IX

Cuando abrió la puerta de la cocina, vio la misma lluvia menuda y mansa que llevaba semanas oscureciendo el cielo, y que ahora parecía oscurecer la esperanza. Subió a paso lento (pues estaba realmente débil) el camino que llevaba al páramo y se dejó caer bajo el espino desnudo de hojas y con las ramas cargadas de gotas de lluvia. Maggie no pudo contemplar el paisaje familiar que tanto amaba por culpa de las lágrimas; ni echó de menos las colinas que, en la lejanía, se ocultaban tras las nubes y el aguacero.

La señora Browne y Edward se sentaron junto al fuego. Él le contó su versión de los hechos: al exagerar la tentación, convirtió el delito en un pequeño error sin importancia, en el que había incurrido convencido de que llegaría a ser el administrador del señor Buxton.

—Pero si no es más que eso —dijo la señora Browne—, ¿por qué va a denunciarte el señor Buxton?

—No sólo pretende denunciarme, sino también juzgarme y deportarme. Ese tal Henry, su administrador, es duro como el pedernal, además de un lince. Y tiene tanto ascendiente sobre el señor Buxton que éste no se atreve a llevarle la contraria. No sé cómo ha podido venir motu proprio a hacerle esta proposición a Maggie; a no ser que el señor Henry la conozca, o lo que es más probable, la haya urdido él mismo. Entre los dos se han desquitado bien de ese pobre desgraciado de Crayston; y yo habría salido aún peor parado de no haber sido por Maggie. Que me dejen en paz ahora, y no volveré a tener tropiezos con la ley.

—Si vendiéramos la casa, podríamos devolverle el dinero —dijo la señora Browne, pensativa—. Maggie y yo necesitamos muy poco para vivir. Pero vuestro padre os dejó esta propiedad a los dos…

—¡No, madre! Olvide eso de devolverle el dinero. Ya verá cómo él se alegra tanto de ver a Frank libre de su compromiso que ni se le ocurre reclamármelo. Y, si el señor Henry dice algo, le explicaremos que no es ni la mitad de lo que tendría que haber pagado a Maggie por daños y perjuicios si Frank se hubiera librado de otra manera de ella. Ojalá Maggie vuelva enseguida; le daré unas cuantas instrucciones para que sepa qué decir. Y usted esté atenta, madre, no sea que regrese el señor Buxton y me encuentre aquí.

—A mí también me gustaría que volviera Maggie —afirmó la señora Browne—. Temo que se enfríe con esta humedad; tendría dos personas que cuidar. Crees que acabará cediendo, ¿verdad, Edward? Me aterroriza pensar en lo que podría pasarte si no lo hace. ¿No sería mejor que te escondieras?

—Eso es fácil de decir. Pero ¿dónde voy a esconderme de la policía, y además con esta lluvia? Y sin un penique… Si me diera algún dinero, madre, me marcharía enseguida y no correría tanto peligro. No me preocupa Maggie. Es una criatura manejable, y siempre podré convencerla de que haga lo que queramos. Y será mejor que ella también se ande con cuidado —exclamó, sin poder disimular su desesperación—. Juro por Dios que la obligaré a renunciar a Frank antes que permitir que me detengan y me juzguen. Es mi única posibilidad de salvación, ¡y no permitiré que una niña caprichosa destroce mi vida!

—Creo que también será bastante duro para ella —intercedió su madre—. Quiere muchísimo a Frank; y habría hecho tan buena boda…

—¡Bah! Aún no ha cumplido diecinueve años, tiene tiempo de sobra antes de elegir a otro pretendiente; mientras que todo habrá acabado para mí si me detienen y me destierran, ¿no se da cuenta? Además, tengo la sensación de que Frank ha empezado a cansarse; todo habría acabado en un par de meses sin que ella sacara el menor provecho.

—Bueno, si eso es lo que crees —respondió la señora Browne—. Pero lo siento por ella. Siempre le he dicho que era exagerada toda esa devoción por Frank; pero sé que va a ser para ella un tormento romper ese compromiso.

—¡Oh! No tardará en consolarse sabiendo que me ha salvado. Ojalá estuviera aquí. Deben de ser cerca de las once. Me encantaría que viniera. ¡Un momento! ¿No es la puerta de la cocina? —dijo palideciendo, y dirigiéndose de nuevo al armario de la porcelana.

