VII

Al día siguiente apareció el señor Henry. Era un individuo silencioso y delgado como un junco, con una inteligencia y un refinamiento notables y una afición por la música que cautivó a Erminia, a quien había horrorizado bastante su visita. Pero, cuando entró en el sanctasanctórum del señor Buxton, su «despacho», como llamaba al cuarto donde recibía a sus arrendatarios y a los hombres de negocios, el señor Henry dejó a un lado esta faceta de su carácter. Frank pensó que los modos del señor Henry no eran todo lo corteses que cabría desear cuando fue incapaz de disimular su asombro y su desprecio por el desorden que reinaba en la biblioteca y en los libros de contabilidad. El propio señor Buxton se sintió como un colegial recitando una lección que no se sabía, una sensación que no había vuelto a experimentar desde los trece años.

—Lo único que me sorprende, querido señor, es que todavía le queden a usted propiedades; que no le hayan estafado ya hasta el último penique.

—Respondo de ello —exclamó el señor Buxton—. Ya verá cómo nadie me ha engañado. No se atreverían, señor; saben que impondría un castigo ejemplar al primer granuja que descubriera.

El señor Henry arqueó las cejas, pero no dijo nada.

—Además, señor Henry, la mayoría de esos hombres llevan viviendo generaciones en tierras de los Buxton. Estoy seguro de que no me engañan, pondría la mano en el fuego.

El señor Henry comentó fríamente:

—La mejor prueba de la honradez de esos arrendatarios sería que un contable revisara minuciosamente los libros. Si usted me lo permite, escribiré a un tipo muy inteligente que conozco para que venga a intentar poner orden en este montón de papeles.

—Como a usted le parezca… haga lo que crea conveniente —repuso el señor Buxton, dispuesto a cualquier cosa para librarse cuanto antes de la frialdad y el desdén con que el administrador trataba el asunto.

Llegó el contable, y pasó varios días encerrado en el despacho con el señor Henry. El señor Buxton respondía desconcertado a sus preguntas. El abogado le interrogaba como si fuera un testigo renuente obligado a declarar. A menudo deseaba ardientemente haber continuado con sus viejos métodos hasta el final de sus días, en lugar de ponerse en manos de un administrador; pero le consolaba pensar que al menos se convencerían de que nunca había dejado que le engañaran o abusaran de él, aunque no pudiera presumir de precisión.

Cuál no sería su consternación cuando una mañana el señor Henry requirió su presencia, y en voz alta, fría y clara le leyó un informe admirablemente redactado donde se comunicaba al terrateniente los desfalcos o, mejor dicho, los abusos de aquéllos en quienes había confiado. Si hubiera estado solo, el señor Buxton se habría echado a llorar al ver cómo habían traicionado su confianza. Pero, dado que no era así, prefirió montar en cólera.

—Los llevaré a los tribunales. Nadie quedará impune. Tendrán que devolverme hasta el último penique. Y les reclamaré también daños y perjuicios. ¿Ha dicho usted Crayston, señor? ¿Era ése uno de los nombres? ¡Diablos! Se trata del mismo Crayston que fue muchos años administrador de mi padre. ¡El muy sinvergüenza! Y lo instalé en mi mejor granja cuando se casó. Y ha estado estafándome… ¿no es eso?

El señor Henry revisó las partidas de su cuenta:

—421 libras, 13 chelines, 4,75 peniques. Me temo que no podremos recuperar la parte de…

El señor Buxton le interrumpió cortante:

—Pues yo lo haré. Me devolverá hasta el último penique. Llevaré a los tribunales a esa víbora. Me da igual el dinero, pero aborrezco la ingratitud.

—Si lo desea, puedo asesorarme sobre el caso —dijo el señor Henry con frialdad.

—Consulte con quien quiera. ¡Pensar que Crayston fue la primera persona que me subió a un caballo! ¡Y ahora se dedica a estafarme!

Pocos días después de esta conversación, Frank apareció como de costumbre en casa de Maggie.

—¿Puedes venir hasta el espino, cariño? —le preguntó—. Hace un día precioso, y necesito el solaz de hablar una hora tranquilamente contigo.

Y los dos subieron por la pendiente y se sentaron un rato en silencio, contemplando la quietud del aire azul sobre la cima de las colinas, donde el alboroto del mundo jamás llegaba a turbar la paz reinante, y los gritos apasionados de los hombres jamás rompían el silencio de sus cumbres.

—Me alegro de que te guste mi espino —dijo Maggie.

