Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba Maggie de la bondad del impulso que la había empujado a acompañar a su hermano. Tenía pocas esperanzas de que su carácter se reformara, fuera cual fuera su destino en la vida, si en aquel estado de ánimo se topaba con los aventureros que constantemente viajan a América para encontrar algún El Dorado con ayuda de su ingenio. Sabía que en aquellos momentos apenas tenía ascendiente sobre él, pero tenía una fe inquebrantable en que la paciencia y el amor acabarían llevándolo al buen camino. Se proponía conseguir un empleo —de profesora, costurera, dependienta, cualquier cosa por humilde que fuera—, a fin de no convertirse en una carga para él, y esperaba proporcionarle un hogar feliz, del que no tuviera ganas de alejarse. Su mayor preocupación era su madre. Trataba de no obsesionarse con su larga separación de Frank; era algo muy penoso, pero necesario. Pensaba escribirle y contárselo todo. Lo único que dejaría para un futuro más amable sería la posible revelación de la propuesta del señor Buxton: que, si ella rompía su compromiso, él no llevaría a los tribunales a Edward.
Aquel día hubo un triste ajetreo en la casa del páramo. Erminia trajo una parte del dinero que pensaba adelantar el señor Buxton, con el ruego de que Edward no saliera de casa; y contó que el señor Henry había escrito en una carta que la policía de Woodchester pensaba que se escondía en Londres y había centrado allí su búsqueda.
Erminia estaba muy seria y muy pálida. Dio el recado a la señora Browne, sin hablar más de lo estrictamente necesario. Luego se llevó aparte a Maggie y, de pronto, se echó a llorar.
—Maggie, querida, ¿qué es eso de irte a América? Llevas toda la vida sacrificándote por tu familia, y ahora te marchas, nadie sabe adónde, con la vana esperanza de reformar a Edward. Me gustaría que no fuera tu hermano para poder decirte lo que pienso.
—Ha hecho cosas terribles —respondió Maggie—. Pero estoy segura de que tú… de que ninguno de vosotros conoce sus buenas cualidades, ni sabe hasta qué punto ha estado sometido a malas influencias; y, además, se ha visto siempre privado de los consejos y la amistad de un padre, algo inestimable para un hijo. ¡Oh, Minnie! Cuando recuerdo cómo nos arrodillábamos los dos todas las noches junto a mi padre para rezar nuestras oraciones, y cómo escuchábamos después sobrecogidos y en silencio su solemne bendición, cada vez más parecida a una plegaria a medida que su vida iba languideciendo, haría cualquier cosa por Edward antes que reconocer que todas aquellas súplicas agonizantes fueron en vano. Lo recuerdo como el niño pequeño e inocente que me rodeaba con el brazo para protegerme de la Terrible Presencia, cuyo verdadero nombre de Amor aún no habíamos aprendido. ¡Minnie! Mi hermano no ha tenido una buena educación; es decir, una educación que le hubiera impedido rendirse a las tentaciones. Ha sucumbido a ellas sin que mediaran advertencias ni consejos. Ahora sabe lo que son; y yo debo intentar, aunque no sea más que una muchacha ignorante, aconsejarle y animarle. No debilites mi fe. ¿Quién es capaz de obrar bien si el mundo ha perdido su fe en él?
—¿Y Frank? —preguntó Erminia, tras unos instantes de silencio—. ¡Pobre Frank!
—¡Mi querido Frank! —respondió Maggie, levantando la vista e intentando sonreír; pero no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas—. Si pudiera preguntárselo, sé que aceptaría mi decisión. Le parecería bien que hiciera un esfuerzo. Eso no significa —añadió, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas a pesar de sus temblorosos intentos por sonreír— que no me hubiera gustado verlo. Pero no tiene ningún sentido hablar de eso. Le estoy escribiendo una larga carta en mis pocos momentos libres.