Lo dejó entreabierto, hasta que oyó las suaves pisadas de Maggie, que se acercaba lentamente. La joven abrió la puerta de la sala, y se quedó mirando el interior con la mirada extraña y perdida de una sonámbula. Entonces pareció despertar, y vio que no estaba su hermano; así que se adentró un par de pasos y, con el abrigo empapado, se sentó en una silla junto a la puerta.

Edward salió de su escondite, desafiante, una vez pasado el peligro.

—¡Maggie! —exclamó—. ¿Qué vas a decirle al señor Buxton?

Ella soltó un profundo suspiro; luego alzó la vista para mirar el rostro de Edward con sus ojos grandes e inocentes.

—No puedo dejar a Frank —respondió ella, con voz queda y serena.

La señora Browne se llevó las manos a la cabeza y exclamó aterrada:

—¡Oh, Edward, Edward! Huye de aquí. Te daré todos los objetos de plata; podrás venderlos… ¡Huye, querido!

—No lo haré hasta que Maggie entre en razón —replicó él, con la misma calma que su hermana; aunque su expresión trasluciera una fiereza que no logró intimidarla.

Edward se acercó a ella, y le dijo en voz baja:

—Maggie, pasamos juntos toda la niñez. ¡Somos hermanos de la misma sangre! ¿Dejarás que me metan en la cárcel… o en algún viejo y desvencijado barco-prisión… entre los peores criminales… sin saber mi paradero? ¿Cómo puedes ser tan egoísta y pensar sólo en tu felicidad?

Ella estaba toda temblorosa; pero ni hablaba, ni lloraba, ni hacía el menor ruido.

—Has sido siempre una egoísta. Eres incapaz de pensar en los demás. Creí que esta vez demostrarías que puedes ser diferente. Pero lo único que te importa eres tú misma.

—¡Oh, Maggie! ¿Cómo puedes ser tan cruel y egoísta? —recalcó la señora Browne, llorando a lágrima viva.

—¡Madre! —dijo Maggie—. Sé que pienso demasiado en mí, pero esta vez sólo he pensado en Frank. Él me ama; le rompería el corazón si le escribiera diciéndole lo que desea el señor Buxton. Destrozaría nuestra vida sin explicarle el motivo.

—¡Él te ama tanto! —se burló Edward—. ¡Se le romperá el corazón! ¡Menudas tonterías! ¿Quién te ha dicho que está tan locamente enamorado? ¿Cómo lo sabes?

—Porque mi amor es tan grande como el suyo —respondió ella muy seria, sin perder la calma—. No se me ocurre ninguna otra razón, pero para mí es suficiente. Le creo cuando me dice que me ama; y no tengo derecho a infligirle el dolor infinito… el que mi propio corazón me dice que sentiría si yo hiciera lo que me ha pedido el señor Buxton.

Lo explicaba con tanta sencillez y había tanta verdad en sus palabras que era como una niña que no conociera la desazón ni el miedo. Las miradas feroces de su hermano no tenían ningún poder sobre ella: toda su bravuconería se desvaneció al instante, dejando que aflorara nuevamente el miedo y la cobardía que había mostrado a su llegada. Pero la señora Browne se acercó a su hija, y le cogió una mano con las suyas, temblorosas.

—Maggie, puedes salvar a Edward. Sé que no siempre te he querido cómo debía, pero jamás dejaré de quererte y confortarte si escribes lo que te pide el señor Buxton. ¡Piénsalo! Es posible que Frank no acepte tu decisión, venga a verte y todo se arregle; Edward ya estaría salvado. Sólo tienes que escribir esa carta; no es necesario que respetes lo que en ella dices.

—¡Exacto! —aseguró Edward—. Una firma obtenida por la fuerza no es válida. Demostraremos que te obligaron a escribir esa carta; y, si Frank te ama con locura, no renunciará a ti sin hacer todo lo posible para que cambies de opinión.

—¡No! —dijo Maggie con firmeza—. Si escribo esa carta, me atendré a ella. No pienso engañarme a mí misma. ¡Edward: no me casaré! Si te encarcelan, viviré cerca de ti e iré a verte siempre que pueda… Te dedicaré mi existencia. Mi madre y yo te seguiremos donde haga falta. Todavía no sé lo que podré o no podré hacer por ti, pero haré todo lo que pueda; excepto escribir la carta.

