Es cierto que el señor Buxton, al igual que su hijo, llevaba en su interior el germen de un talante imperioso. Pero no había tenido una vida que hubiera propiciado su eclosión. Dinero de sobra; una mujer muy dulce, que, si lo dominaba, jamás hacía gala de ello ni parecía darse cuenta; el respeto de sus vecinos, gentes sencillas y afectuosas, cuyos padres habían vivido al lado de su padre y de su abuelo en idénticas condiciones, recibiendo la ayuda que de buen grado les prestaban y correspondiendo a ésta con buena voluntad y respetuosa deferencia. Ésas eran las circunstancias que le habían rodeado; y, hasta que su hijo dejó de ser un niño, no abrigó ningún deseo que no estuviera en su mano satisfacer de inmediato. Más tarde, cuando Frank estuvo en el colegio y en la universidad, las cosas siguieron sobre ruedas; sus brillantes calificaciones habrían complacido a un padre mucho más exigente. De hecho, fueron éstas las que dieron alas a su ambición. Recibió cartas de tutores y directores, profetizando que, si Frank quería, podría ostentar «los mayores honores en la Iglesia o en el Estado»; y, a pesar de su imprecisión, el espíritu del señor Buxton pareció impregnarse de aquella idea. Por primera vez en su vida, deseó haber tenido una actividad que le hubiera permitido relacionarse con los grandes y los poderosos. Pero su timidez y su gêne[15], al no estar acostumbrado a la vida social, le habían hecho oponerse a que Frank invitara ocasionalmente a tal o cual compañero de colegio o de universidad. Ahora lo lamentaba, pues suponía la pérdida de unas amistades que de ese modo podrían haberse fortalecido; y se le ocurrió que el matrimonio sería el mejor modo de remediar aquel error. Erminia tenía razón al decir que su tío había pensado unos instantes en lady Adela Castlemayne; aunque es difícil saber cómo lo adivinó la pequeña bruja, pues el señor Buxton había desechado rápidamente la idea. Era lo bastante sensato para comprender su fatuidad; después de todo, su hijo aún no había destacado en nada. Pero éstas eran sus aspiraciones: si Frank se casaba con Erminia, la unión de sus tierras (pues ella era la heredera de su padre) le permitiría ser representante del condado; y lo mismo ocurriría si se casaba con la hija de algún personaje ilustre de la región. De ese modo no tardaría en conseguir un escaño parlamentario en el que podría desplegar todo su talento. De estas dos fantasías, su preferida (a causa de su hermana) era la del matrimonio con Erminia.
Y, en medio de aquellas elucubraciones, cayó como una bomba la noticia de su compromiso con Maggie Browne, una joven realmente dulce y adorable, pero sin fortuna ni buenas relaciones… y, que supiera el señor Buxton, sin el menor poder, capacidad o espíritu para ayudar a Frank a ocupar una posición preeminente en el país. Decidió considerarlo un capricho infantil, fácil de suprimir; y se rió desdeñosamente de aquellos planes. Observó los labios apretados y la expresión serena y decidida de su hijo, aunque nunca le hubiera tratado con tanto respeto como en aquellos momentos en que le mostraba su firme oposición. Si le hubiera hablado de un modo más virulento, su enojo habría sido menor; pero, tal como se desarrollaron los hechos, fue la conversación más penosa que jamás habían sostenido padre e hijo.
