuerdo es la escuela dominical en la Iglesia Episcopal. Tanto Owen como yo éramos recién llegados. Cuando mi madre se casó con el segundo hombre que conoció en el tren, ella y yo cambiamos de iglesia; dejamos la congregacionalista por la de mi padre adoptivo, que era episcopaliano; aunque nunca noté que él fuese especialmente riguroso en su religión, mi madre insistió en que ella y yo nos cambiáramos a su iglesia. Este traslado perturbó a mi abuela, porque nosotros los Wheelwright pertenecíamos a la Iglesia Congregacionalista desde que dejamos de ser puritanos («desde que casi dejamos de ser puritanos», solía decir mi abuela, porque —en su opinión— el puritanismo nunca había soltado del todo a los Wheelwright). Algunos Wheelwright —no sólo nuestro padre fundador— incluso habían pertenecido al clero, en el pasado, concretamente al clero congregacionalista. Y el traslado perturbó al pastor de la Iglesia Congregacionalista, el reverendo Lewis Merrill; él me había bautizado y estaba desconsolado por la idea de perder la voz de mi madre en el coro; la conocía desde jovencita y (mi madre siempre lo recordaba) la había apoyado extraordinariamente cuando tranquila y amablemente persistió en su reserva en cuanto a mis orígenes.

Como ya se verá, tampoco a mí me sentó bien el traslado. Pero la manera que tenía Owen Meany de volver misteriosa una cosa y mantenerla en el misterio, consistía en aludir a algo demasiado siniestro y terrible para mencionarlo. Él cambiaba de iglesia, dijo, PARA ESCAPAR A LOS CATÓLICOS… o, mejor dicho, era su padre quien estaba escapando y desafiando a los católicos al enviarlo a la escuela dominical, para ser confirmado en la Iglesia Episcopal. Cuando los congregacionalistas se convierten en episcopalianos, me dijo Owen, no pasaba nada; representaba, sencillamente, un movimiento ascendente en la formalidad litúrgica… en la APARIENCIA, decía. Pero cuando un católico se pasaba a la Iglesia Episcopal, no sólo significaba un alejamiento de la apariencia; era un movimiento que te exponía a la condena eterna. Owen solía decir, solemnemente, que sin duda su padre sería condenado por haber iniciado ese movimiento, pero que los católicos habían cometido un AGRAVIO INCALIFICABLE, que habían insultado de manera intolerable a su padre y a su madre.

Cuando me quejé por tener que arrodillarme, lo que para mí era una novedad —sin mencionar la abundancia de letanías y credos que se recitaban en el oficio episcopal—, Owen me decía que yo no sabía de la misa la mitad. Los católicos no sólo se arrodillaban y murmuraban letanías y credos sin cesar, sino que ritualizaban toda esperanza de contacto con Dios hasta un punto en que él sentía que interferían su capacidad de rezar… de hablar con Dios DIRECTAMENTE, ¡Y además estaba la confesión! Yo me quejaba de algo tan sencillo como arrodillarse, ¿pero acaso sabía algo de tener que confesar mis pecados? Owen decía que la presión para confesar —como católico— era tan intensa que él mismo a menudo había inventado cosas con el único propósito de que se las perdonaran.

—¡Pero eso es una locura! —dije.

Owen estuvo de acuerdo conmigo. Y yo siempre le preguntaba cuál era la causa de la ruptura entre los católicos y Mr. Meany. Owen nunca me lo dijo. El daño era irreparable, repetía; sólo hacía referencia al AGRAVIO INCALIFICABLE.

Tal vez mi desdicha por haber cambiado la Iglesia Congregacionalista por la Episcopal —en combinación con su satisfacción por haber ESCAPADO a los católicos— contribuyó a mi placer en nuestro juego de alzar a Owen Meany en el aire. Hoy se me ocurre que todos fuimos culpables de pensar que Owen sólo existía para nuestro entretenimiento; pero en mi caso —sobre todo en la Iglesia Episcopal— creo que también fui culpable de envidia. Sospecho que mi participación en maltratarlo en la escuela dominical era levemente hostil e inspirada en la enorme diferencia que había entre nosotros: él creía más que yo, y aunque siempre lo supe, tenía más conciencia de ello en la iglesia. Me disgustaban los episcopalianos porque parecían creer más —o en más cosas— que los congregacionalistas; como yo creía muy poco, me había sentido más cómodo entre los congregacionalistas, que requerían una participación mínima de los feligreses.

A Owen también le disgustaban los episcopalianos, aunque mucho menos de lo que le habían disgustado los católicos; en su opinión, tanto unos como otros creían menos que él, pero los católicos se habían entrometido más en sus creencias y prácticas. Owen era mi mejor amigo, y con nuestros mejores amigos pasamos por alto muchas diferencias; pero sólo cuando nos encontramos asistiendo a la misma escuela dominical y a la misma iglesia, me vi forzado a aceptar que la fe religiosa de mi mejor amigo era más incontestable (aunque no siempre más dogmática) que nada de lo que hubiese oído en la Iglesia Congregacionalista o en la Episcopal.

