Maggie se sentó en cubierta, envuelta en su grueso manto de lana, el viejo manto con el que tan feliz había sido en sus incontables paseos por los lugares que más amaba cerca de su casa de los páramos. El tiempo no era demasiado frío para aquella época del año, aunque seguía haciendo fresco cuando uno se quedaba quieto. Pero Maggie deseaba tener una última visión de la multitud de ingleses que atestaban, al igual que hormigas, toda la extensión del muelle. ¡Qué felices eran! Podían quedarse con las personas a las que querían. Los demonios burlones empezaron a asediarla, como asedian a todos los que se sacrifican, tentadores. Montones de dudas, fundadas, la atormentaban. ¿Era necesario que se marchara con Edward? ¿Podría ayudarle realmente? ¿Llegaría a tener algún ascendiente sobre él? Después el demonio intentó sembrar la duda en ella con otros interrogantes. ¿Había tenido alguna vez la obligación de acompañarle? Dejaba sola a su madre. Haría sufrir a Frank. ¡Todavía no era demasiado tarde!
«No erraba al esperar algo de Edward; no yerro al brindarle con mi presencia la oportunidad de una vida estable. Estoy haciendo lo que mi madre desea ardientemente que haga; y lo que más la tranquilizará hasta el fin de sus días. Sé que Frank sufrirá, pues a mí también se me parte el alma. Pero, si le hubiera preguntado si obraba mal marchándome, no habría podido decirme que sí. He tratado de obrar bien, y, aunque me equivoque, y el saldo de mis esfuerzos sea más negativo que positivo, aceptaré mi fracaso e intentaré decir: “¡Hágase tu voluntad, Señor!”. “¡Si pudiera ver a Frank una vez más y explicárselo todo personalmente!”».
Para acabar con estos pensamientos, decidió levantarse y apartar la vista de la costa; miró la tierra que pisaba su amado, bajó a la cubierta inferior y, con los ojos nublados por el llanto, empezó a ordenar su camarote y el de Edward. Oyó cómo llegaban uno tras otro los botes cargados de pasajeros. Supo por Edward, que bajó a contárselo, que viajaban más de doscientas personas en el entrepuente. Sintió la trémula sacudida del buque cuando largó amarras y empezó a ser remolcado río abajo. Se abrigó de nuevo y salió a cubierta, y se sentó entre la multitud que contemplaba por última vez Inglaterra. La oscuridad caía sobre aquella tarde de principios de invierno, ocultando la costa de Gales, cuyas montañas tanto se parecían a las de su hogar. Dio gracias a Dios cuando se sintió demasiado mareada para pensar y recordar.
Agotada e inmóvil, sin saber si estaba dormida o despierta —o si había dormido, pues se había desplomado en su litera—, oyó de pronto un gran revuelo y vio a Edward a su lado, como un relámpago, tirándole del brazo.
—El barco está ardiendo… ¡Subamos a cubierta, Maggie! ¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba como un loco, mientras la arrastraba escaleras arriba; como si sus alaridos pudieran procurarle ayuda humana en medio del océano.
Y sus gritos se elevaron hacia el cielo, coreados por toda aquella multitud desesperada.
Los pasajeros se apiñaban en cubierta, vestidos o desvestidos, en medio de un fulgor rojo que iluminaba el terror de sus rostros espectrales, o de espirales blancas de humo, lo más alejados posible del entrepuente; pues era de la bodega de donde salían las columnas de humo, y unas ocasionales y violentas llamaradas, cada vez más altas. Entretanto, las grietas de aquella sección del barco presagiaban el terrible desastre que se avecinaba.
Los marineros arriaban los botes salvavidas; y el capitán los dirigía desde el puente, tan sereno como si estuviera junto a la chimenea de su casa, la casa que nunca volvería a pisar. Su voz era baja… cada vez más baja, pero nítida y clara como una campana; y sus instrucciones, gracias a su sangre fría, muy acertadas. Algunos pasajeros del entrepuente ayudaban, pero el miedo había dejado a casi todos paralizados y sin habla. En medio de aquel silencio sepulcral se oyeron unos gemidos de dolor, como si el terror cerval hubiera arrebatado a muchos su fuerza. Edward seguía agarrando el brazo de Maggie.