El señor Buxton intentó tranquilizarse pensando que Frank cambiaría de opinión si veía un poco más de mundo; pero, por alguna razón, no las tenía todas consigo. Lo peor era que no se podía decir nada en contra de Maggie, aunque careciera de los atributos que él deseaba para la mujer de su hijo. Su familia era tan perfectamente respetable (aunque demasiado humilde para las elevadas aspiraciones del señor Buxton) que tampoco se podía objetar nada en ese sentido; el gran delito era su posición económica. Y, aunque ésta fuera la única razón para oponerse a aquel compromiso, lo cierto es que se sentía indignado. Se volvió muy distante con Frank; algo tan contrario a su naturaleza expansiva y cordial que empezó a estar malhumorado con todo el mundo menos con Erminia. Le costaba mucho ser amable con Maggie. Como todas las personas habitualmente efusivas, se pasaba al otro extremo cuando quería mostrarse un poco frío. Por muy furioso que estuviera con los acontecimientos que la joven había desencadenado, ésta era demasiado dulce e inocente para ser tratada con algo más que frialdad; pero la torpeza del señor Buxton era tan grande que pocos hombres de mundo, al encontrarse con su peor enemigo —sabiendo ambos el odio que se inspiran—, son capaces de manifestar tanta tibieza y desapego. Mientras Maggie seguía tranquilamente su camino, queriéndolo más que nunca por su amabilidad de otros tiempos y porque era el padre de Frank, el señor Buxton la rehuía de un modo tan descarado y doloroso que ella acabó por salir apresuradamente de la iglesia o por rezagarse para evitar encontrarse con él en el único lugar donde se verían forzados a hablar; pues había dejado de ir a la querida casa de Combehurst, aunque Erminia fuera a verla más que nunca.
La señora Browne estaba terriblemente desconcertada y molesta. Criticaba al señor Buxton delante de todo el mundo menos de Maggie. A ella le decía:
—Cualquiera en su sano juicio habría adivinado lo que iba a ocurrir, y se lo habría pensado mucho antes de enamorarse de un joven con las expectativas de Frank Buxton.
En medio de tanta consternación, Edward vino de Woodchester a pasar un par de días con ellas. La propia Maggie le había comunicado su noviazgo por escrito, pero le parecía un asunto demasiado sagrado para entrar en detalles con su hermano; y a la señora Browne no le gustaba escribir cartas. Así que éstas fueron las primeras palabras que le dijo a Maggie después de darle un beso:
—Bueno, Sancho Panza, no lo has podido hacer mejor. En cuanto recibí tu carta, le dije a Harry Bish: «Las aguas tranquilas corren más profundas. Mi hermanita Maggie, la criatura más apacible del mundo, se las ha arreglado para pescar al joven Buxton, que tiene una renta de cinco mil libras anuales». No te pongas colorada, Maggie. Seguro que Harry se habría enterado por otro medio… No tiene ningún sentido guardar el secreto; es algo que nos beneficia a todos.
—El señor Buxton está muy enfadado —se quejó la señora Browne—; y no tendría que estarlo porque le sobra el dinero, si eso es lo que quiere. Y el padre de Maggie era clérigo, y he visto con mis propios ojos cómo ponía «terrateniente» en los carros del viejo señor Buxton (el padre del señor Lawrence); y un clérigo está siempre por encima de un pequeño terrateniente. Aunque, si Maggie hubiera pensado en los demás, jamás habría aceptado esa propuesta de matrimonio: tendría que haber sabido que ofendería al, señor Buxton. Ya no nos invita nunca a comer. No he vuelto a sentarme en su mesa desde las pasadas Navidades.
—¡Vaya! —exclamó Edward, disgustado; pero no tardó en animarse—. Pensaba que podría echar una mano para presionar al señor Buxton, pero veo que aún es demasiado pronto. En cualquier caso, iré a visitar al viejo caballero. Siempre he sido un poco su favorito, y seguro que consigo que cambie de opinión.
—Por favor, Edward, no vayas —dijo Maggie—. A Frank y a mí no nos importa esperar; y preferimos que nadie hable con el señor Buxton de un asunto tan doloroso para él. Te lo ruego, Edward, no vayas.
—Bueno, bueno. Me limitaré a hablar de sus terrenos. Y, como no quiero caer en desgracia, fingiré no saber nada para que no se enoje. Necesito llevarme bien con él por cuestiones de trabajo. Así que tal vez mueva la cabeza, y considere un gran atrevimiento por tu parte, Maggie, haber pensado que podías ser su nuera. Si no puedo ayudarte a ti, trataré al menos de sacar algún provecho.
—Espero que no me menciones… —contestó su hermana.