—¡Entonces me voy! —exclamó Edward—. Ojalá en tu lecho de muerte recuerdes este día, cómo negaste a tu único hermano lo que te pedía. Ojalá implores mi perdón con el último aliento, y yo esté allí para negártelo.

—Espera un momento —dijo Maggie, levantándose de un salto—. Edward, no me maldigas de ese modo, espera a ver qué pasa… Madre, no le deje salir, se lo suplico. Escóndalo… haga lo que sea para que no se vaya. Voy a hacer un último intento.

Maggie cogió su sombrero y desapareció antes de que tuvieran tiempo de pensar o decir algo para detenerla. Echó a correr por el camino que llevaba a Combehurst. Y, mientras avanzaba, las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se decía a sí misma: «Edward no tendría que haber dicho eso. ¡No! No tendría que haberme dicho eso. Soy su única hermana».

Pero seguía adelante, entre los tupidos y empapados brezales. Cuando vio venir al señor Buxton, apretó el paso. Había escampado un poco, y un débil rayo de sol amarillento trataba de abrirse camino entre las nubes. Maggie se plantó ante el señor Buxton, pues él se habría cruzado con ella sin advertir su presencia; lo último que esperaba era encontrarla allí.

—Iba en su busca —dijo Maggie, recobrando la calma y adoptando una actitud muy digna—. No debe ir a casa; bastante compungidas estamos… Vayamos debajo de esos abetos, y déjeme hablar con usted.

—Espero que hayas meditado sobre mis palabras, y estés dispuesta a hacer lo que te pedí.

—¡No! Lo he pensado una y mil veces. Y sin egoísmo, a pesar de lo que puedan decir. Primero recé. Soy incapaz de rezar con el corazón y ser egoísta. No puedo dejar a Frank. Soy consciente del deshonor; y si él, al conocer la verdad, cree oportuno dejarme, yo guardaré silencio, agacharé la cabeza e intentaré vivir el resto de mis días con serenidad y alegría. Pero el juez será él, no usted; yo ni siquiera tengo derecho a hacer lo que usted me pide.

Maggie se detuvo, casi sin aliento por la agitación. El señor Buxton empezó a decir fríamente:

—Pues lo siento de veras. La ley seguirá su curso. Habría preferido ahorrar a mi hijo una situación tan dolorosa, que, como es natural, le obligará a romper su compromiso. No habría llevado a tu hermano a los tribunales, a pesar de lo vergonzosamente ingrato que ha sido conmigo. ¡Muy bien! Espero que ahora no te sorprenda que siga el consejo de mi administrador y denuncie a tu hermano como si fuera un extraño.

Se dio media vuelta para marcharse. Ante su frialdad y determinación, Maggie se sintió acobardada. Pero luego alargó la mano y se la puso en el brazo.

—Señor Buxton —exclamó—, no cumplirá usted sus amenazas. Le conozco bien. ¡Piénselo un poco! Mi padre era su amigo de toda la vida. Quizá esto que digo carezca de importancia después de lo que ha hecho Edward. Pero no creo que pueda olvidarlo por mucho tiempo. Si cumple su amenaza, llegará un día… cuando envejezca y su vida se apague poco a poco… un día de reflexión y serenidad en que recordará su lejana juventud, y los amigos de entonces. Y vendrá a su memoria aquel clérigo cuyo único hijo obró mal… cometió un pecado… por debilidad, y le ofendió gravemente. Y se acordará de ellos, no podrá evitarlo, y de cómo antepuso la justicia a la clemencia, y de que, como la justicia exigía que lo trataran como a un delincuente, lo arrojó entre los delincuentes, allí donde la luz trémula de la bondad se apaga para siempre. Edward, después de todo, es más débil que malvado; pero se convertirá en un hombre despreciable si lo manda a prisión y al destierro. Dios es misericordioso hasta un punto que nos resulta imposible imaginar. Oh, señor Buxton, estoy tan segura de que usted también será misericordioso y dará a mi hermano, a mi pobre hermano pecador, una oportunidad… que voy a contarle todo. Me pondré a merced de su piedad. Edward está en casa ahora, mísero y desesperado; mi madre está demasiado anonadada para tener conciencia cabal de nuestra desdicha… pues, en medio de nuestra vergüenza, somos unos pobres desdichados.