No recuerdo en absoluto la escuela dominical de la Iglesia Congregacionalista, aunque mi madre afirmaba que siempre eran ocasiones en las que yo comía muchísimo, tanto en la escuela dominical como en las diversas funciones parroquiales. Recuerdo vagamente el zumo de manzana y las galletitas, pero me acuerdo con toda claridad —en la intensa brillantez de un día invernal— de la iglesia de tablas blancas, el reloj del campanario negro, y los servicios que siempre se celebraban en la planta alta, en una atmósfera de templo informal y bien iluminado. Desde las altas ventanas veías las ramas de los árboles encumbrados. En comparación, los oficios episcopalianos se celebraban en una deprimente atmósfera de sótano. Era un recinto de piedra y todo estaba impregnado de una humedad de planta baja o incluso de subsuelo, saturado de oscuras chucherías de madera, sombrío con los opacos cañones dorados de su órgano, chillón con confusas configuraciones de vidrios de colores, a través de los cuales no era visible una sola rama de un árbol.

Cuando me quejaba de la iglesia, protestaba por las cosas de las que normalmente se queja un crío: la claustrofobia, el aburrimiento. Pero Owen se quejaba religiosamente.

—LA FE DE CADA PERSONA VA A SU PROPIO RITMO —decía Owen Meany—. EL PROBLEMA CON LA IGLESIA ES EL SERVICIO. UN OFICIO SE CELEBRA PARA UNA AUDIENCIA MÁSIVA. JUSTO CUANDO EMPIEZA A GUSTARME EL HIMNO, TODO EL MUNDO SE ARRODILLA PARA REZAR. JUSTO CUANDO EMPIEZO A OÍR LA ORACIÓN, TODO EL MUNDO SE LEVANTA PARA CANTAR. ¿Y QUE TIENE QUE VER CON DIOS EL ESTÚPIDO SERMÓN? ¿QUIEN SABE LO QUE PIENSA DIOS DE LAS ACTUALIDADES? ¿A QUIEN LE IMPORTA?

A estas quejas y a otras semejantes, yo sólo podía responder alzando a Owen Meany y sosteniéndolo por encima de mi cabeza.

—Te tomas demasiado en broma a Owen —solía decirme mi madre. Pero no recuerdo haberle tomado tanto el pelo, no más allá de los acostumbrados alzamientos… a menos que mi madre quisiera decir que no me daba cuenta de lo serio que era Owen; se sentía insultado por bromas de cualquier tipo. Al fin y al cabo, él leyó la Historia de Gravesend de Wall antes de los diez años, lo que no era un trabajo sencillo, ni una lectura que permitiera saltarse párrafos enteros o páginas. Y también leyó la Biblia; no a los diez años, por supuesto, pero la leyó realmente de cabo a rabo.

Y estaba la cuestión de Gravesend Academy, la cuestión para todo varón nacido en Gravesend: en aquellos tiempos la academia no admitía chicas. Yo era un mal estudiante, y aunque mi abuela muy bien podía permitirse el pago de la matrícula, estaba condenado a seguir en el instituto —hasta que mi madre se casó con un miembro del claustro y éste me adoptó legalmente—. Los hijos de profesores —mocosos del profesorado, nos llamaban— podían entrar en la academia de forma automática.

Ello debió de ser un verdadero alivio para mi abuela, que siempre lamentó que su prole no pudiese asistir a Gravesend Academy: sólo había tenido hijas. Mi madre y tía Martha fueron alumnas del instituto; sólo veían de Gravesend Academy a los chicos con los que salían, aunque tía Martha supo sacarle partido: se casó con un chico de Gravesend Academy (uno de los pocos que no prefirió a mi madre), lo que transformó a mis primos en hijos de antiguos alumnos, que también tenían admisión preferente. (Mi única prima no se beneficiaría de este parentesco con un exalumno… como ya se verá.)

Pero Owen Meany era un candidato legítimo a Gravesend Academy; era un alumno brillante, el tipo de estudiante que se suponía que iría a la academia. Podría haberse presentado e ingresar… y también obtener una beca completa, dado que la Meany Granite Company nunca fue una empresa floreciente y sus padres no habrían podido pagarle la matrícula. Pero un día —Owen y yo teníamos diez años— mi madre dijo mientras nos llevaba en el coche a la playa:

—Espero que nunca dejes de ayudar a Johnny con sus deberes, Owen, porque cuando vayáis a la academia todo será mucho más difícil… especialmente para Johnny.

