VIII

Cuando Frank se hubo marchado, empezó un noviembre de una dureza extrema, algo nada extraordinario en aquellos contornos. Llovía sin cesar, y la niebla impedía que los rayos de sol iluminaran las gotas de agua e hicieran brillar los tallos húmedos y las ramas de los árboles. Los colores parecían más oscuros y apagados, y una gloria otoñal de hojas secas caía empapada al suelo. Las últimas flores se pudrían antes de abrirse por completo, y era como si un cielo uniforme y plomizo se hubiera acercado y acercado hasta envolver la casita del páramo como un sudario. En el interior, las cosas no eran más alegres. Maggie veía a su madre muy abatida, y no podía sino achacarlo a los gastos excesivos de Edward. A menudo se preguntaba hasta dónde podría hablar de eso, y en un par de ocasiones estuvo a punto de sacar el tema; pero su madre torció el gesto, y a Maggie le pareció demasiado pronto para obligarla a afrontar ese dolor. Habría resultado un alivio para Maggie saber la verdad… lo peor de ella, al menos hasta donde la supiera su madre; pero no estaba acostumbrada a pensar en sí misma. Lo que intentaba, con sus constantes y tiernos cuidados, era consolar y animar a la señora Browne; y Nancy y ella se esforzaban cuanto podían por reducir los gastos de la casa, pues apenas tenían dinero para costearlos. Maggie escribía regularmente a Edward; pero, desde aquella nota en que su hermano le preguntó por el administrador del señor Buxton, no había vuelto a tener noticias suyas. No sabía si su madre recibía cartas de él, pero al menos no parecía ansiosa por recibirlas, aunque su aspecto físico y su forma de comportarse traicionaran su pesadumbre. Maggie casi agradeció tener otras cosas en que pensar cuando Nancy se puso enferma. El tiempo húmedo y sombrío le provocó un ataque de reuma que la obligó a guardar cama. Anteriormente, cuando se daba esa contingencia, contrataban a la mujer de algún lugareño para que hiciera las tareas de la casa; pero ahora sabían de un modo tácito que no podían permitírselo. Incluso cuando Nancy empeoró y necesitó que la cuidaran por la noche, Maggie continuó como si nada con sus quehaceres diarios. Era lo bastante sensata para descansar siempre que podía; y, con un poco de prudencia, esperaba superar aquella temporada agotadora. Una mañana (era el dos de diciembre, y la llegada de un nuevo mes, aunque no propiciara el menor cambio en las circunstancias ni en el tiempo, supuso cierto alivio; diciembre traía buenas nuevas en sí mismo), una mañana gris y oscura, después de mirar el reloj al salir del cuarto de Nancy y de comprobar que aún no eran las cinco y media, y, sabiendo que tanto su madre como Nancy estaban dormidas, Maggie decidió tumbarse y descansar una hora antes de encender las chimeneas. No quería cerrar los ojos, pero estaba exhausta y se quedó profundamente dormida. Cuando se despertó, lo hizo con un sobresalto. Seguía estando oscuro, pero tenía la certeza de que un sonido fuerte y nítido la había despertado. Volvió a oírlo… contra la ventana, como una ráfaga de tiros. Se acercó a la celosía y la abrió para mirar el exterior. Tuvo la extraña certeza, imposible de describir, de que algún humano andaba cerca, aunque no viera ni oyera nada en un primer instante. Luego oyó unos susurros roncos justo debajo de la ventana, sobre los parterres de flores. Era Edward.

—¡Maggie! ¡Maggie! Baja a abrirme. Por el amor de Dios, no hagas ruido. Nadie debe saber que estoy aquí.

Maggie creyó desfallecer. Algo iba mal, era evidente; y se sentía débil y agotada. Sin embargo, bajó la vieja escalera intentando que no crujiese, descorrió el pesado cerrojo y dejó entrar a su hermano. Advirtió que su ropa estaba completamente mojada, y le guió con pasos sigilosos hasta la cocina, donde cerró la puerta y atizó el fuego antes de decir nada. Él se desplomó en una silla como si estuviera extenuado. Ella le miró, a la espera de alguna explicación. Pero, cuando vio que su hermano no podía hablar, se apresuró a prepararle una taza de té; y, agachándose, le quitó las botas húmedas, le ayudó a despojarse del abrigo y le envolvió en su propia manta escocesa. Durante ese tiempo, fue sintiéndose más y más acongojada. Edward le dejaba hacer como si fuera un autómata; con la cabeza baja, los brazos caídos a ambos lados y la mirada desafiante clavada en el fuego. Cuando Maggie le trajo el té, Edward habló por primera vez, pero su voz era tan ronca que, para que ella pudiera oírle, tuvo que repetir lo que decía.