—Y yo entreteniéndote todo este tiempo —exclamó Erminia, levantándose muy a su pesar—. ¿Cuándo piensas volver? Déjanos pensar que hay una fecha. ¡América! Está a miles de kilómetros… ¡Oh, Maggie, Maggie!
—Confío en volver el próximo otoño —dijo Maggie, acariciando a su amiga para consolarla—. Edward estará instalado para entonces, espero. Tú estuviste más tiempo en Francia, Minnie. Frank estuvo más tiempo fuera aquella vez que pasó el invierno en Italia con el señor Monro.
Erminia se acercó lentamente a la puerta. Luego se volvió hacia Maggie.
—¡Maggie! Dime la verdad. ¿Te ha pedido mi tío que te vayas? Porque, si lo ha hecho, desconfía de él: lo único que pretende es romper tu compromiso.
—No, no ha sido idea suya. Se me ocurrió a mí. Y enseguida comprendí que era un alivio para mi madre… ¡Mi pobre madre! Erminia, la ausencia de Edward será lo más doloroso para ella; espero que la visites a menudo y hagas cuanto puedas para consolarla. ¿Lo harás por mí?
—¡Sí! Claro que lo haré; pídeme todo lo que quieras.
Y después las dos amigas se dieron un beso, y les costó mucho separarse.
Tuvieron que explicar a Nancy el motivo de tanto alboroto. En cuanto la vieja criada comprendió de qué se trataba, en lugar de hacer preguntas, se apresuró a levantarse y vestirse en silencio; y se presentó ante ellas débil y temblorosa, pero tan amable y serena que su presencia fue una ayuda inestimable para Maggie.
Cuando cayó la noche, Edward bajó sigilosamente a la casa. Estaba demacrado y ojeroso, porque llevaba un mes escondiéndose, con el corazón en un puño. Pero, en cuanto su cuerpo tomó nuevos bríos, se animó de un modo inconcebible para Maggie. Los españoles que zarparon con Pizarro no estaban tan ilusionados como él con las riquezas que obtendrían en el Nuevo Mundo. Describía sus fantasías con tal viveza y entusiasmo que consiguió incluso que cesara el llanto desconsolado de su madre (que no había cesado en todo el santo día, a pesar de los esfuerzos de Maggie), que levantó la vista y empezó a escucharle.
—Respondo de ello —dijo Edward—: No tardaré en ser un juez americano con grandes plantaciones de algodón.
—Pero en América… —suspiró la señora Browne.
—¡Da igual, madre! —respondió él, con una ternura que hizo palpitar de alegría el corazón de Maggie—. Si no va a verme usted a América, las venderé todas y volveré a vivir a Inglaterra. La gente olvidará los líos de juventud de un americano rico.
—Entonces podrás devolverle el dinero al señor Buxton —comentó su madre.
—Oh, sí… por supuesto —contestó él, como si acabara de caer en la cuenta de algo tan trivial.
Y así pasaron la velada. Madre e hijo se sentaron de la mano junto al pequeño fuego que crepitaba en la chimenea de la sala, sin encender las velas de la mesa que había a sus espaldas. Maggie, sumamente atareada con los preparativos, entraba y salía en silencio. Y, cuando no le quedó nada por hacer antes de salir para Liverpool, donde pensaba quedarse dos días para comprar lo necesario, se sentó discretamente al lado de su madre. Pero era Frank quien ocupaba sus pensamientos, «abriéndose camino hacia el sur, poco a poco, a través de todos los condados donde había buena caza», como le había contado en una carta. Si Maggie no le hubiera animado a irse, habría estado allí para que ella pudiera ver su noble semblante una vez más; pero quizá entonces le habría faltado valor para marcharse.
Hasta bien entrada la noche no se despidieron. Maggie, incapaz de conciliar el sueño, entró sigilosamente en el cuarto de su madre. La señora Browne había llorado hasta quedarse dormida como una niña. Maggie contempló su rostro, y se arrodilló a los pies de la cama para rezar. Cuando se puso en pie, vio que su madre estaba despierta y la miraba.