Mientras hablaba, el viento se levantó e hizo temblar las agujas de los abetos, y se oyó un gemido, como si un Ariel[21] estuviera cautivo en las gruesas ramas que, entrelazadas sobre sus cabezas, les daban abrigo. Aquel murmullo o su imaginación trajeron a la memoria del señor Buxton una voz que era como un eco de la de Maggie: una súplica que se encadenaba a su súplica; un lamento desconsolado, que resultaba inconfundible aunque se fundiera con el de ella; un sonido mortecino, agonizante… mientras la voz de Maggie se apagaba presa de una atroz incertidumbre.

Es posible que la cadencia y las palabras de Maggie, que había recibido el amor y las atenciones de la señora Buxton, se asemejaran a las que habría empleado aquella dama que ahora descansaba en paz. En cualquier caso, por el motivo que fuera, aquella evocación cruzó el pensamiento del señor Buxton; y, mientras escuchaba a Maggie, oía cómo su mujer le imploraba clemencia en un tono nítido y claro, aunque casi imperceptible, como si estuviera a una distancia infinita. Al menos así habría explicado él el hecho de que le hubiera asaltado aquella idea, y de que los deseos de su difunta esposa tuvieran tanta ascendencia sobre su persona. Las palabras de ella, pronunciadas hacía tanto tiempo, y las frases compasivas de perdón con que antaño lo calmaba acudieron vívidas mientras Maggie hablaba; y su influencia resultó perceptible, a partir de entonces, en el cambio de su tono y en su actitud vacilante.

—Pero no salvarás a Frank de verse envuelto en vuestra deshonra —dijo el señor Buxton, con aire de sopesar por primera vez el asunto.

—Si Frank quiere, me alejaré silenciosamente de él para siempre; se lo prometo ante Dios. No pronunciaré una sola palabra de súplica o queja. Intentaré no extrañarme ni sentir sorpresa; bendeciré cuanto haga en el futuro. Pero ¡piense cuán distinta sería la deshonra en la que voluntariamente incurriría de la vergüenza de mi pobre madre cuando comprenda de veras lo que ha hecho su hijo! ¡El letargo en que se encuentra sumida es más doloroso de lo que soy capaz de expresar!

—¿Qué podría hacer Edward? —preguntó el señor Buxton—. El señor Henry no aceptará que yo haga caso omiso de sus fraudes.

—¡Oh, al fin se ablanda usted! —dijo Maggie, cogiendo su mano y apretándola—. ¿Qué podría hacer? Podría hacer lo que tenía usted pensado si yo escribía esa horrible carta.

—Y ¿estarás dispuesta a romper el compromiso si, al enterarse de todo, Frank te lo pide? —inquirió el señor Buxton.

Ella juntó las manos e inclinó la cabeza, pero contestó con firmeza:

—Haré con mucho gusto cualquier cosa que él me pida. Seré sincera con usted. No creo que ningún escándalo en que me vea envuelta, y del que yo no sea responsable, pueda cambiar un ápice el amor que Frank siente por mí.

—Ya veremos —dijo el señor Buxton—. Bueno, lo que yo había pensado para Edward en caso de que… pero ¡olvidemos eso! —exclamó, al ver la impresión que causaba en ella cualquier alusión a la carta que le había pedido que escribiera—, lo que yo había pensado era que se fuera a América, a algún lugar remoto. Así el señor Henry creería que se había escapado, y yo nunca le contaría que estaba en connivencia con él. Supongo que, si se enterara, dejaría su puesto de administrador; y es un hombre muy inteligente. Si Ned se quedara en Inglaterra, el señor Henry lo descubriría. Y, además, este asunto ha alcanzado tal dimensión que no podría volver a su trabajo. ¿Qué piensas, Maggie?

—Se lo contaré a mi madre. Debo preguntárselo a ella. A mí me parece una idea inmejorable. Pero me temo que está muy enfermo, y se sentirá muy solo. En cualquier caso, no se preocupe. Siempre le estaremos agradecidos, señor Buxton. Espero que mi hermano viva lo suficiente para mostrarle algún día lo que su bondad ha supuesto para él.