—¿No hay brandy?

Maggie tenía la llave de la pequeña bodega y fue a buscarlo. Pero, cuando cogió una cucharilla para medir el brandy, Edward alargó una mano trémula, agarró la botella, se sirvió una cantidad en la taza vacía y la apuró de un trago. Volvió a recostarse en la silla, pero poco después salió de su ensimismamiento, y pareció más fuerte.

—Edward, querido Edward, ¿qué sucede? —exclamó Maggie, finalmente; pues su hermano se había puesto en pie y se dirigía tambaleante hacia la puerta, como si se dispusiera a volver a la lluvia y a la claridad del alba.

Cuando ella le puso la mano en el hombro, él la miró con furia.

—¡Maldita sea! ¡Ni se te ocurra tocarme! ¡No me quedaré aquí para que me cojan y me cuelguen!

Por unos instantes, Maggie pensó que estaba loco.

—¿Qué te cojan y te cuelguen? —repitió ella—. ¡Mi pobre Edward! ¿Qué quieres decir?

Él se desplomó en una silla, muy cerca, y ocultó el rostro entre las manos. Cuando habló, su voz era débil y suplicante.

—¡La policía me persigue, Maggie! ¿Qué voy a hacer? ¡Oh! ¿Podrías esconderme? ¿Podrías salvarme?

Parecía una criatura salvaje a la que están a punto de dar caza. Maggie estaba horrorizada. Su hermano prosiguió:

—¡Nuestra madre! ¡Nancy! ¿Dónde están? Estaba bajo la lluvia, empapado y hambriento, y he venido a refugiarme a casa. No dejes que me detengan, Maggie, hasta que me sienta más fuerte y pueda presentar batalla.

—¡Oh, Edward, Edward! ¿Qué estás diciendo? —exclamó Maggie, sentándose en la cómoda, desesperada y perpleja—. ¿Qué has hecho?

—No lo sé muy bien. Estoy viviendo una pesadilla. Piensas que estoy loco; ojalá fuera así. Pero ¿no está a punto de despertarse Nancy? Tienes que esconderme.

—La pobre Nancy está en cama —dijo Maggie.

—¡Gracias a Dios! —exclamó él—. Un peligro menos. Pero nuestra madre se levantará enseguida, ¿no?

—Todavía no —replicó Maggie—. Edward, querido, intenta contarme lo que has hecho. ¿Por qué te persigue la policía?

—Dicen que he falsificado… —contestó con una risa forzada.

—¿Y es cierto? —preguntó Maggie en voz baja, tratando de disimular su angustia.

En lugar de responder, Edward siguió con la mirada en el suelo, sin pestañear. Finalmente dijo, como si hablara consigo mismo:

—Si es así, otros muchos lo han hecho antes que yo sin que nadie los descubriera. Sólo tomaba prestado un poco de dinero. Pensaba devolverlo. Si se lo hubiera pedido al señor Buxton, me lo habría dejado.

—¡El señor Buxton! —exclamó Maggie.

—Sí —respondió él, levantando la vista bruscamente y mirándola con dureza—. Tu futuro suegro. El viejo amigo de mi padre. ¡Es él quien quiere que me cuelguen! No tienes por qué palidecer y horrorizarte de ese modo, Maggie. El mundo es así, y, si no hubiera estado tan ciego, habría sabido verlo.

—¡El señor Buxton! —repitió ella con un hilo de voz.

—¡Oh, Maggie! —dijo Edward, arrojándose a sus pies—. ¡Sálvame! Tú puedes hacerlo. Escribe a Frank para que convenza a su padre de que me perdone. He venido a verte, mi dulce y compasiva hermana, porque sabía que podrías salvarme. ¡Dios mío! ¿Qué es ese ruido? ¡Se oyen pasos en el patio!

Y, antes de que ella pudiera responderle, se metió precipitadamente en el gran armario de la porcelana, que se abría desde la sala, y se acurrucó en la oscuridad. Pero sólo se trataba del hombre que traía la leche de una granja vecina. Y, cuando Maggie abrió la puerta de la cocina, vio cómo el aire se llenaba de la luz pálida y fría de aquel día invernal.