—La vista es muy hermosa. Pensar en la soledad que debe de reinar en las hondonadas de esas colinas me complace hoy especialmente. ¡Oh, Maggie! Es uno de esos momentos en los que los hombres y el mundo me sumen en el abatimiento. En casa hemos pasado un día tan lleno de dolor, revelaciones, remordimientos y arrebatos. Ha venido Crayston, el viejo arrendatario de mi padre. Parece ser, y me temo que no hay ninguna duda, que nos ha robado mucho dinero. Mi padre ha sido demasiado descuidado, y algunos de sus arrendatarios no han podido resistir la tentación de estafarle; y Crayston, un anciano con una familia muy numerosa y despilfarradora, es uno de los culpables. Le ha llegado la noticia de que mi padre piensa denunciarlo, y ha venido a confesarlo todo, y a pedir no sólo perdón, sino también un poco de tiempo para devolver lo que pueda. Supongo que hace un mes mi padre le habría escuchado; pero ahora las palabras del señor Henry le incitan a vengarse, y se ha dejado llevar por la cólera. Ha sido una mañana verdaderamente angustiosa. Es como si hubiera aflorado lo peor de cada cual. Además Crayston, a pesar de su arrepentimiento y de su aparente franqueza, ha tenido que ser duramente interrogado por el señor Henry para confesar toda la verdad. ¡Santo Dios! El dinero, ¿cómo puede corromper de ese modo a los hombres? El dinero y lo que se puede conseguir con él han sido los causantes de esta degradación. Y al señor Henry, para defender el dinero de su cliente y salvaguardarlo, le da igual (ni siquiera es consciente de ello) azuzar el envilecimiento de un carácter. Ha estado animando a mi padre a tomar medidas que sólo pueden considerarse vengativas. Crayston tiene que servir de ejemplo, dicen los dos. ¡Como si mi padre no tuviera la mitad de la culpa! ¡Como si hubiera cumplido a la perfección con sus deberes de hombre acaudalado! Despreciaba el dinero, pero debía haber recordado que era tan valioso como la vida para muchos, que suspiraban por él y lo codiciaban, hasta que el oscuro deseo prevaleció sobre los principios, como ha ocurrido con el pobre Crayston. Dicen que en el pasado fue muy leal, y ahora no sabe lo que es la dignidad; y es cierto que ha perdido la noción de lo legítimo. Me asusta la riqueza. Me asusta la responsabilidad que lleva aparejada. En cualquier caso, me gustaría haber nacido pobre y abrirme camino en la vida hasta alcanzar una posición desahogada. Así podría comprender y recordar las tentaciones de la pobreza. Tengo miedo de que mi propio corazón se endurezca como el de mi padre. No puedes imaginarte lo implacable que se ha mostrado hoy, Maggie. ¡Ha sido algo nuevo incluso para mí!

—Se le pasará enseguida —dijo ella—. Tiene que estar muy disgustado con ese hombre.

—Si yo creyera que algún día podía llegar a ser tan indiferente y tan cruel a las serviles súplicas de un delincuente como lo ha sido mi padre esta mañana, me marcharía a Australia ahora mismo. Creo que es lo que tendríamos que hacer nosotros. Se me parte el alma cuando pienso en la corrupción y la maldad de una sociedad tan caduca como la inglesa. ¿Qué me dices, Maggie? ¿Irías conmigo?

Ella se quedó en silencio, pensativa.

—No dudaría en acompañarte si fuese lo que había que hacer —respondió finalmente—. Pero ¿estaría bien? Pienso que sería un acto de cobardía. Comprendo lo que dices, pero ¿no crees que seríamos más valientes quedándonos y soportando problemas y sinsabores? Ya sabes el bien que pueden hacer quienes ven con claridad el mal. Y estoy hablando como si tú y yo fuéramos libres y no tuviéramos obligaciones familiares.

—Pero ¿qué podemos hacer nosotros? Si no somos más que un grano de arena en el desierto, ¿cómo vamos a cambiar todo un país?

—Si no soy capaz —contestó Maggie, riendo— de cambiar las costumbres anticuadas de Nancy, ¿cómo voy a pretender cambiar una nación?

—Entonces, ¿qué querías decir con eso del bien que pueden hacer aquellos que ven con claridad el mal? El mal que yo veo es el de un país cuyo dios es el dinero.

—Porque acabas de presenciar una escena muy dolorosa. Si mañana escucharas o leyeras una acción heroica que conmoviese a la nación, te sentirías exultante y orgulloso de ella.

—Pero seguiría lamentando profundamente los males de su compleja sociedad. Y, además, ¿dónde está el bien que yo podría hacer?