—PERO YO NO VOY A ESTUDIAR EN LA ACADEMIA —dijo Owen.

—¡Por supuesto que sí! —lo contradijo mi madre—. ¡Eres el mejor estudiante de New Hampshire… tal vez de todo el país!

—LA ACADEMIA NO ES PARA ALGUIEN COMO YO. PARA LA GENTE COMO YO ESTA EL INSTITUTO.

Por un momento me pregunté si quería decir para la gente menuda —si quería decir que las escuelas públicas eran para personas excepcionalmente pequeñas—, pero mi madre se me adelantó, afirmando:

—Tendrás una beca completa, Owen. Supongo que tus padres lo saben. Asistirás a la academia totalmente gratis.

—HAY QUE USAR CHAQUETA Y CORBATA TODOS LOS DÍAS. LA BECA NO CUBRE CHAQUETAS Y CORBATAS.

—Eso puede arreglarse, Owen —dijo mi madre y adiviné que quería decir que ella lo arreglaría. Aunque nadie contribuyera con un solo centavo, ella le compraría hasta la última chaqueta y la última corbata que necesitara.

—TAMBIÉN HAY CAMISAS DE VESTIR Y ZAPATOS —agregó Owen—. SI VAS A LA ESCUELA CON RICOS, NO QUIERES PARECER SU SIRVIENTE.

Ahora pienso que detrás de esta observación mi madre captó la susceptible política de clase obrera de Mr. Meany.

—Todo lo que necesites, Owen —dijo mi madre—. Todo se solucionará.

Estábamos en Rye, pasando junto a First Church, y la brisa del mar ya soplaba con fuerza. Un hombre, con una gran pila de tablillas de techumbre en una carretilla, a duras penas conseguía que el viento no se las llevara; la escalera, apoyada en el tejado de la sacristía, también corría peligro de caer. El hombre parecía necesitar de otro trabajador… o al menos de otro par de manos.

—TENDRÍAMOS QUE PARAR Y AYUDAR A ESE HOMBRE —observó Owen, pero mi madre estaba inmersa en un tema y no se dio cuenta de lo que pasaba.

—¿Serviría de algo que hablase de esto con tus padres, Owen? —preguntó.

—TAMBIÉN ESTA LA CUESTIÓN DEL AUTOBÚS —dijo Owen—. PARA IR AL INSTITUTO PUEDES COGER UN AUTOBÚS. YO NO VIVO EN EL CENTRO, YA LO SABE. ¿CÓMO HARÍA PARA LLEGAR A LA ACADEMIA? SI FUERA ESTUDIANTE EXTERNO, QUIERO DECIR… ¿CÓMO HARÍA PARA LLEGAR? ¿CÓMO HARÍA PARA VOLVER? PORQUE MIS PADRES NUNCA ME PERMITIRÍAN VIVIR EN UNA RESIDENCIA PARA ESTUDIANTES. ME NECESITAN EN CASA. ADEMAS, LAS RESIDENCIAS COLECTIVAS SON NOCIVAS. ¿ENTONCES COMO HACEN LOS ESTUDIANTES EXTERNOS PARA IR Y VOLVER A CASA? —preguntó.

—Alguien los lleva en coche —dijo mi madre—. Yo podría llevarte, Owen… al menos hasta que tuvieras permiso de conducir.

—NO, NO FUNCIONARIA. MI PADRE ESTA DEMASIADO OCUPADO Y MI MADRE NO CONDUCE.

Mrs. Meany —mi madre y yo lo sabíamos muy bien— no sólo no conducía; jamás salía de la casa. Y ni siquiera en verano estaban abiertas las ventanas de esa casa; su madre era alérgica al polvo, había explicado Owen. Todos los días del año, Mrs. Meany se sentaba dentro, detrás de las ventanas empañadas y veteadas de arenisca de la cantera. Llevaba puestos unos viejos auriculares de piloto (con los cables colgando, sueltos) porque el sonido de la máquina de acanalar —la barra de canal y los cinceles— la alteraba. Los días de voladura hacía sonar en el fonógrafo, a todo volumen, música de big-bandas de jazz; cada tanto, cuando la dinamita explotaba muy cerca y repercutía, saltaba la aguja.

Mr. Meany hacía la compra. Llevaba a Owen a la escuela dominical e iba a buscarlo, aunque él no asistía a los oficios episcopalianos. Aparentemente era suficiente venganza contra los católicos enviar allí a su hijo; o era innecesario el desafío añadido de su propia asistencia, o Mr. Meany había sufrido tal ofensa en manos de las autoridades católicas que ya no era receptivo a las enseñanzas de ninguna iglesia.

Y mi madre sabía que era bastante poco receptivo al tema de Gravesend Academy.