—¡Es raro que a estas horas no haya abierto aún los postigos, señorita Maggie! —exclamó el recién llegado—. Espero que Nancy no le haya dado una mala noche. Como le he dicho a Thomas, que me ha acompañado hasta la entrada, hacía muchos años que no veía los postigos cerrados a las ocho y media de la mañana.

En cuando el hombre se marchó, Maggie fue a abrir las ventanas de la planta baja para que nadie pudiera ver nada extraño en la casa. Se sorprendió de su aparente serenidad, pues tenía el corazón encogido. Su madre no tardaría en levantarse, ¿debía contarle la verdad? Edward le decía algo de vez en cuando desde su escondite. No se atrevía a volver a la cocina, pues los vecinos, aunque poco numerosos, solían pasar por la mañana, camino de Combehurst, para preguntar si podían hacer algún recado para la señora Browne o Nancy. Habría transcurrido media hora desde la primera señal de alarma cuando, mientras intentaba encender la chimenea de la sala para que el médico lo encontrara todo como siempre, Maggie oyó el clic de la verja del jardín y los pasos de un hombre acercándose por el sendero. Antes de abrir la puerta, corrió escaleras arriba para lavarse la cara y borrar todo rastro de sus abundantes lágrimas. En el exterior, contra la luz tenue de un día de lluvia, estaba el señor Buxton. Éste pasó a su lado apartándola bruscamente y, casi sin decir palabra, entró en la sala. Se desplomó en una silla, como si no supiera lo que hacía. Maggie intentó disimular su trémula angustia. Hacía mucho tiempo que no lo veía. El viejo sentimiento de que su natural era amable y cordial se había visto lamentablemente alterado por lo que le había contado Frank sobre las medidas draconianas tomadas por su padre contra su indigno arrendatario. En aquellos momentos además, después de saber que había instado a la policía a perseguir a su hermano, el señor Buxton le inspiraba verdadero miedo. ¡Y Edward allí al lado, al alcance del oído! ¡Y si se caía alguna porcelana! El señor Buxton no sospecharía nada, pero ella se quedaría sin habla. ¡Y si aparecía su madre! A pesar de todos aquellos pensamientos, sin embargo, Maggie aguardó con aparente tranquilidad a que el señor Buxton dijera algo.

—¿Habéis tenido noticias de tu hermano últimamente? —preguntó el señor Buxton, alzando la vista para dirigirle una mirada colérica y trastornada—. Aunque juraría que lleva mucho tiempo sin escribiros. Sería incapaz, se siente demasiado culpable. No volveré a creer en la gratitud. Quizá ese sentimiento existiera en el pasado, pero, actualmente, cuanto más ayudas a una persona, más probabilidades tienes de que se vuelva en tu contra y te engañe. Y ahora no te pongas blanca como la cera. Sé que eres una buena chica. No he pegado ojo en toda la noche y tengo que decirte muchas cosas. ¡Menudo sinvergüenza está hecho tu hermano!

Maggie no era capaz de preguntarle (como habría sido lógico si lo hubiera ignorado) qué había hecho Edward. Lo sabía muy bien. Pero el señor Buxton estaba demasiado sumido en sus pensamientos y sentimientos para darse cuenta.

—¿Sabes que ha sido idéntico a los demás? ¿Sabes que me ha engañado… que ha falsificado mi firma? Y otras cosas que aún desconozco. Tiene suerte de que hayan cambiado las leyes y no puedan ahorcarlo por ello (a Maggie se le quitó un terrible peso de encima), pero el señor Henry va a hacer que lo deporten. Es peor que Crayston. Crayston se limitó a arar la tierra, no pagar el rento y vender la madera, convencido de que nunca me daría cuenta. Pero tu hermano ha falsificado mi firma. Cobró todo el dinero de la venta de unos terrenos, y me dio únicamente la mitad, diciendo que el resto lo abonarían más tarde. ¡Y el muy granuja y desagradecido ha llegado a falsificar un recibo! Estuve a punto de desmayarme ayer por la noche cuando el señor Henry me lo contó. «No vuelva a hablarme de la virtud y esas patrañas —le dije—. No volveré a creer en ellas. Todo el mundo va a lo suyo». El señor Henry escribió al superintendente de policía de Woodchester, y esta mañana se ha personado allí él mismo. ¿Cómo ha podido tener tu padre un hijo así?