—¡Estate preparada! —susurró con vehemencia.
Las llamas se extendieron al palo mayor y ya no volvieron a menguar o a desaparecer. Todos comprendieron entonces que los denodados esfuerzos por extinguir el fuego de un puñado de hombres eran inútiles; y se oyeron las plegarias de cientos de seres aterrorizados ante la inminencia de la muerte:
—¡Señor! ¡Ten piedad de nosotros!
Desde ninguna iglesia rural quieta y apacible se elevó jamás hacia el cielo un grito tan lastimero: era como una sola voz; como el día del juicio Final en presencia del Creador.
Y después no hubo más silencio; sólo un caos de terribles adioses, desgarradores aullidos de espanto y carreras sin sentido de un lugar a otro.
Los botes estaban en el agua, balanceándose sobre las olas. El capitán dijo:
—Bajad primero a los niños; son los más indefensos.
Un par de marineros corpulentos saltaron a los botes para cogerlos. Edward siguió acercándose a la escala sin soltar a Maggie, que estuvo a punto de morir aplastada. Al lado de ella, oyó a una mujer que rezaba. Para la infortunada criatura, en aquel trance atroz sólo existía Dios, y se dirigía a Él en voz baja.
—Me separan de mis pequeños. ¡Fe! ¡Infúndeme fe, Dios mío! Moriré en paz si en un momento tan terrible me infundes fe para sentir que Tú cuidarás de mis pobres huérfanos. ¡No llores, Billy, tesoro! —le gritó a un niño pequeño que esperaba a su madre dentro del bote; y el cambio de su voz, que ocultó su desesperación con un tono muy parecido a la alegría, mostró de lo que es capaz el amor de una madre—. Mamá irá enseguida. Tápale la cara, Anne, y envuélvelo bien en tu chal.
Y entonces bajó la voz de nuevo para seguir con sus fervientes plegarias. Maggie no pudo volverse para ver su rostro, pero cogió la mano que colgaba a su lado. La mujer se aferró a ella con fuerza; pero continuó rezando como si no fuera consciente de nada. Justo en ese instante la muchedumbre cedió un poco. El capitán había dicho que luego pondrían a salvo a las mujeres; pero los pasajeros estaban demasiado frenéticos para acatar sus órdenes, y se empujaban unos a otros para bajar a los botes. Los marineros, con grave y muda obediencia, se esforzaban por seguir sus instrucciones. Edward tiraba de Maggie, y ella seguía agarrada a la viuda. El primer oficial, en lo alto de la escala, les obligó a retroceder.
—¡Sólo mujeres!
—Hay hombres en el bote.
—Tres, para manejarlo.
—¡Vamos, Maggie! Todavía hay sitio para nosotros —dijo él, haciendo caso omiso de sus órdenes.
Pero Maggie dio un paso atrás y puso la mano de la viuda en la del primer oficial.
—¡Primero sálvela a ella! —exclamó.
La mujer no fue consciente de nada; sabía únicamente que sus hijos estaban allí. Y sólo días después, en un momento de calma, recordó a la joven que la había empujado hacia delante para que se reuniera con sus pequeños sin padre, y que luego había desaparecido de su lado tragada por la muchedumbre. Pero soñaría con ella hasta el fin de su vida. Edward siguió adelante, sin advertir que Maggie no iba tras él. Sordo a los reproches, indiferente a la mano que intentaba detenerle, saltó al bote. Pero los marineros que había en él acababan de desengancharlo, pues iba ya abarrotado, y Edward cayó a las sombrías aguas en medio del oleaje. Lo último que gritó fue el nombre de Maggie, un nombre que ella jamás pensó volver a oír en este mundo, mientras el gentío la obligaba a retroceder, mareada y sin aliento. Pero de pronto, por encima de la confusión y de los gemidos de las ávidas olas, por encima del fuego abrasador, se oyó una voz que gritaba:
—¡Maggie, Maggie! ¡Maggie mía!