«Están los intereses de la ciudad», había dicho una vez en una reunión consistorial, «¡y están los intereses de ellos…!». Se refería a la solicitud de la academia de ampliar el río de agua salada y dragar un canal de bajamar más profundo en un punto del Squamscott para mejorar el trayecto de regatas del equipo de la academia; varios cascarones de nuez se habían empantanado en las marismas fangosas con pleamar. La parte del río que la academia quería ampliar era una península de humedales afectados por la marea que bordeaban la Meany Granite Quarry; se trataba de un terreno decididamente no aprovechable, pero era propiedad de Mr. Meany, que se ofendió cuando supo que la academia quería aprovecharlo. «¡Y con propósitos recreativos!», concluyó.

«Estamos hablando de barro, no de granito», observó un representante de la academia.

«¡Yo estoy hablando de nosotros y de ellos!», había gritado Mr. Meany en la que hoy se recuerda como una famosa Reunión Consistorial.

Para que en Gravesend sea famosa una reunión del ayuntamiento, sólo es necesario que haya una buena bronca. El Squamscott fue ampliado; el canal fue dragado. Si sólo era barro, decidió el consistorio, no importaba de quién fuera.

—Irás a la academia, Owen —le aseguró mi madre—. Eso es todo. Si algún estudiante merece asistir a una escuela correcta, ese eres tú… esa academia fue creada pensando en ti, o no fue creada para nadie.

—DESAPROVECHAMOS LA OPORTUNIDAD DE HACER UNA BUENA ACCIÓN —dijo Owen, taciturno—. EL HOMBRE QUE ESTABA TRABAJANDO EN LA TECHUMBRE DE LA IGLESIA NECESITABA AYUDA.

—Owen, no discutas conmigo —dijo mi madre—. Irás a la academia aunque tenga que adoptarte. Te secuestraré si no tengo otro remedio.

Pero en esta tierra nunca hubo nadie tan tozudo como Owen Meany; viajó un kilómetro y medio sin abrir la boca, y entonces dijo:

—NO. NO FUNCIONARA.

Gravesend Academy fue fundada en 1781 por el reverendo Emery Hurd —seguidor de las creencias originales del Wheelwright original—, un puritano sin hijos con inclinación —según Wall— por la «Oración sobre las ventajas de Aprender y su feliz Tendencia a promover la Virtud y la Piedad». ¿Qué habría pensado el reverendo Mr. Hurd de Owen Meany? Hurd concibió una academia en la que «ningún muchacho vicioso, proclive a contagiar a sus pares, podrá permanecer ni una hora», en la que «el estudiante se ganará los laureles trabajando». ¡Y aprenderá encantado de su trabajo!

Emery Hurd dejó el resto de su dinero para «la educación y cristianización de los indios norteamericanos». En el ocaso de su vida —siempre vigilando que la Gravesend Academy se consagrara a «propósitos píos y caritativos»— el reverendo Hurd, según se supo, patrullaba Water Street, en el centro de Gravesend, a la caza de delincuentes juveniles: concretamente, de chicos que no se quitaran el sombrero para saludarlo, de jovencitas que no le hicieran una reverencia. En pago de semejante ofensa, Emery Hurd se contentaba cantándoles cuatro verdades a esos jóvenes; próximo el fin, no le quedaba ni una sola verdad.

Vi como mi abuela también iba perdiendo el criterio; cuando envejeció tanto como para no recordar casi nada —ni a Owen Meany, ni siquiera a mí—, en ocasiones regañaba a todos los presentes en el salón.

—¿Qué ha ocurrido con los saludos? —vociferaba—. ¡Hay que recuperar las inclinaciones de cabeza! ¡Hay que recuperar las reverencias!

—Sí, abuela —decía yo.

—¿Y tú qué sabes? ¿Y, de paso, quién eres tú? —preguntaba.

—ES SU NIETO JOHNNY —decía yo, en mi mejor imitación de la voz de Owen Meany.

Y mi abuela decía:

—Dios mío, ¿sigue aquí? ¿Ese pequeñajo raro sigue aquí? ¿Lo encerraste en el pasadizo, Johnny?

Más adelante, durante el verano en que teníamos diez años, Owen me contó que mi madre había ido a la cantera para hablar con sus padres.

—¿Qué les pareció? —le pregunté.

Owen me dijo que no habían mencionado para nada la visita, aunque sabía que mi madre había estado allí.

—OLÍ SU PERFUME —dijo—. DEBIÓ DE ESTAR BASTANTE RATO PORQUE HABÍA TANTO AROMA A ELLA COMO EN CASA. MI MADRE NO USA PERFUME —añadió.