—¡Mi pobre padre! —dijo Maggie entre sollozos—. ¡Es una suerte que muriera antes de que cayera sobre nosotros esta deshonra!

—Tienes razón al hablar de deshonra. Eres una buena chica, Maggie. Siempre lo he dicho. No me cabe en la cabeza que Edward haya salido así. Pero ahora escúchame, Maggie, tengo algo que decirte.

El señor Buxton se movía presa del desasosiego, como si no supiera por dónde empezar. Maggie, con la cabeza apoyada en la repisa de la chimenea, estaba deseando que su visitante se marchara; temía lo que estaba a punto de ocurrir y anhelaba desaparecer en algún oscuro rincón donde pudiera olvidarse de todo por algún tiempo, hasta recuperar un poco la fortaleza física de la que tanto había abusado últimamente. El señor Buxton vio su palidez y su angustia, pero sólo supo interpretarlas en parte. Estaba demasiado absorto en lo que iba a decir.

—He pasado toda la noche en vela, meditando. A pesar de tu inocencia, comprendes la deshonra que supone para ti, y estoy seguro de que no quieres ver a Frank mezclado en este asunto.

Maggie se acercó al pequeño sofá y, arrodillándose junto a él, ocultó el rostro entre los cojines. El señor Buxton no prosiguió, convencido de que ella no le escuchaba. Finalmente, dijo:

—Vamos, Maggie, sé sensata y afronta las consecuencias. Quiero proponerte un plan.

—Le escucho —respondió ella, con voz débil y casi inaudible.

—No ignoras que siempre he estado en contra de vuestro compromiso. Frank sólo tiene veintitrés años y, como suelo decirle, aún no sabe lo que quiere. Además, podría aspirar a casarse con quien quisiera.

—Pero él quiere casarse conmigo —susurró Maggie.

—Por supuesto, por supuesto. Pero ¿no pretenderás que cumpla su promesa después de lo ocurrido? ¿Acaso quieres que la gente señale con el dedo a un muchacho tan maravilloso como Frank por tener un cuñado que falsifica firmas para conseguir dinero? Su noviazgo contigo estaba muy alejado de lo que yo deseaba para él, pero ahora, con todo esto… Prefieres que tu padre esté muerto para ahorrarle este escándalo; y con razón, pienso yo. Y no permitirás que Frank caiga en desgracia. Según ha oído el señor Henry, tu hermano ha sido, en muchos sentidos, un descrédito para la familia. El señor Henry estuvo en Woodchester ayer y dice que Edward ha hecho semejantes cosas que, si fuera ya abogado, tacharían su nombre del registro oficial para impedirle ejercer la profesión. La relación de Frank con un hombre así no podría más que empañar su buen nombre. El señor Henry dice que lo que se ha descubierto de Edward bastaría para romper el compromiso matrimonial con su hermana incluso ante un tribunal de justicia.

Maggie levantó su pálido semblante; tenía las pupilas dilatadas y los labios completamente blancos. Clavó en el señor Buxton una mirada llena de indignación e impaciencia.

—¡El señor Henry! ¡El señor Henry! ¿Qué tiene que ver el señor Henry conmigo?

El señor Buxton se quedó anonadado ante aquella expresión furiosa y desafiante que veía por primera vez en su rostro dulce y apacible. Pero estaba decidido a continuar por el bien de su hijo, y volvió a la carga tras unos instantes de silencio.

—El señor Henry es un buen amigo que se preocupa por mis intereses. Sabe lo que he sufrido con vuestro compromiso; aunque, a la vista de la actual situación, las razones de mi rechazo inicial parezcan nimias. Y ahora sé razonable, querida. Estoy dispuesto a ayudarte si tú me ayudas a mí. Debes entender que este asunto tan doloroso pone fin a cualquier relación entre tú y Frank. Y debes entender mis razones para castigar a Edward por ser tan ingrato conmigo, además de falsificar mi firma. Así que no sé lo que opinará el señor Henry, pero he pensado que si tú escribes una carta a Frank para decirle claramente que, por motivos que serán siempre secretos…

—¿Secretos para Frank? —dijo Maggie, levantando otra vez la cabeza—. ¿Por qué?