—No es algo que pueda explicarse en un minuto. Pero ¿no podrías enfrentarte valerosamente a esos males, y averiguar su naturaleza y sus causas? ¿Acaso no te ha dado Dios capacidad para ponerles remedio? ¡Piénsalo un poco, querido Frank! Quizá sea muy poco lo que puedas hacer… y quizá nunca conozcas su alcance, como tampoco conoció la viuda el alcance universal de su óbolo[18].

Pero, si todos los hombres buenos y considerados huyeran a otro país, ¿qué haríamos con nuestra pobre y querida Vieja Inglaterra?

—¡Oh! Pero tú tendrías que huir con los hombres buenos y considerados; ¡me tomaré eso como un cumplido, Maggie! ¿Me dejarás que desee haber nacido pobre si tengo que quedarme en Inglaterra? Tal vez así no caiga en el error que suelen cometer los ricos al olvidar el sufrimiento de los pobres.

—Me pregunto si, de haber sido pobre, no hubieras caído en un error similar olvidando el sufrimiento de los ricos. Es tan difícil comprender las equivocaciones que cometen los hombres por culpa de su posición. ¿Recuerdas un cuento de Evenings at Home titulado «La transmigración de Indra[19]»?

Bueno, pues cuando era niña soñaba con transmigrar (¿se dice así?), al alma de un norteamericano propietario de esclavos, sólo el tiempo necesario para comprender su doliente confusión y su anhelo de librarse de tan odiosa riqueza, y ver cómo al final su corazón se endurecía hasta acostumbrarse. Y, desde entonces, he querido ser el zar de Rusia por el mismo motivo. Sí, sí, puedes reírte lo que quieras, pero lo único que pasa es que no sé explicarme.

—Me hace gracia pensar lo ambiciosa que podrías parecer a alguien que no te conociera.

—No veo la menor ambición en ello. No pienso en su posición, sólo quiero comprender a fondo «lo que han resistido», como dice Burns, para ser más compasiva con los causantes de tantísimo dolor y sufrimiento.

Lo que han hecho podemos evaluarlo en parte,

mas no sabemos lo que han resistido[20].

Recitó Frank, pensativo.

—Muy bien, Maggie —añadió poco después—, pero no descarto la idea de marcharnos a Australia… o a Canadá si lo prefieres. A cualquier lugar donde la sociedad sea más pura y más nueva.

—El único inconveniente parece ser que, como hijo único, te debes a tu padre. Las cosas son muy diferentes cuando se tiene una familia numerosa.

—Ojalá tuviera diecinueve hermanos y pudiese casarme mañana mismo donde me diera la gana.

—Para semejante paso se necesita el consentimiento de dos personas —dijo Maggie, riendo—. Pero ahora pediré un deseo que podrá satisfacerse sin ayuda de ningún hada madrina. Mira, Frank, ¿no ves en mitad de aquel retazo castaño y púrpura de brezales un destello amarillo de luz? Es un estanque, creo, que en esta época del año refleja un rayo oblicuo del sol. No puede estar muy lejos. Siento el deseo de ir allí todos los otoños. ¿Vamos ahora? Tenemos tiempo antes del té.

El descontento de Frank con las severas medidas que, empujado por el señor Henry, estaba tomando su padre contra aquellos que habían abusado de su incuria como terrateniente se vio acrecentado en lugar de mermado. Discutió el asunto con él, pero no sirvió de nada. Se quejó al señor Henry, y le dijo que, si su padre hubiera sido menos negligente y hubiese ejercido la vigilancia que debía, aquellos arrendatarios no habrían caído en la tentación de estafarle; y que, por ese motivo, debían mostrarse indulgentes con ellos y darles una oportunidad para redimirse, algo que con la publicidad de un juicio se malograría para siempre. Pero el señor Henry se limitó a arquear las cejas y a responder:

—Me gusta ver esas ideas en un joven, señor. Yo también las tenía a su edad. Creo que eran unas ideas muy elevadas sobre la tentación y la fuerza de las circunstancias; y era tan quijote como el que más cuando pensaba que se podía reformar a los bellacos. Pero mi experiencia me ha enseñado que la bellaquería es innata. Sólo una fuerza exterior puede controlarla, e impedir que rebase ciertos límites. Y esa fuerza exterior ha de ser el miedo a la ley. Admiro su bondad; a los veintitrés años no se puede tener la sabiduría y la experiencia de los cuarenta o los cincuenta.

A Frank le indignó verse tratado como un joven sin experiencia. Se oponía con tanta firmeza a todas aquellas medidas, y a muchas de las cosas que ocurrían en su hogar bajo la influencia del señor Henry, que decidió cumplir su vieja promesa de ir a Escocia; y Maggie, muy apenada en el fondo por lo que sufría, le animó a decidirse.