Era innecesario que me lo dijera. Mrs. Meany no sólo no salía; se negaba incluso a mirar afuera. Cuando la veía apostada en las diversas ventanas de su casa, siempre estaba de perfil a la ventana, resuelta a no observar el mundo… y sin embargo haciendo un confuso planteamiento: sentándose de perfil, probablemente quería sugerir que tampoco había dado del todo la espalda al mundo. Yo pensaba que los responsables de eso eran los católicos… fuera lo que fuese, sin duda merecía la nunca aclarada etiqueta de AGRAVIO INCALIFICABLE que, afirmaba Owen, habían sufrido sus padres. En el inflexible autoencierro de Mrs. Meany había algo que olía a persecución religiosa —si no a condena eterna.

—¿Cómo te fue con los Meany? —pregunté a mi madre.

—¿Le contaron a Owen que estuve en su casa? —preguntó.

—No, no le dijeron nada. Reconoció tu perfume.

—Muy propio de él —dijo mi madre y sonrió. Creo que sabía que Owen estaba loco perdido por ella: todos mis amigos se enamoraban de mi madre. Y si hubiese vivido hasta que fueron adolescentes, su grado de enamoramiento indudablemente se habría profundizado, y empeorado, y vuelto del todo insoportable… tanto para ellos como para mí.

Aunque mi madre se resistió a la tentación de mi generación —es decir que se privaba de alzar a Owen Meany—, nunca pudo resistirse a tocarlo. No podías evitarlo, sencillamente. Era desmesuradamente mono; tenía el atractivo de un animal peludo… si exceptuamos la desnudez de sus orejas casi transparentes y la forma de roedor en que sobresalían de su cara afilada. Mi abuela decía que Owen parecía un zorro embrionario. Cuando tocabas a Owen, evitabas sus orejas: daban la impresión de ser frías al tacto. Pero mi madre no, ella incluso sobaba sus gomosas orejas. Lo abrazaba, lo besaba, frotaba su nariz contra la de él. Hacía todo esto con la misma naturalidad que si me lo estuviera haciendo a mí, pero no hacía nada de esto con mis otros amigos, ni siquiera con mis primos. Y Owen le respondía afectuosamente; a veces se ruborizaba, pero siempre sonreía. Desaparecían las casi constantes arrugas de su frente y toda su cara irradiaba un recatado fulgor.

Lo recuerdo más cuando su estatura alcanzaba la cintura infantil de mi madre; si se ponía de puntillas, rozaba sus pechos con la coronilla. Si ella estaba sentada y Owen se acercaba para recibir los acostumbrados achuchones, su cara quedaba exactamente al nivel de la colina de los senos de mi madre, que era una chica de suéters: tenía una figura espléndida y lo sabía, y usaba los suéters de moda en la época, que destacaban su talle.

Una muestra de la seriedad de Owen era que podíamos hablar sobre las madres de todos nuestros amigos y él era absolutamente sincero en su valoración de la mía; salía bien librado de ello porque yo sabía que no bromeaba. Owen nunca bromeó.

—TU MADRE TIENE LOS MEJORES PECHOS DE TODAS LAS MADRES. —Ningún otro amigo podría haber dicho esto sin que le hiciera tragar sus palabras.

—¿Lo piensas de verdad? —le pregunté.

—ABSOLUTAMENTE LOS MEJORES.

—¿Y qué me dices de Mrs. Wiggin? —le pregunté.

—DEMASIADO GRANDES —dijo Owen.

—¿Mrs. Webster? —le pregunté.

—DEMASIADO BAJOS —dijo Owen.

—¿Mrs. Merrill? —le pregunté.

—MUY RAROS —dijo Owen.

—¿Miss Judkins? —le pregunté.

—NO SE —dijo—. NO LOS RECUERDO. PERO NO ES UNA MADRE.

—¡Miss Farnum! —exclamé.

—ESTÁS PERDIENDO EL TIEMPO —dijo, malhumorado.

—¡Caroline Perkins! —dije.

—TAL VEZ ALGÚN DÍA —respondió, seriamente—. PERO TAMPOCO ES UNA MADRE.

—¡Irene Babson!

—¡NO ME PONGAS LA PIEL DE GALLINA! LOS DE TU MADRE SON ÚNICOS —dijo con idolatría—. Y TAMBIÉN HUELE MEJOR QUE NADIE —agregó. En esto coincidí con él: mi madre siempre despedía una fragancia maravillosa.

El pecho de tu propia madre es un tema de conversación extraño para tratar con un amigo, pero mi madre era una beldad reconocida, y Owen se expresaba con una franqueza del todo fiable; podías confiar absolutamente en él.

Mi madre solía hacernos de chófer. Me llevaba a la cantera para jugar con Owen; iba a buscar a Owen para que fuera a jugar conmigo, y lo llevaba de vuelta a su casa. La Meany Granite Quarry estaba a algo menos de cinco kilómetros del centro, no muy lejos para ir en bici, salvo que todo el trayecto era cuesta arriba. A menudo mi madre me llevaba con la bicicleta en el coche para que pudiera volver a casa pedaleando; en otras ocasiones Owen iba en bici hasta la ciudad, y ella lo recogía junto con su bici. La cuestión es que nos hacía de chófer con tanta frecuencia que Owen debía de parecerle otro hijo. Y en la medida en que las madres son los chóferes de la vida de las pequeñas ciudades, Owen tenía razones suficientes para identificarla más que a la propia como su madre.