—¿Que por qué, querida? Me sorprende tu pregunta… Vamos, déjame acabar la frase. Si tú le dices que, por motivos que serán siempre secretos, has decidido romper definitivamente vuestra relación, tu compromiso con él (algo que, de hecho, la conducta de Edward se ha encargado de hacer), yo iré a Woodchester y les diré al señor Henry y a la policía que no sigan buscando a Edward porque no quiero declarar en su contra. Puedes salvar a tu hermano. Escribir esa carta no te hará ningún daño, sabes de sobra que vuestro noviazgo está roto. Lo último que querrías sería mancillar la reputación de Frank.

El señor Buxton calló, y esperó con impaciencia su respuesta. Ella siguió en silencio.

—Estoy seguro de que, si declaro en su contra, lo deportarán —añadió él, al cabo de unos instantes.

En ese mismo momento llegó débilmente a sus oídos el ruido de un objeto de porcelana en el interior del armario. El señor Buxton no le prestó atención, pero Maggie lo oyó perfectamente. Se puso en pie, y mantuvo la calma frente al visitante.

—Debe marcharse —dijo—. Le conozco, señor Buxton, y sé que no es consciente de su crueldad al pedirme que renuncie a mi mayor deseo en la vida…

La angustia pareció dejar a Maggie sin habla.

—No he dicho más que la verdad, Maggie —respondió él, algo avergonzado.

—Por eso ha sido tan cruel. Aunque no pretendía serlo, lo sé. Pero es duro tener que enfrentarse al mismo tiempo a la depravación y al deshonor de alguien que un día fue un niño inocente sentado en las rodillas del mismo padre.

—Quizá me haya expresado con demasiada dureza —dijo el señor Buxton—. Pero, por el bien de mi hijo, tenías que conocer la verdad lisa y llana. ¿Escribirás la carta que te pido?

Maggie parecía distraída e indecisa. Tenía la atención fija en unos ruidos que para él no significaban nada; y sus ideas eran confusas y vacilantes.

—No sé qué contestar. Déme algún tiempo para pensarlo; seguro que me hace ese favor. Y ahora márchese y déjeme sola. Si es lo correcto, Dios me dará fuerzas para hacerlo, y tal vez me consuele en mi desesperanza. Pero no sé… no puedo asegurarlo. Necesito tiempo para pensar. Váyase ahora, señor Buxton, se lo ruego —suplicó la joven.

—Sin duda comprenderá que estoy pidiéndole algo justo —insistió él.

—Váyase ahora —repitió Maggie.

—Muy bien. Volveré dentro de dos horas; lo hago por usted, el tiempo apremia. Pueden detenerlo en cualquier momento. Volveré a las once.

Cuando el señor Buxton se fue, Maggie se sintió indispuesta a causa de sus denodados esfuerzos por mantener la calma suficiente para pensar. Había olvidado por unos instantes lo cerca que estaba Edward, y se sobresaltó al ver que se abría la puerta del armario y su hermano sacaba la cabeza.

—¿Se ha ido ya? Creí que no iba a marcharse nunca. ¡Te has eternizado con él, Maggie! Temía que empezaras a escribir la carta aquí mismo; estaba seguro de que no dejaría de interrumpirte y aconsejarte, y de que la redacción no acabaría nunca. ¡Y tenía la espalda destrozada! Pero te has librado de él con mucha habilidad. ¡Maggie! ¡Maggie…! ¿No se te ocurrirá desmayarte ahora?

Maggie se recuperó un poco al ver cómo los susurros de su hermano se habían transformado en un grito de sorpresa; pero apenas se tenía en pie. Intentó sonreír, pues Edward parecía realmente asustado.

—He pasado muchas noches en vela… ¡y ahora esto!

Su sonrisa acabó convirtiéndose en un débil sollozo.

—Bueno, bueno, ya ha pasado todo —dijo Edward—. Reconozco que esta mañana estaba muerto de miedo, y que has sido valiente y generosa. Pero sabía desde el principio que podrías salvarme.

En aquel momento se abrió la puerta y entró la señora Browne.

—¡Edward, hijo mío! ¡Quién iba a pensar que estarías aquí! Es un detalle por tu parte. ¡Qué sorpresa tan agradable! Muchas veces me digo que podrías venir desde Woodchester a pasar el día con nosotras. ¿Qué ocurre, Maggie? ¿Por qué ese aire de agotamiento? Tu hermana está perdiendo toda su belleza, ¿no crees, Edward? ¿Y el desayuno? Creí que lo encontraría todo preparado. ¿Qué pasa? ¿Por qué no decís nada? —preguntó, preocupada por el silencio de sus hijos.