—Pero no puedes perder el tiempo. Si el señor Henry lo encuentra, no respondo de mí mismo. No tendría una buena razón que esgrimir, como la tendría si pudiera decir que Frank y tú ibais a separaros para siempre. Y aun así me daría miedo; es un hombre sumamente enérgico, pero muy inteligente. ¡Espera! —exclamó, cediendo al repentino e inexplicable deseo de ver a Edward, y averiguar si el hecho de ser un delincuente había cambiado de algún modo su aspecto físico—. Iré contigo. Puedo apresurar las cosas. Si Edward se marcha, tiene que salir rumbo a Liverpool lo antes posible, y sin dejar rastro. El siguiente barco zarpa pasado mañana. Lo he leído en The Times.

Aceleraron el paso. Él iba pensando en voz alta:

—Quisiera saber si algún día me lo agradecerá. Y no es que espere gratitud de nadie… eso es cosa del pasado. Voy a intentar no preocuparme por nadie, sólo por Frank. «Maneja a los demás haciendo gala de tu fuerza», repite el señor Henry. Es un hombre extraordinariamente inteligente, y dice que, cuanto mayor se hace, más se convence de la maldad de los hombres. Ahora siempre busca esa maldad incluso en los que aparentemente son mejores.

Maggie estaba demasiado nerviosa para contestarle, o siquiera prestarle atención. En la cima de la ladera, le pidió que esperara mientras ella bajaba corriendo y les contaba a los suyos el resultado de su conversación. La señora Browne estaba sola, muy pálida y con aire enfermizo. Le dijo que Edward se había escondido en el pajar, en el altillo del viejo establo abandonado de las vacas.

Maggie le resumió su entrevista con el señor Buxton, y su deseo de que Edward se marchara a América.

—¿A América? —exclamó la señora Browne—. Pero eso está tan lejos como Botany Bay[22].

Es igual que deportarlo. Creí que habías conseguido algo, parecías muy contenta.

—Querida madre, eso es mucho. Se librará de que le encarcelen y le juzguen. Tengo que decírselo, pero antes he de llamar al señor Buxton. Cuando venga, déle las gracias por su clemencia con Edward.

Los murmullos de la señora Browne, significaran lo que significaran, no llegaron a oídos de Maggie. La joven cruzó el patio corriendo, y subió por la cuesta con la ligereza de un cervatillo; pues, aunque nunca había estado tan cansada, el rayo de esperanza que se abría en la oscuridad del cielo hizo que su espíritu prevaleciera sobre su carne mortal.

Ni siquiera llegó hasta donde aguardaba el señor Buxton: se detuvo a cierta distancia, le indicó con un gesto que la siguiera y emprendió apresuradamente el camino de vuelta. Dejó abierta la puerta principal para que él pudiese entrar, y volvió a salir por la cocina a la explanada trasera, en parte patio sin vallar y en parte terreno comunal y pedregoso. Corrió por una pequeña pradera de césped hasta el establo y trepó por la escalera del pajar sombrío. En un lóbrego rincón estaba Edward, con un viejo rastrillo en la mano.

—¡Sabía que eras tú, Maggie! —dijo él, suspirando aliviado—. ¿Qué has hecho? ¿Avenirte a escribir la carta? Has conseguido algo, lo leo en tu mirada.

—¡Sí! Se lo he contado todo al señor Buxton. Está esperándote en la sala. ¡Ya sabía yo que no podía ser tan duro!

La joven estaba sin aliento.

—¡No te comprendo! —dijo él—. ¿Acaso has cometido la estupidez de decirle dónde estoy?

—Así es. Sentí que podía confiar en él. Me ha prometido que no te llevará a los tribunales. Pero dice que debes marcharte a América. Así que baja ahora mismo, Ned, y habla con él. Tienes que darle las gracias; él quiere verte.

—No quiero ningún altercado. No tengo ánimos. Además, ¿estás segura de que no piensa entregarme a la policía? Si tuviera unas libras, en lugar de confiar en él, huiría por los páramos.

—¡Oh, Edward! ¿Cómo puedes creerle capaz de algo tan traicionero y ruin? Por favor, no pierdas el tiempo con tus recelos. El mismo dice que, como el señor Henry te encuentre, no responde de las consecuencias. El paquebote zarpa rumbo a América dentro de dos días. Es muy triste que tengas que irte. Quizá al señor Buxton se le ocurra algo mejor, aunque no sé cómo vamos a pedírselo o a esperar que él nos lo ofrezca.