Cuando jugábamos en su casa, rara vez entrábamos. Nos entreteníamos en las pilas de rocas, en y alrededor de las canteras, o bajábamos a la orilla del río; los domingos nos sentábamos en la maquinaria silenciosa, imaginándonos a cargo de la cantera… o en una guerra. Aparentemente Owen encontraba el interior de su casa tan extraño y opresivo como yo. Si el tiempo era inclemente, jugábamos en mi casa… y como en New Hampshire el tiempo casi siempre es inclemente, casi siempre jugábamos en casa.

Y jugar es lo único que hacíamos, me parece ahora. Los dos teníamos once años el verano que murió mi madre. Fue el último que participamos en la liguilla escolar, que ya nos tenía hartos. En mi opinión, el béisbol es aburrido; el último año en la liguilla sólo es un avance de los aburridos momentos que aguardan a muchos estadounidenses en el béisbol. Lamentablemente, los canadienses también juegan al béisbol y ven los partidos. Se trata de un juego con un montón de esperas, de un juego con una anticipación crecientemente elevada de una acción crecientemente limitada. Al menos los jóvenes lo juegan más rápido que los adultos… ¡gracias a Dios! Nosotros nunca nos dedicamos a escupir, ni a tironearnos de los sobacos y las ingles, expresiones esenciales de nerviosismo en el deporte adulto. Pero igualmente tienes que esperar entre lanzamientos, y esperar a que el receptor y el árbitro examinen la pelota después del lanzamiento, y esperar a que el receptor trote hasta el montículo para decirle algo al lanzador acerca de cómo arrojar la pelota, y esperar a que el director técnico entre en el campo contoneándose y preocupado (con el lanzador y el receptor) por las posibilidades del siguiente lanzamiento.

Aquel día, en la última entrada, Owen y yo sólo esperábamos que se acabara el partido. Nos sentíamos tan aburridos que no teníamos la menor idea de que también la vida de alguien estaba a punto de acabar. Nos tocaba el turno. Nuestro equipo iba perdiendo; habíamos estado sustituyendo tantos jugadores de segunda serie y de primera serie, y tan azarosamente, que ya no reconocía a la mitad de nuestros propios bateadores y no tenía noción de cuándo me tocaba batear. No estaba seguro de cuál era mi orden de bateo y se lo iba a preguntar a nuestro bondadoso y gordinflón director técnico y entrenador, Mr. Chickering, cuando éste se volvió hacia Owen Meany y le dijo:

—Batea en lugar de Johnny, Owen.

—Pero yo no sé cuándo me toca batear —le dije a Mr. Chickering, que no me oyó; estaba mirando hacia algún sitio, fuera del campo. Parece ser que a él también le aburría el partido y sólo esperaba que terminara, como todos nosotros.

YO SE CUANDO TE TOCA BATEAR —dijo Owen. Eso era lo eternamente irritante en Owen: estaba al tanto de cosas como ésa. Casi nunca llegaba siquiera a jugar al estúpido béisbol, pero prestaba atención a todos los detalles aburridos—. SI SE DESPLAZA HARRY, SOY EL SIGUIENTE. SI ENTRA BUZZY, ME PREPARO PARA LA ACCIÓN.

—Pocas posibilidades —dije—. ¿O sólo falta una?

—DOS.

Todos los que estaban en el banquillo miraban algo, fuera del campo —ahora incluso Owen— y volví mi atención al misterioso objeto de interés. Entonces la vi: mi madre. Acababa de llegar. Siempre se presentaba tarde: ella también se aburría con el béisbol. Tenía intuición para llegar justo a tiempo de llevarnos a casa a Owen y a mí. Seguía siendo una chica de suéter en verano, porque le gustaban los vestidos ligeros de punto; tenía un bronceado precioso e iba vestida con un sencillo vestido de algodón blanco —ceñido alrededor del pecho y la cintura, falda ancha—; además se había puesto un pañuelo rojo para levantarse el pelo y dejar los hombros al descubierto. No estaba mirando el partido. De pie, bien abajo de la línea del campo izquierdo, más allá de la tercera base, contemplaba las tribunas escasamente pobladas, las gradas casi vacías, tratando de ver si había algún conocido, supongo.