Era un consuelo para ella (y casi el único que le reportaba la visita de Edward) disponer de tiempo para subir a menudo hasta el espino, y serenar su ánimo y calmar su desasosiego bajo el dulce influjo de la naturaleza. La señora Buxton había intentado enseñarle la fuerza y la belleza de la verdad, que «el eterno repique de campanas» puede morar en el corazón de aquellos que realizan sus tareas cotidianas en las ciudades y en los lugares más populosos; y que los fieles no necesitan la soledad para sentir la cercanía de Dios, ni un silencio sepulcral para escuchar la música de las pisadas de Sus ángeles. Pero el alma de Maggie era todavía una joven discípula, y prefería dirigirse a Él y pedir Su ayuda en la soledad de su retiro, en medio de los páramos salvajes que se ondulaban y ensombrecían, sin divisar más criaturas que las pequeñas manchas blancas de las ovejas en la lejanía, y los pájaros que, huyendo de los hombres, flotaban en el aire apacible.
A veces deseaba ir a ver al señor Buxton para decirle cuánto le comprendía si la aversión que le inspiraba aquel noviazgo se debía a su convencimiento de que ella no era digna de su hijo. Frank le parecía un joven muy prometedor. Impulsivo y lleno de talento, ansioso por ocupar un puesto destacado, su voluntad estaba por encima de todo, como un joven emperador sentado tranquilamente en el trono, con sus fogosos generales y sabios consejeros listos para obedecerle. Aunque, si el matrimonio se basara en las proporciones convenientes y la armonía de caracteres, y los demás hombres, con su escala de valores, tuvieran que juzgarlo, ¿qué sería de los hermosos servicios prestados por la lealtad del amor verdadero? ¿Dónde quedaría el aliento que infunden los poderosos a los débiles? O la estoica paciencia… O la hermosa fe de aquella
Cuya fe es fija e inamovible;
que lo siente oscuramente grande y sabio,
que habita en él con ojos fieles.
«Yo no puedo comprender: yo amo»[16].
No había nada que inquietara tanto a Maggie como la actitud y el proceder de Edward. Ninguna otra preocupación podía compararse a ésta. Sus defectos, a todas luces, crecían y se fortalecían al mismo tiempo que él crecía y se fortalecía. Maggie no podía evitar preguntarse de dónde sacaba el dinero para pagarse la ropa, que parecía muy cara. También le oyó referirse casualmente a sus «correrías por la ciudad», algo que tanto su madre como ella ignoraban. Edward se sorprendió cuando su hermana se interesó por ellas, aunque fingiera tomárselo a risa; y le preguntó qué podía saber una jovencita que vivía enjaulada en el campo, rodeada siempre de la misma gente, de lo que debía hacer un hombre «que tenía la esperanza de progresar en el mundo». Necesitaba tener amigos y estar bien relacionado, y saber más de la vida, y cuidar su aspecto. Ella guardó silencio, pero no se quedó nada convencida. También le intranquilizaba su salud. Edward parecía enfermo y agotado; y, cuando no estaba charlando y riéndose, su cara reflejaba un nerviosismo y una angustia que ella desconocía. Desgraciadamente, le recordaba a un viejo grabado alemán que había visto en una carpeta de la señora Buxton, titulado «El Placer cava una Tumba». El Placer lo representaba la figura cadavérica de un joven, aplicado con afán a su tétrica tarea.
Unos días después de marcharse Edward, Nancy entró en su habitación.
—Señorita Maggie —dijo—, ¿puedo hablar con usted un momento?
Cuando la joven respondió que sí, ella vaciló.