Entre la muchedumbre más cercana al entrepuente destacaba un hombre de elevada estatura, tiznado de humo. No podía verlo, pero supo quién era. De igual modo que un pájaro adiestrado revolotea hasta el pecho de su amo cuando le asusta algún enemigo mortal, Maggie corrió hacia él y se refugió en sus brazos. Y, por unos instantes, cesó el terror o la idea de peligro en el corazón de ambos, y se vieron inundados de una paz sublime, infinita. Ella no se preguntó cómo había llegado allí: sólo le importó que estuviera a su lado. Él fue el primero en percatarse del horror que les rodeaba. Estaba igual de sereno que cuando se sentaban bajo el espino en los apacibles y lejanos páramos. Condujo a Maggie en silencio hasta el final del alcázar. Allí la ató a un trozo de mástil. Ella no dijo nada.
—Maggie —exclamó él—, lo único que puedo hacer es tirarte por la borda. Este madero te mantendrá a flote. Al principio, te hundirás… hondo, muy hondo. No se te ocurra abrir los ojos ni la boca. Yo estaré a tu lado cuando vuelvas a la superficie. Con la ayuda de Dios, lucharé a brazo partido para salvarte.
Ella levantó la mirada; y la luz de las llamas permitió al joven ver su sonrisa tierna y confiada. Él le devolvió la sonrisa —la gravedad y la belleza de su rostro parecieron casi sobrenaturales—, y la llevó lentamente hasta un costado del barco, lejos de los maderos que caían ardiendo como teas. Luego se detuvo unos instantes.
—Maggie, si… si te estoy arrojando en brazos de la muerte…
Se cubrió los ojos con la mano. Sintió cómo su fortaleza le abandonaba.
—No tengo miedo —dijo Maggie—. Vivamos o muramos, Dios estará con nosotros.
Parecía tan tranquila y feliz como un niño en brazos de su madre. Así que, antes de que su ánimo volviera a flaquear, Frank la levantó del suelo y la arrojó tan lejos como pudo a las agitadas y centelleantes aguas. Y, acto seguido, saltó tras ella. Maggie salió a la superficie con una expresión involuntaria de terror en el semblante; pero, cuando, gracias al resplandor del buque en llamas, vio que él estaba a su lado, cerró los ojos como si fuera a quedarse dormida. Él empezó a nadar, empujando con los brazos el trozo de mástil.
—Creo que estamos cerca de Llandudno. Sé que hemos pasado el cabo de Little Ormes.
Fue lo único que dijo, pero ella no le respondió.
Se alejó del calor y del violento fulgor escarlata en dirección a las aguas oscuras y silenciosas; y luego siguió nadando hacia la senda de la luna. Tal vez tardó media hora en alcanzar esa franja plateada. Cuando la luz de la luna los envolvió por completo, miró a Maggie. Su cabeza descansaba sobre el palo, absolutamente inmóvil. Fue una visión insoportable.
—¡Maggie… corazón mío! ¡Dime algo!
Aquella voz hizo volver trabajosamente de los umbrales de la muerte a Maggie, cuyos ojos vidriosos miraron a su alrededor como si sólo pudieran ver las brillantes luces del cielo. Luego cerró los párpados con suavidad. Y Frank tuvo la sensación de haberse quedado solo con Dios en el ancho mundo.
«Un cuarto de hora más y todo habrá terminado —pensó—. La gente de Llandudno tendrá que ver nuestro barco ardiendo, y saldrán en sus botes».
Siguió el sendero de luz, aunque no los condujera directamente a la costa, para que pudieran verlos. Nadaba con desesperación. De pronto creyó oír el último estertor de Maggie entre el oleaje; sus fuerzas se desvanecieron y se quedó flotando boca arriba como si se dispusiera a aceptar la muerte, y los espíritus de ambos fueran a ascender al cielo a través del aire color púrpura. Unos instantes después, oyó el chapoteo de unos remos. Levantó la cabeza y dio un grito. Los hombres les subieron al bote y, después de examinar a Maggie con un farol, hablaron en galés y movieron la cabeza. Frank les suplicó de rodillas que la llevaran a tierra. Ellos desconocían su idioma, pero comprendieron sus plegarias. Frank besó los labios de Maggie, le frotó las manos, le escurrió el agua del pelo y se llevó sus pies contra el calor del pecho.