Me di cuenta de que todos la observaban, lo que para mí no era ninguna novedad. Todos observaban siempre a mi madre, pero ese día el escrutinio me pareció extraordinariamente penetrante, o quizá lo recuerdo intensamente porque fue la última vez que la vi con vida. El lanzador estaba mirando la base de meta, el receptor esperaba la pelota; supongo que el bateador también estaba esperando la pelota, pero hasta los defensas habían vuelto la cabeza para contemplar boquiabiertos a mi madre. Todos los de nuestro banquillo la observaban… Mr. Chickering el que más; tal vez Owen el siguiente; probablemente yo, el que menos. Todo el graderío devolvía la mirada que mi madre pasaba por encima de ellos.

Estábamos en el cuarto lanzamiento. Quizás el lanzador también tenía un ojo puesto en mi madre. Harry Hoyt se desplazó. Buzzy Thurston entró y Owen estaba listo para la acción. Se levantó del banquillo y buscó el bate más pequeño. Buzzy lanzó una pelota rasa, un fuera de línea seguro, y mi madre en ningún momento volvió la cabeza para seguir el juego. Echó a andar paralela a la línea de la tercera base; adelantó al entrenador de la tercera base; seguía con la vista fija en las tribunas cuando uno de los defensas interceptó la bola rasa de Buzzy Thurston y los corredores ya estaban a salvo.

Owen se preparó.

Como prueba de lo aburrido que era aquel partido concreto —y de lo perdido que estaba—, Mr. Chickering le dijo a Owen que basculara el bate: él también quería irse a casa.

Normalmente decía: «¡Mira bien, Owen!», lo que significaba: ¡Corre!, lo que significaba: No apartes el bate de tus hombros, lo que significaba: No bascules nada.

Pero aquel día Mr. Chickering dijo:

—¡Golpea fuerte, chico!

—¡Revienta la bola, Meany! —gritó alguien del banquillo y a renglón seguido se cayó, riendo.

Con gran dignidad, Owen fijó la vista en el lanzador.

—¡Dale un paseo, Owen! —chillé.

—¡Bascula, Owen! —indicó Mr. Chickering—. ¡Balancea!

Todos los de nuestro banquillo intervinieron: era hora de irse a casa. Que Owen basculara y errara los tres lanzamientos siguientes, y seríamos libres. Además, aguardábamos la comedia en potencia de sus débiles y delirantes balanceos.

El primer lanzamiento fue malo y Owen lo dejó pasar.

—¡Balancea! —insistió Mr. Chickering—. ¡Bascula!

—¡ESA HA PASADO MUY LEJOS! —dijo Owen, que se atenía estrictamente a las reglas; Owen Meany hacía todo según las reglas.

El segundo lanzamiento casi le da en la cabeza y tuvo que zambullirse… en la tierra que rodea la base de meta y en la hierba del diamante. Segunda pelota. Todos rieron ante la polvareda que produjo Owen sacudiéndose el equipo; no obstante, nos hizo esperar a todos mientras se limpiaba.

Mi madre estaba de espaldas a la base de meta; había visto a alguien en las gradas y lo estaba saludando con la mano. Ya había pasado la almohadilla de la tercera base —estaba en la línea final de la tercera base, pero todavía más cerca de ésta que de la de meta— cuando Owen Meany inició su balanceo. Dio la impresión de comenzarlo antes de que la bola se separara de la mano del lanzador… una pelota rápida, como las que suelen lanzarse en la liguilla, pero el balanceo de Owen se adelantó mucho a la pelota, con la que hizo asombroso contacto (más bien delante de la base de meta, aproximadamente a la altura del pecho). Nunca lo vi golpear tan duramente una bola y la fuerza del contacto fue tan impresionante para él mismo, que no perdió pie: por única vez, no se cayó.

El crujido del bate fue tan excepcionalmente agudo y tan rotundamente ruidoso para un partido de liguilla, que hasta atrajo la atención errante de mi madre. Volvió la cabeza hacia la base de meta —supongo que para ver quién había asestado semejante cañonazo— y la pelota le dio en la sien izquierda, haciéndola girar tan rápido que se rompió uno de sus tacones y cayó de bruces, frente a las tribunas, con las rodillas separadas y golpeando primero la cara contra el suelo, porque en ningún momento movió las manos del costado del cuerpo (ni siquiera para amortiguar la caída), lo que más adelante dio pábulo a la especulación de que murió antes de tocar la tierra.

Ignoro si murió tan fulminantemente, pero estaba muerta cuando Mr. Chickering llegó a su lado. Fue el primero. Le levantó la cabeza y le volvió la cara hasta dejarla en una posición ligeramente más cómoda; después alguien dijo que le cerró los ojos antes de recostar su cabeza en el suelo. Recuerdo que le bajó la falda —se le había subido hasta la mitad del muslo— y le juntó las rodillas. Luego se levantó, se quitó la parte de arriba del chándal y la sostuvo delante de él a la manera en que un torero sostiene su muleta. Yo fui el primer jugador que cruzó la línea de tercera base, pero a pesar de su gordura Mr. Chickering fue ágil. Me cogió y me arrojó el chándal sobre la cabeza. Yo no veía nada y por tanto no podía luchar eficazmente.