—No es asunto mío, desde luego —exclamó finalmente—, pero he vivido con su madre desde que se casó, y estoy muy encariñada con usted y con el señorito Edward. Verá, tengo la impresión de que su hermano está dejando en la ruina a la señora; y estoy muy preocupada. Usted no lo sabe, pero llevaba el reloj de su padre la penúltima vez que vino. Pensé que ya tenía edad para llevar un reloj así, y me pareció normal. Pero creo que lo ha vendido y se ha comprado otro de pacotilla. Quizá tampoco sea raro, a los jóvenes les gusta seguir la moda. Pero sospecho que esta vez se ha llevado el de su madre; al menos, no lo he vuelto a ver desde que se fue. Y esta mañana la señora me ha hablado de mi salario. Nunca se lo he pedido, ni se me ha ocurrido hablarle de él, pero lo cierto es que lleva casi doce meses sin pagarme, y ella ha sido siempre tan puntual como un reloj. Vamos, señorita Maggie, no ponga esa cara tan triste o me arrepentiré de habérselo contado. La pobre señora parecía muy avergonzada, y dijo no sé qué mientras yo me negaba a escucharla; pues me sentí muy ofendida porque ella creyera que debía pedirme disculpas y esas cosas. Preferiría vivir con ustedes sin cobrar un penique que volver a verla tan cabizbaja como esta mañana. El dinero no me preocupa, tesoro; tengo mucho en el banco. Pero me temo que el señorito Edward está gastando demasiado, e incluso robando a su madre.
Maggie se sintió realmente compungida. Su madre jamás le había hablado de eso, lo que podía dar una idea de cuán doloroso le resultaba. Después de pasar media noche despierta, Maggie tomó la decisión de escribir a Edward para reprocharle su actitud, así como de reducir al máximo los gastos de la casa.
La relación plena, libre y natural con su amado se vio afectada por el tenaz rechazo del señor Buxton a su compromiso. Frank fue a pasar unos días a Combehurst a principios de otoño. Había dejado Cambridge y pensaba estudiar leyes en el Temple[17] de Londres después de las vacaciones. No llevaba mucho tiempo en casa cuando Maggie se enteró, en parte porque se lo dijo Erminia —que ignoraba lo que era la discreción— y en parte porque lo observó ella, del distanciamiento cada vez mayor entre padre e hijo. El señor Buxton se mostraba frío y reservado con su hijo por primera vez en la vida, y Frank se sentía dolido e irritado por la obstinación con que su padre repetía la misma frase para rebatir sus argumentos en favor de aquella boda, argumentos para él incontestables, cuya conclusión era tan evidente que necesitaba armarse de paciencia una vez tras otra para analizarlos y resumirlos. Y todo para obtener siempre la misma respuesta, incluso con las mismas palabras:
—¡Frank! Es inútil que hablemos. No doy mi consentimiento a ese matrimonio, y jamás lo daré.
Frank se apresuraba a coger su sombrero y salía corriendo para que Maggie lo tranquilizara. Su padre sabía dónde estaba sin que nadie se lo dijera; y sentía celos de la influencia que ella ejercía sobre el hijo que durante tantos años había sido el principal objeto de sus desvelos.
No debería haber tenido celos. Por muy furioso e indignado que estuviera Frank cuando subía a la casita del páramo, Maggie no tardaba ni media hora en convencerle de que la actitud tan poco razonable de su padre se debía al enorme amor que le profesaba. Pero la joven sabía que aquellas discusiones tan frecuentes debilitarían los lazos entre padre e hijo; y, por ese motivo, rogó a Frank que aceptara una invitación para ir a Escocia.
—Me has dicho que al señor Buxton le gustaría; para él no eres más que un jovencito enamoriscado, que, en cuanto vea a otras personas, se le pasará y cambiará de idea. Veamos qué tal llevas la separación —comentó ella alegremente, pero él no estaba para bromas.
—¡No digas tonterías, Maggie! Es como si te diera igual retrasar la boda; y esgrimes las espantosas razones de mi padre como si creyeras en ellas.
—No creo en ellas, pero podrían ser ciertas.
—¿Acaso te gustaría, Maggie, que te pidiera que entraras en sociedad y tratases de encontrar a alguien que te gustara más que yo? Sería más creíble en tu caso que en el mío: tú nunca has salido de casa y yo he recorrido media Europa.
—Te mueres de miedo, ¿verdad, Frank? —dijo ella, con las mejillas encendidas por el rubor y sonriéndole con sus ojos grises—. Seguro que, si viera a ese Harry Bish del que Edward habla constantemente, me quedaría prendada de él. ¡Debe de llevar unos chalecos preciosos! ¿No crees que tengo que conocerlo antes de que nuestro compromiso sea completamente definitivo?