—No quiero nada —replicó él— más que el dinero suficiente para irme a América. Tengo otros líos por el estilo en Inglaterra, aunque ninguno tan grave, y América es la tierra de las oportunidades.

Sin dejar de hablar, empezó a bajar los peldaños detrás de su hermana. Bajo la luz amarillenta de aquel día lluvioso, a Maggie le impresionó el aspecto cadavérico de su hermano. Profundas arrugas de desconfianza y astucia surcaban su rostro, haciéndole parecer mucho mayor de lo que era. Su vistoso traje de etiqueta, todo sucio por la intemperie, acentuaba su aire desastrado; pero más que nada —lo peor de todo— fue la sensación que tuvo Maggie de que no duraría mucho en este mundo. ¡Y qué poco preparado estaba para el siguiente! Aunque, si le concedían tiempo, si alejaban de él las tentaciones, el hijo de su padre aún podría arrepentirse y salvarse. Maggie le dio la mano cuando lo vio retroceder ante la puerta de la sala, y le hizo entrar. Parecía un ángel de la guarda; su semblante irradiaba esperanza, agradecimiento y confianza. Edward, por el contrario, con una mezcla de furia y de torpeza, agachaba la cabeza avergonzado; y casi deseaba haber confiado en su ingenio e intentado huir de la policía, en lugar de verse obligado a hacer frente a aquella entrevista.

Su madre se acercó a él, pues le quería aún más ahora que se había degradado y no tenía amigos. No podía, o no quería, comprender el alcance de su culpa; y había sido implacable en su censura al señor Buxton por querer enviarlo a América. El silencio que siguió a su entrada resultó insoportable para Edward. Levantó la vista, y sus ojos vidriosos no se atrevieron a mirar al señor Buxton.

—He venido, señor, para saber qué quiere que haga. Maggie dice que tengo que marcharme a América; si es allí donde desea enviarme, estoy listo.

El señor Buxton tenía tantas ganas de estar lejos como Edward. Los reproches de la señora Browne, justo cuando pensaba que había hecho una buena acción y cedido —en contra de su voluntad— a los ruegos de Maggie, le hacían sentirse tratado de forma injusta. Y Edward, para colmo, le hablaba con dureza y resentimiento, en lugar de mostrarse agradecido. Sabía lo mucho que desagradaría aquello al señor Henry, y esa idea no dejaba de rondarle la cabeza.

—Sí —dijo—, me alegra ver que estás dispuesto a marcharte a América. Es el único lugar para ti. Cuanto antes te embarques, mejor.

—No puedo irme sin dinero —respondió Edward, con osadía—. Si hubiera tenido dinero, no habría venido.

—¡Oh, Ned! ¿Te habrías marchado sin despedirte? —exclamó la señora Browne, deshaciéndose en lágrimas—. Señor Buxton, no dejaré que se vaya a América. Mire lo enfermo que está. Morirá si usted lo envía tan lejos.

—Madre, no llore así —le pidió Edward con cariño, cogiéndole la mano—. No estoy enfermo, al menos no tengo nada grave. El señor Buxton tiene razón: América es el único lugar para mí. A decir verdad, aunque el señor Buxton tuviera a bien —dijo esto como si no estuviese dispuesto a pronunciar una sola palabra de agradecimiento— no llevarme a los tribunales, otros podrían hacerlo… y lo harían. Estaré más seguro fuera del país. Si me da dinero para llegar a Liverpool y pagarme el pasaje, me marcharé ahora mismo.

—No lo harás —dijo la señora Browne, agarrándole con fuerza—. Esta mañana me has contado que caíste en la tentación y te apartaste del buen camino porque te faltaba el calor de un hogar, y no tenías a nadie que se preocupara por ti y te hiciese feliz. Será peor en América. Volverás a descarriarte, y estarás lejos de todos los que te quieren. O morirás solo en algún rincón remoto. ¡Maggie! Podrías decir algo para ayudarme… ¿Cómo puedes quedarte tan tranquila y dejar que tu hermano se vaya a América sin decir nada?

Maggie levantó una mirada luminosa y decidida, como si vislumbrara algo más allá de su presente material. Allí estaba la oportunidad de sacrificarse de la que le había hablado la señora Buxton cuando era niña: ese momento que nos llega a todos, pero que pasa inadvertido a quienes no tienen los ojos preparados para verlo.