Maggie dejó que Edward se lo explicara.

—Madre —dijo él—. He hecho algo que no está bien, y estoy metido en un lío; pero Maggie me ayudará a salir de él como una buena hermana.

—¿Qué has hecho, Edward? —inquirió la señora Browne, sorprendida y contrariada.

—¡Oh! Me tomé una pequeña libertad con la firma de nuestro amigo el señor Buxton, y la estampé en un recibo… ¡Eso es todo!

El rostro de la señora Browne fue reflejando cómo se hacía la luz lentamente en su cerebro.

—Pero eso es falsificar, ¿no? —preguntó al fin, horrorizada.

—La gente lo llama así —dijo Edward—. Yo lo llamo tomar dinero prestado de un viejo amigo que estaba siempre dispuesto a dejárnoslo.

—¿Lo sabe él? ¿Está enojado? —quiso saber la señora Browne.

—Sí, lo sabe; y quiere intimidarme con sus bravatas. Al principio estaba realmente furioso. Pero Maggie… Le aseguro, madre, que he pasado un miedo horrible.

—¿Ha estado aquí? —preguntó la señora Browne, con espanto.

—¡Oh, sí! Maggie y él han tenido una larga conversación mientras yo estaba escondido en el armario de la porcelana. No volvería a pasar esa media hora ni por todo el oro del mundo. Sin embargo, Maggie y él han llegado a un acuerdo.

—No, Edward; eso no es cierto —susurró Maggie, con voz temblorosa.

—Bueno, casi… Si Maggie rompe su compromiso, él me perdonará.

—¿Quieres decir que Maggie tendrá que romper su compromiso con el señor Frank Buxton? —preguntó su madre.

—Sí. De todos modos, jamás se habrían casado. El viejo Buxton se habría opuesto a su boda hasta el día del juicio final. Y tarde o temprano, Frank habría cedido. Si Maggie tuviera un poco de carácter, ya habría conseguido convertirse en su mujer; y entonces yo me hubiera librado de todo este horror, pues la policía jamás habría perseguido al hermano de la señora de Frank Buxton.

—Pero, mi querido Edward, la policía no te persigue, ¿verdad? —dijo la señora Browne, consciente por primera vez de la gravedad del caso.

—Creo que sí —contestó él—. Pero después de lo que el señor Buxton ha prometido esta mañana, eso ya no importa demasiado.

—No ha prometido nada —exclamó Maggie.

Edward se volvió bruscamente hacia ella y la miró. Luego la cogió por las muñecas sin la menor delicadeza, y le dijo con los dientes apretados:

—¿Qué pretendes decir, Maggie? ¿Qué pretendes decir? —repitió, zarandeándola un poco—. ¿Seguirás aferrándote a tu novio contra viento y marea, y dejarás que deporten a tu hermano? Vamos, di algo… ¿acaso no puedes?

Ella levantó la vista e intentó responderle, pero las palabras no le salían de la garganta seca. Finalmente, hizo un esfuerzo casi sobrehumano.

—Tienes que darme algún tiempo para pensar. Haré lo más justo, con la ayuda de Dios.

—Como si lo «justo», y esa clase de pamplinas, no fuera salvar a tu hermano —dijo él, soltando con violencia las manos de su hermana.

—Necesito estar sola —contestó Maggie, levantándose y tratando de mantenerse en pie en aquella estancia tambaleante.

Oyó hablar a Edward y a su madre, pero sus palabras carecían de sentido para ella y abandonó la sala. Cuando se disponía a salir por la puerta de la cocina, se acordó de Nancy, sola y desvalida toda aquella larga mañana; y, sobreponiéndose a su deseo apremiante de buscar la soledad, cumplió pacientemente con sus pequeños deberes y preparó el desayuno de la anciana fámula[20a].

Cuando se lo llevó al piso de arriba, Nancy dijo:

—Algo malo sucede. Puedo leerlo en tu dulce rostro, tesoro. No te molestes en contármelo… pero no llores así. Rezaré por ti, mi niña, y verás cómo Dios te ayuda.

—Gracias, Nancy, ¡necesito que lo hagas! —dijo Maggie, y salió del dormitorio.