—¡No, Johnny! ¡No, Johnny! —dijo Mr. Chickering—. No debes verla, Johnny.

La memoria es un monstruo; olvidas… ella no. Se limita a archivar las cosas. Las guarda para ti o te las oculta… y evoca un recuerdo con voluntad propia. Tú crees tener memoria, pero ella te tiene a ti.

Más adelante, recordaría todo. Cuando recreo el escenario de la muerte de mi madre, recuerdo a todos los que estaban en las gradas ese día; también recuerdo a los que no estaban… y lo que todos me dijeron y no me dijeron. Pero en la primera rememoración de ese escenario apenas había detalles. Recuerdo a Pike, el jefe de policía de Gravesend… años después salí con su hija. Jefe Pike sólo me llamó la atención porque hizo una pregunta ridícula… ¡y mucho más absurda fue su explicación de la pregunta!

—¿Dónde está la pelota? —preguntó el jefe de policía después de que despejaran el lugar de los hechos, como suele decirse. El cuerpo de mi madre ya no estaba y me encontré sentado en el banquillo, en las rodillas de Mr. Chickering, con su chándal sobre mi cabeza… ahora porque lo prefería así, porque yo mismo me lo había puesto.

—¿La pelota? —preguntó Mr. Chickering—. ¿Quieres la puñetera pelota?

—Bien, es algo así como el arma homicida —dijo Jefe Pike. Su nombre de pila era Ben—. El instrumento del delito, creo que se llama —dijo Ben Pike.

—¡El arma homicida! —se escandalizó Mr. Chickering, abrazándome. Estábamos esperando a que mi abuela o el reciente marido de mi madre fueran a buscarme—. ¡El instrumento del delito! ¡Cielos, Ben…! ¡Era una pelota de béisbol!

—Bien, ¿dónde está? —insistió Jefe Pike—. Si mató a alguien, se supone que debo verla… de hecho, se supone debe obrar en mi poder.

—No seas papanatas, Ben —dijo Mr. Chickering.

—¿La cogió uno de tus chicos? —preguntó Jefe Pike a nuestro gordo entrenador y director técnico.

—¡Pregúntaselo a ellos… no me lo preguntes a mí! —replicó Mr. Chickering.

Habían puesto a todos los jugadores detrás de las gradas mientras la policía fotografiaba a mi madre. Y allí seguían, espiando el campo asesino a través de los asientos vacíos. Alguna gente del lugar estaba con los jugadores: madres y padres y fanáticos del béisbol. Más adelante, recordaría la voz de Owen hablándome en la oscuridad… porque mi cabeza seguía debajo del chándal.

—¡LO SIENTO!

Poco a poco, a lo largo de los años, todo volvería a mí… todos los que estaban de pie detrás de la gradería y todos los que se habían ido a casa.

Pero entonces me arranqué el chándal de la cabeza y lo único que supe fue que Owen Meany no estaba tras las gradas. Mr. Chickering debió de observar lo mismo.

—¡Owen! —gritó.

—¡Se ha ido a su casa! —respondió alguien.

—¡Tenía la bici! —dijo alguien.

Lo imaginé debatiéndose con la bici Maiden Hill Road arriba… primero pedaleando, luego tambaleándose, después apeándose para andar llevando la bicicleta, todo el rato con el panorama del río. En aquellos tiempos, nuestros equipos de béisbol eran de una lana picante e imaginé el de Owen, empapado en sudor, con el número 3 demasiado grande para su espalda; cuando se remetía la camisa en los pantalones, también remetía la mitad del número, de modo que cualquiera que lo viese pasar por Maiden Hill Road habría pensado que era el número 2.

Supongo que Owen no tenía ningún motivo para esperar: mi madre siempre lo llevaba a su casa en el coche, con la bici, después de nuestros partidos de liguilla.

Por supuesto, pensé, Owen tiene la pelota. Era un coleccionista, bastaba pensar en sus fichas de béisbol.

—Al fin y al cabo —diría Mr. Chickering años después—, fue el único batazo decente que ese chico dio en su vida, la única madera con la que tocó la pelota. Y sin embargo, fue una mala jugada. Pelota fuera. Para no hablar de que la pelota mató a alguien.

¿Y qué si Owen tiene la pelota? estaba pensando. Aunque en ese momento pensaba principalmente en mi madre; entonces fue cuando empecé a enfadarme con ella por no haberme dicho nunca quién era mi padre.

Yo sólo tenía once años; no tenía idea de quién más había presenciado el partido de liguilla y esa muerte… y quién tenía razones personales para querer guardarse la pelota que había bateado Owen Meany.