—¡Maggie, querida! Eres una buena niña, y creo que Dios atenderá tus plegarias, sean cuales sean. No sé cómo expresarte el alivio que supone para mí saber que vas con tu hermano. Se me partiría el corazón si no fuera así. Si algunas veces no he sido todo lo cariñosa que debía contigo, te ruego que me perdones, querida. Te bendigo y te doy las gracias por acompañarle, pues estoy segura de que está débil y enfermo, y necesitará de alguien que le cuide. Y tú no perderás a Frank, pues, en cuanto lo vea, le contaré lo buena que has sido con tu madre y con tu hermano; y le diré que, a pesar de su riqueza, le costará dar con una esposa como nuestra Maggie… Ojalá tuviera Ned ese magnífico abrigo nuevo que dice haberse olvidado en Woodchester.
Su imaginación volvió a su querido hijo. Pero Maggie descabezó un pequeño sueño al lado de su madre, abrazada a ella; y, cuando se despertó, sintió que su sueño había sido bendecido. Al día siguiente, se encontraron con el señor Buxton en la oficina de la diligencia; parecía a punto de emprender viaje, pero miraba a uno y otro lado como si temiera la llegada de algún adversario.
—Iré con vosotros hasta Liverpool —dijo—. Nada de protestas, por favor. Me gustará despediros. Tal vez pueda ayudaros en algo, y Erminia me lo ha pedido. Además, eso me alejará unos días del señor Henry; me temo que lo descubrirá todo, y me tachará de blando. Pero me hizo ser demasiado duro con Crayston, así que ahora me desquitaré mostrando un poco de compasión por el hijo de un viejo amigo.
Justo entonces, toda acalorada por las prisas, apareció Erminia corriendo entre la neblina blanca de la mañana.
—Maggie —exclamó—, vengo a ocuparme de tu madre. Mi tío dice que ella y Nancy deberían instalarse con nosotros y hacernos una larga visita. Pero, si prefiere quedarse en casa, viviré con ella hasta que se sienta capaz de trasladarse y hacer algo que se me ocurra. Intentaré ser como una hija hasta que regreses, Maggie; pero no tardes mucho, o Frank y yo nos moriremos de pena.
Maggie esperó a que su madre diera un largo y emotivo abrazo a Edward, que estaba muy callado esa mañana; y luego, con un deseo de afecto muy semejante al de Esaú[23], se acercó a despedirse de su madre, y recibió las dulces caricias que tantos años llevaba deseando. Unos instantes después, la diligencia emprendió la marcha; y, antes de que transcurriera media hora, la aguja de la iglesia de Combehurst desapareció de la vista de los viajeros tras un recodo del camino.
Edward y el señor Buxton no se dirigieron la palabra, y Maggie habló muy poco. Llegaron a Liverpool por la tarde; y el señor Buxton, que había estado un par de veces, les condujo directamente a un pequeño hotel. Le preocupaba mucho más que a Edward que alguien pudiera reconocerlo. Bajó al puerto para reservar dos camarotes en el barco que zarpaba al día siguiente, y, a la vuelta, llevó a Maggie de compras para que se proveyera de lo necesario.
—¿Los ha pagado usted, señor? —preguntó Maggie, deseosa de saber cuánto dinero le quedaría después de devolverle el importe de los pasajes.
—Sí —contestó él, algo turbado—. Erminia me pidió que no te lo contara, pero no sé guardar secretos. Ella odiaba la idea de que viajarais en tercera clase, como pensabais hacer; y me pidió que os consiguiera dos camarotes. No ha sido idea mía, querida. Ni se me pasó por la cabeza; pero ahora que he visto lo abarrotado que está el entrepuente, me alegro mucho de que Erminia haya tenido ese detalle. Edward habría podido viajar allí sin comodidades, pero para ti habría sido espantoso.