—No está muerta —seguía diciendo a los hombres, al ver sus miradas tristes y compasivas.
Las buenas gentes de Llandudno prepararon sus humildes camas y cuantas comodidades se les ocurrieron tan pronto como se dieron cuenta de la catástrofe. Frank caminó, empapado, con la cabeza descubierta, al lado del cuerpo de su Margaret, que cargaban algunos hombres por la pendiente de la rocosa orilla.
—¡No está muerta! —exclamó.
Se detuvo en la primera casa que encontraron. Era de una mujer muy bondadosa. Tendieron a Maggie en su cama, y fueron en busca del médico del pueblo.
—Aún está viva —señaló éste con gravedad al verla.
—Lo sabía —dijo Frank.
Pero el verlo confirmado le hizo desplomarse. Primero en oración, después sin conocimiento. El médico se encargó de todo. Pasó toda la noche yendo de una casa a otra, pues había varios náufragos en Llandudno. Seguramente habría otros en Abergele[24].
A la mañana siguiente, Frank se sintió lo bastante recuperado para escribir a su padre sin despegarse de Maggie. Envió la carta a Conway[25] con un niño galés que parecía muy despierto. A media tarde, la joven volvió en sí.
Miró con inquietud a su alrededor, como si retuviera el aliento; y luego se tapó la cabeza y empezó a sollozar.
—¿Dónde está Edward? —preguntó.
—No lo sabemos —dijo Frank, muy serio—. He buscado por el pueblo y he visto a todos los supervivientes; tu hermano no está entre ellos, pero tal vez se encuentre en otro rincón de la costa.
Ella se quedó en silencio, leyendo el miedo en sus ojos. Al cabo, volvió a hablar:
—No puedo entenderlo. Mi cabeza está muy confusa. Oigo tantos ruidos en ella… ¿Cómo llegaste al barco? —se estremeció sin querer al rememorar aquel infierno.
Durante unos instantes, Frank temió que no fuera bueno para ella recordar las penalidades de la noche anterior; pero entonces comprendió que su imaginación no descansaría hasta saber qué había pasado.
—Me escribiste, amor, contándomelo todo. Recibí tu carta… no sé cuándo… ayer, creo. ¡Sí! Por la tarde. ¿Cómo pudiste pensar que te dejaría ir sola a América? No diré nada en contra de Edward, ¡pobre muchacho! Pero los dos sabemos que no era la persona más indicada para velar por ti, como debe velarse por un tesoro semejante. Decidí ir contigo. No sé si me habría presentado ante ti enseguida, pues no quería tener que relacionarme con tu hermano. Ahora me doy cuenta de lo egoísta que era eso por mi parte. ¡Bueno! Lo único que podía hacer tras recibir tu carta era salir inmediatamente para Liverpool y reunirme contigo. Y, en cuanto tome la decisión, me animé mucho, pues recordé nuestras viejas conversaciones sobre Canadá y Australia, y fue como si esos sueños fueran a hacerse realidad. Además, Maggie, sospeché… y sigo sospechando… que mi padre tenía algo que ver con tu marcha para acompañar a Edward.
—¡No, Frank! —respondió ella con seriedad—. Estás equivocado; ahora no puedo contártelo todo, pero al final tu padre se portó muy bien con nosotros. Nunca me pidió que fuera; aunque él sabía, y me lo dijo, que eso es lo que diría Edward.
—No te preocupes, mi amor. Ya me lo contarás todo algún día en nuestra casa. Hasta entonces, pensaré que mi padre no te sugirió en modo alguno este viaje. Aunque debes admitir que, después de lo sucedido, no era de extrañar que se me ocurriera semejante idea. Sólo le dije a Middleton que debía marcharme en el siguiente tren. Hasta que no estuve lo bastante lejos no empecé a calcular el dinero que llevaba encima. Incluso dudo que me importara que fuese poco. Habría luchado con todas mis fuerzas para abrirme camino, como tantas veces he deseado hacer. Recuerdo que pensé en lo felices que seríamos los dos, batallando juntos, codo con codo, como la gente sin medios «en ese nuevo mundo que es el viejo[26]»
Además, me habías escrito que viajaríais en el entrepuente, y eso se ajustaba a mis previsiones.