Pero Frank no quiso sonreír. De hecho, como todas las personas enojadas, veía nuevos motivos de ofensa en cada frase. Ella no consideraba el compromiso completamente definitivo: fue ésa la conclusión que sacó de sus jocosas palabras. Y se negó a responder.
—Mi querido Frank —dijo Maggie—, no estás enfadado conmigo, ¿verdad? Es una tontería pensar que debemos ir por la vida eligiendo hombres y mujeres como si fueran frutas, y tuviéramos que escoger siempre la mejor; como si no existiera algo en nuestros corazones que, si escuchamos con atención, nos dice enseguida que hemos encontrado a quien nos está destinado. ¿No es sensato lo que digo? Supongo que sí, pues tu rostro sombrío está a punto de esbozar una sonrisa. ¡Eso es! Pero ahora escúchame bien… Creo que tu padre tardaría menos en dar su brazo a torcer si no se enfadara todos los días al saber que estás conmigo. Si te vas a Escocia, sabría que nos escribimos, pero no el momento exacto en que lo hacemos. Sin embargo, ahora sabe tan bien como yo dónde estás cuando subes a verme. E imagino, por lo que dice Erminia, que está furioso todo el tiempo que pasas fuera.
Frank guardó unos instantes de silencio. Finalmente, dijo:
—Es un poco irritante verme obligado a reconocer que hay algo de verdad en lo que dices. Pero, aun queriendo, no estoy seguro de poder ir. Mi padre ya no me habla de sus asuntos, como solía hacer antes; y ayer me sorprendió que le contara a Erminia (aunque estoy convencido de que la información iba destinada a mí) que había contratado a un administrador.
—Entonces tendrás menos motivos para estar en casa. No querrá que le ayudes con sus cuentas.
—¡Como si alguna vez me hubiera dejado! Llevo años pidiéndole que contrate a alguien que se ocupe de sus asuntos. Son muy enrevesados, y él es muy descuidado. Pero supongo que necesitará mi firma para algunos contratos nuevos de arrendamiento; eso me dijo, al menos.
—No te quitará mucho tiempo —exclamó Maggie.
—El simple hecho de firmar, no. Pero quisiera saber más de esos terrenos y de los arrendatarios elegidos. Creo que ese tal señor Henry que mi padre ha contratado es un hombre muy estricto. Un hombre escrupulosamente honrado; pero me temo que demasiado predispuesto a negociar con dureza en nombre de su cliente. Me gustaría convencerme de lo contrario, a ser posible, antes de dejar a mi padre en sus manos. Así que, Maggie, mi cruel juez… espero que no me deportes todavía, ¿lo harás?
—No —respondió Maggie, encantada con su decisión y enrojeciendo de placer al ver que Frank tenía que quedarse un poco más de tiempo.
Al día siguiente recibió una carta de Edward. No había una sola palabra en ella que respondiera a sus preguntas o quejas; era como si nunca las hubiera escrito, o nunca hubieran llegado a su destino. Sólo unas cuantas líneas nerviosas y apresuradas en las que le pedía que le contestara a vuelta de correo si era realmente cierto que el señor Buxton había contratado un administrador. «Después de lo que me dijo hace años, si eso es verdad, me habría jugado una mala pasada. No sabes lo importante que es para mí que me respondas inmediatamente. Una vez más, escríbeme enseguida. Si Nancy no puede dejar la carta en el correo, llévala tú corriendo a Combehurst. Necesito la respuesta mañana, y todos los detalles sobre quién es, cuándo será nombrado, etcétera. Aunque me cuesta creer que la noticia sea cierta».
Maggie preguntó a Frank si podía contarle a su hermano lo que le había comunicado la víspera.
—Oh, sí, por supuesto —dijo él—, si tiene interés en saberlo. Pero no le comentes mi opinión del señor Henry. Viene mañana, y yo podré analizar mejor hasta qué punto tengo razón.