—¡Qué amable ha sido Erminia! —exclamó Maggie, conmovida por la delicadeza de su amiga—. Pero…
—Nada de «peros» —le interrumpió el señor Buxton—. Erminia es muy rica, y no sabe qué hacer con tanto dinero. Lo único que me fastidia es que no se me ocurriera a mí. Porque, Maggie, aunque tenga mis propias ideas sobre algunas cosas, no puedo ser ciego a tu bondad.
El señor Buxton estuvo toda la noche muy ocupado y apenas les prestó atención, pero todo lo que hizo fue en beneficio de los dos hermanos. Incluso Edward, cuando vio la atención que dedicaba a su bienestar, sintió cierto arrepentimiento; y, después de que las palabras murieran una o dos veces en su garganta, dominó su orgullo (lo llamaré así a falta de otro vocablo mejor) y pidió disculpas al señor Buxton por su conducta pasada, y le agradeció su amabilidad. Lo hizo con bastante torpeza, pero al señor Buxton le complació el gesto.
—Bueno, bueno… todo eso está muy bien —exclamó enrojeciendo un poco: se sentía incómodo con sus sentimientos—. Será mejor que olvides eso, y hagas cuanto puedas en América; no me hagas sentir un necio por haberte perdonado. Sé que eso es lo que pensará de mí el señor Henry. Y, sobre todo, cuida de Maggie. Si sigues sus consejos, no te equivocarás.
Les pidió que al día siguiente embarcaran muy temprano, pues había prometido a Erminia que subiría a bordo con ellos y deseaba regresar a Combehurst lo antes posible. Era evidente que, al acortar su estancia, esperaba que el señor Henry no se enterara de su viaje o de su complicidad en la fuga de Edward.
Así pues, aunque el barco no zarpaba hasta la marea de la tarde, salieron del hotel nada más desayunar y se dirigieron al Anna-Maria. Fueron de los primeros pasajeros que subieron a bordo. El señor Buxton acompañó a Maggie a su camarote. Ella comprendió entonces todo su ajetreo de la víspera. No faltaba nada. Había un montón de libros sobre una mesita, y todos se ajustaban a su gusto.
—¡Ahí tienes! —dijo el señor Buxton, frotándose las manos—. No me des las gracias a mí. Todo es obra de Erminia. Me dio una lista de libros. No he podido encontrar algunos; pero supongo que éstos te bastarán. Escríbeme unas líneas, Maggie, para decir que lo he hecho lo mejor posible.
Maggie le obedeció con los ojos llenos de lágrimas de cariño por la generosa Erminia. Poco después, el señor Buxton desembarcó. Maggie le siguió con la vista mientras pudo; y, cuando su figura corpulenta desapareció entre la muchedumbre que abarrotaba el muelle, sintió una inmensa congoja.
Edward, por el contrario, pareció animarse con su marcha. La única persona que conocía su deshonra y sus fechorías se había ido. Una vida nueva se abría ante él, y empezaba de un modo muy agradable en aquel camarote lleno de comodidades donde le habían instalado; pues, aunque la satisfacción de las necesidades de Maggie había sido el principal objetivo del señor Buxton, éste no se había olvidado de Edward.
Pronto estuvo entre los marineros, conversando con ellos con aire de suficiencia. Conoció a los demás pasajeros de los camarotes, al menos a los que habían llegado antes de la avalancha final; y fue llevando a su hermana todas las noticias que oía.
—Maggie, dicen que empezaremos bien la travesía; tendremos una hermosa noche de luna.
Y volvía a desaparecer.
—Hay una joven extraordinariamente hermosa a bordo, Maggie, con todos esos viejos vestidos de negro. Acaba de bajar a su camarote. Me gustaría que entablaras amistad con ella, y luego me brindaras la oportunidad de conocerla.