—Fue la bondad de Erminia lo que impidió que fuéramos en esa clase. Le pidió a tu padre que nos reservara dos camarotes sin decirme nada.
—¿De veras? ¡Mi querida Erminia! Es tan típico de ella… Casi me río al recordar la impaciencia con que me despojé de todos mis signos externos de riqueza para ponerme los de la pobreza. Vendí mi reloj al llegar a Liverpool… ayer… aunque parece que han pasado meses. Y me compré ropa en la tienda de baratillo del barco para viajar en el entrepuente. ¡Oh, Maggie! Nunca me dijiste el nombre del barco en que navegaríais.
—No lo supe hasta llegar a Liverpool. Lo único que me dijo el señor Buxton es que zarparía el día 15.
—Llegué a la conclusión de que sería el Anna-Maria (¡qué lástima de barco…!), y no tenía tiempo que perder. Acababa de levar anclas cuando subí a bordo. ¿No recuerdas un bote que gritaba y hacía señas en el último momento? Íbamos tres personas en él.
—No, estaba abajo en mi camarote… tratando de no pensar —dijo ella, ruborizándose un poco.
—Pues bien, tan pronto como estuve a bordo empezó a oscurecer, o tal vez fuera la niebla del río[27].
En cualquier caso, Maggie, en lugar de distinguir inmediatamente tu figura (una entre mil), tuve que escudriñar los rostros de todas las mujeres; y muchas de ellas estaban abajo. Me paseé entre las cubiertas y enseguida tuve miedo de haberme equivocado de barco. Tomé asiento; no tenía ánimos para estar de pie; y, cada vez que se abría la puerta, me levantaba y miraba, pero tú nunca aparecías. Me puse a pensar qué hacer, si desembarcar en Irlanda o seguir hasta Nueva York y esperarte allí. Fue el momento más duro, ya que no podía hacer nada; y la incertidumbre era espantosa. Tendría que haber sabido —dijo sonriendo— que mi «pequeño zar de Rusia» no estaría entre los pasajeros del entrepuente.
Pero Maggie estaba demasiado trastornada para sonreír; y el recuerdo de Edward la atormentaba.
—Entonces se declaró el incendio; cómo o por qué, supongo que nunca lo sabremos. Empezó en un extremo del barco, justo donde estábamos nosotros. Di gracias al cielo de que no estuvieras allí. El segundo oficial quería que alguien bajara con él en busca de la pólvora para arrojarla por la borda. Como no estaba ocupado en nada, me ofrecí a acompañarle. Envolvimos la pólvora en unas velas mojadas, pero era un trabajo muy delicado y nos llevó mucho tiempo. Cuando la tiramos al mar, las llamas eran cada vez más altas y pavorosas. No recuerdo lo que hice hasta que oí que Edward gritaba tu nombre.
Decidieron que al día siguiente emprenderían la vuelta a casa, y por el camino tratarían de obtener noticias de Edward. Frank quería empeñar su único objeto valioso (el anillo de diamantes de su madre, que siempre llevaba puesto) para conseguir algún dinero, pero los solícitos galeses no se lo permitieron. No les sobraba nada, pero se apresuraron a prestar cuanto tenían a los supervivientes del Anna Maria. Frank y Maggie partieron en su carruaje, con ropa de campesinos. Era una mañana fría y clara, la primera de aquel invierno. La carretera pronto empezó a subir por los acantilados de la costa. Los dos iban mirando el mar que se agitaba abajo. Se detenían en todas las aldeas, y Frank preguntaba por Edward y pedía al cochero que indagara en galés sobre su paradero. Pero no lograron tener noticias de él, aunque de vez en cuando Maggie viera entrar a Frank en una casita de campo para examinar algún cadáver (de un amigo o familiar de alguien); y cuando salía, serio y solemne, sus ojos llorosos se encontraban con los de ella, y Maggie sabía, sin necesidad de palabras, que no era el de su hermano.