—¡Madre! ¿Podría arreglárselas algún tiempo sin mí? Si fuera así, y esto la tranquilizara, y sirviera de ayuda a Edward en su… —la frase murió en sus labios, pues sin duda entrañaba un reproche a aquel que, con gran indignidad, parecía no arrepentirse de nada.

—¡Te marcharías con él! —exclamó su madre, aferrándose a la frase inacabada—. ¡Oh, Maggie! Es lo mejor que has dicho o hecho desde el día de tu nacimiento. Edward, ¿no te gustaría que Maggie fuera contigo?

—Sí —contestó él—, no estaría mal… Sería mejor que ir solo; aunque supongo que no tardaría en abrirme camino. Si Maggie me acompañara, podría quedarse hasta que yo estuviera instalado y tuviese algún amigo; luego podría regresar.

El señor Buxton se quedó estupefacto al escuchar la propuesta de Maggie. Le costaba entender la diferencia entre lo que se ofrecía a hacer ahora y lo que él le había animado a hacer esa misma mañana. Sin embargo, después de reflexionar, advirtió que lo que Maggie estaba dispuesta a sacrificar era su propio ser; aunque, estando el corazón de Frank confiado a su amoroso cuidado, ella siempre sería responsable de él ante Dios y ante su amado. Poco a poco fue comprendiendo las cosas; y, cuando las vio con claridad, se quedó maravillado. Sólo para salvar a su hermano, ¡aquella tímida jovencita tenía el valor de atravesar el océano y marcharse a un país extranjero!

—Estoy seguro, Maggie —dijo, volviéndose hacia ella—, de que eres una criatura bondadosa y sensata. Lo que propones tal vez suponga la salvación de Edward. Creo que será así. Dios te bendecirá por tu lealtad a él.

—Los gastos se duplicarán —dijo Edward.

—¡Hijo mío! El dinero da igual. Puedo pedir dinero prestado sobre esta casa.

—Yo te lo adelantaré —zanjó el señor Buxton.

—¿No podríamos ceder al señor Buxton los muebles, los libros de papá y los escasos objetos de plata que tenemos —preguntó Maggie vacilante, pues desconocía esa clase de asuntos— si él nos adelanta ese dinero? Sería como dejárselos en prenda. Por extraño que parezca, es la única persona a la que podemos recurrir en esta situación desesperada.

Y eso fue lo que acordaron después de algunas objeciones por parte del señor Buxton. Pero Maggie no dio su brazo a torcer cuando supo que la idea era factible. La señora Browne se mostró igual de inflexible, aunque sus sentimientos fueran harto diferentes. Culpaba al señor Buxton del destierro de su hijo, y no quería deberle ningún favor. Si hubiera tenido tiempo, habría preferido que le adelantara ese dinero cualquier otra persona. Edward se animó un poco al oír que conseguiría aquella cantidad; le era indiferente cómo. Y, con una increíble falta de sensibilidad, según pensó Maggie, llegó a proponer la redacción de un documento legal para la cesión de aquellos bienes. El señor Buxton sólo quería que se marcharan cuanto antes; y no podía por menos de expresar su aprobación y su admiración por Maggie cada vez que se acercaba a ella. Antes de irse, la llamó aparte.

—Maggie, querida, después de todo, dudo que Frank pueda encontrar a alguien mejor con quien casarse. ¡Ojo! Tendría que meditar más sobre el asunto. Pero si regresas el próximo otoño, tal como hemos planeado, y mi hijo sigue sin romper el compromiso…, y a Edward le van bien las cosas (lo que ocurrirá si nada le aparta del buen camino, pues es un joven muy sagaz, como demostró al redactar aquel artero documento), te prometo pensar en ello. Pero deja que Frank vea antes un poco de mundo. Preferiría que no le dijeras que estoy dispuesto a cambiar de opinión, así le pondríamos realmente a prueba. Yo intentaré ocultárselo a Erminia, porque no tardaría en contárselo a él. Os veré mañana antes de coger la diligencia. Dios te bendiga, pequeña, y te proteja en el ancho mar.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas al alejarse de la casa: eran lágrimas de admiración y pesar por Maggie.