En Abergele hicieron un alto para descansar. Como era una población mayor y la búsqueda llevaría más tiempo, Maggie se tendió en un sofá, pues seguía muy débil, cerró los ojos e intentó no ver la muchedumbre incesante que forcejeaba enloquecida bajo la luz rojiza de las llamas.
Frank volvió más o menos al cabo de una hora; y tras él, sigiloso, con paso torpe y de puntillas, apareció el señor Buxton. Era evidente que trataba de reprimir el llanto; pero, al vislumbrar la pálida figura de Maggie, extendió los brazos hacia delante.
—¡Querida Maggie! ¡Hija mía! —exclamó—. ¡Dios te bendiga!
Fue incapaz de seguir hablando. Lloraba a lágrima viva, pero puso la mano de Maggie en la de Frank, y las mantuvo unidas.
—Mi padre —dijo Frank, con voz ronca y los ojos llenos de lágrimas— se ha enterado de todo antes de recibir mi carta. Tendría que haber adivinado que las señales de los faros llevarían la noticia rápidamente a Liverpool. Yo le había escrito unas líneas para decirle que me embarcaba contigo; por suerte, nunca llegaron a su destino… Al menos mi querido padre se ahorró ese dolor.
Maggie vio la mirada de confianza recuperada que se dirigían padre e hijo.
—¿Y mi madre? —dijo finalmente.
—Está aquí —respondieron los dos al mismo tiempo, con grave solemnidad.
—Oh, ¿dónde? ¿Por qué no me lo habéis dicho antes? —exclamó, levantándose al instante.
Pero la expresión de Frank y del señor Buxton le dijeron por qué.
—Edward se ha ahogado… está muerto… —susurró ella, leyendo en sus miradas.
No obtuvo respuesta.
—Dejadme ir con mi madre.
—Maggie, está con él. Su cuerpo apareció anoche en la orilla. Mi padre y ella se enteraron mientras venían. ¿Podrás soportarlo? Ella no se separará de él.
—Llevadme a su lado —contestó Maggie.
La condujeron a un dormitorio. Tendido en la cama estaba Edward, hasta entonces lleno de esperanzas y de planes mundanos.
La señora Browne miró a uno y otro lado, y vio a Maggie. No abandonó la cabecera de Edward, ni apartó la mirada de su infortunado rostro. Pero cogió la mano de su hija cuando ésta se arrodilló a su lado, y le habló en voz baja sin lágrimas que le alteraran la voz. Su desdichado corazón ni siquiera podía encontrar el consuelo del llanto.
—¡Está muerto! ¡Se ha ido! ¡Jamás volverá! Si se hubiera marchado a América… acaso hubiera tardado algunos años, pero habría vuelto a mi lado. Pero ahora no regresará jamás. ¡Jamás, jamás…!
Su voz se fue apagando, como se apagan los gemidos del viento nocturno en la lejanía; y reinó el silencio: un silencio más triste y desesperado que cualquier palabra apasionada de dolor.
Y nada ha cambiado desde entonces. La señora Browne tiene en más alta estima a su hijo que a un millar de hijas vivas, tan felices y prósperas como ahora lo es Maggie, a la que todo el mundo adora. Si Maggie no mostrara tanta veneración por el dolor inconsolable de su madre, a todo el mundo le sorprendería la negativa de ésta a que una hija tan dulce lograra confortarla. Pero Maggie la trata con tanto cariño, sin pensar jamás en ella o en sus derechos, que Frank, Erminia, el señor Buxton, Nancy y los demás se muestran también respetuosos y compasivos.
Y entre viejos y jóvenes perdura el recuerdo de alguien que murió, de alguien que no pudo hacer mucho en vida, de alguien cuyo destino fue «resistir y esperar[28]», y que aceptó con mansedumbre ser dulce, paciente, santa y pura: el recuerdo de la doliente señora Buxton.