Fue un día de Navidad extraño y triste. La señora Buxton siempre se las ingeniaba para bajar al salón y saludar a todo el mundo después de la cena. El señor Buxton habló mucho para no pensar en ella, pero, de vez en cuando, miraba con nostalgia hacia la puerta. Erminia se esforzó cuanto pudo por mostrarse alegre, a fin de llenar, en la medida de lo posible, el vacío dejado por su tía. Edward, que llegó desde Woodchester dando un paseo, tenía muchas cosas que contar; y, de manera inconsciente, con su charla incesante amén de entretenida resultó de gran ayuda. La señora Browne se sentía orgullosa de su hijo, y de su chaleco nuevo, claramente más a la moda que el de Frank. Después de cenar, cuando el señor Buxton y los dos jóvenes se quedaron a solas, Edward se creció aún más. Creía impresionar a Frank con su conocimiento del mundo y sus costumbres. Pero lo único que conseguía era el rechazo rotundo de alguien a quien nunca había agradado. Nada despertaba tanta admiración en Edward como el éxito mundano. En su opinión, el fin justificaba los medios: si un hombre prosperaba, no era necesario analizar minuciosamente su conducta. Edward mostraba el lado más ruin de la ley; pero lo hacía con cierta inteligencia, lo que salvaba a su intelecto de resultar despreciable. Frank había abrigado la idea de estudiar leyes, más para familiarizarse con los códigos que forman y representan la conciencia de una nación que con objeto de ganarse la vida. Pero los detalles de Edward sobre el modo en que con frecuencia la letra malogra el espíritu le hicieron echarse atrás. Irritado consigo mismo por despreciar una profesión por la forma en que la degradaban quienes se dedicaban a ella, en lugar de verla como algo que hombres de espíritu intachable y nobles sentimientos podían ennoblecer y purificar en grado sumo, se levantó con brusquedad y abandonó el comedor.
Las dos jóvenes estaban en la sala, junto al fuego de la chimenea, con las velas de la mesa apagadas… Hablaban de su madre, pensó Frank. Pero, cuando él entró, ambas se levantaron y cambiaron de tono. Erminia se dirigió al piano y empezó a cantar las últimas y más hermosas canciones francesas. Frank estaba triste y silencioso, pero, cuando ella se puso a interpretar una música más solemne, pareció animarse un poco. La admiración sencilla y desbordante de Maggie por las habilidades de Erminia, exenta de cualquier sombra de envidia, le fascinaba. Para él, una joven personificaba la elegancia y la otra, la gracia natural. Cuando miraba a Maggie y recordaba el hogar de los páramos del que nunca había salido, los hermosos y oscuros versos de Wordsworth se volvían tan brillantes como el sol.
Y ella pondrá el oído
en mil rincones secretos
donde el arroyo danza su redondel travieso,
y la belleza que nace del rumoroso arrullo
se dibujará en su rostro.[12]
El señor Buxton, en el comedor, estaba cogiendo verdadero gusto a los sorprendentes pleitos de Edward. Le recordaban a los trucos de cartas. Un movimiento rápido y, de entre un montón muy poco prometedor, presto!, salía la carta que buscaban. Edward exponía el caso de forma que parecía imposible encontrar una laguna jurídica para ganarlo; pero, como por arte de magia, al final los tribunales emitían siempre el veredicto deseado. Tenía un modo muy gráfico de contar las cosas; y, como no ahorraba epítetos a la hora de calificar a sus contrarios, el señor Buxton acababa convencido de que el demandante o el demandado (según el caso) era un «granuja sin principios» o un «mísero avaro», y se alegraba, por consiguiente, de que triunfara sobre él el ingenio de «el patrón», el señor Bish. Finalmente, quedó tan impresionado con los conocimientos legales de Edward que le consultó sobre un terreno lleno de viviendas que tenía en Woodchester.
—Creo que hay veintiuna casas, y no me reportan ni cuatro libras al año; y con eso tengo que pagar los impuestos. ¿Existe alguna posibilidad de venderlas? Están en Doughty Street; un barrio bajo, me temo.
—Muy bajo —se apresuró a contestar Edward—. Pero, si está impaciente por venderlas, seguro que podré encontrarle un comprador en poco tiempo.
—Se lo agradecería muchísimo —dijo el señor Buxton—. Me haría un gran favor. Si encuentra a alguien interesado y puede llevar el asunto, me gustaría que se encargara de las escrituras. Podría ser el comienzo de su independencia profesional; me encantaría traerle buena suerte.
Por supuesto que su invitado podía ocuparse de eso; y, cuando se levantaron de la mesa, Edward se sentía ya a un paso del trabajo de administrador que codiciaba, y el señor Buxton, feliz de haber puesto unas cuantas libras en la mano de un joven de gran valía e inteligencia.
Desde que Edward se había marchado de casa, Maggie había ido cobrando cada vez mayor importancia en ella. Su buen juicio e incansable generosidad sólo podían ayudarla a progresar en la vida. Su madre la respetaba y se apoyaba mucho en ella; pero no la quería demasiado, y, en cualquier caso, su amor era frío y desabrido en comparación con el que sentía por Edward, el hijo que la colmaba de orgullo. Cuando éste, casualmente, pasaba unos días en casa, el semblante de la señora Browne irradiaba felicidad, y Edward incluso protestaba por sus excesivas muestras de cariño. Cuando Maggie veía cómo su hermano apartaba la mano que se disponía a acariciarle el pelo con cariño como en sus días infantiles, latía en ella el deseo de recibir alguno de aquellos gestos desperdiciados de amor de madre. Por lo demás, volvía a ocupar con mansedumbre su habitual segundo plano, sin importarle que menospreciaran su opinión o ignoraran sus deseos mientras Edward estuviera en casa. Empezaba a censurar y a lamentar algunas de las cosas que veía en él. Sus modales llamativos le disgustaban; y el hecho de que su escala de valores morales fuera tan deficiente despertaba en ella unos sentimientos aún más graves y profundos. «Agudo e inteligente» o «torpe y obtuso» eran para él sinónimos de «bueno» y «malo». Y, aunque a Edward ni le pasara por la cabeza la posibilidad de serlo, lo cierto es que era un hombre torpe y estrecho de miras; demasiado ciego y obtuso para percibir la belleza y la eterna sabiduría de la bondad.
Erminia y Maggie se hicieron grandes amigas. Erminia solía pedir a Maggie que fuera a verla, hasta que ésta puso fin a esa costumbre; pues advirtió que su madre le permitía ir con demasiada frecuencia para jactarse de que su hija era una invitada del señor Buxton ante los pocos conocidos que seguían visitándola. Entonces Erminia le propuso ir ella a pasar unos días en casa de su madre, lo que redobló el orgullo de la señora Browne; pero ésta hizo tantos preparativos, armó tanto revuelo y se tomó tantas molestias que acabó postrada en la cama durante toda la estancia de la invitada. Y Maggie comprendió que tendría que renunciar al placer de volver a invitar a su amiga, ya que era imposible convencer a su madre de que no intentara emular los lujos y comodidades que Erminia tenía en casa; puesto que, como observó sagazmente Nancy, mientras la joven dama estuviera con su querida señorita Maggie, le tenía sin cuidado comer gelatina o gachas, o si los platos eran de vulgar loza de Delft o de la más exquisita porcelana. Pasó la primavera y llegó el verano. Frank iba y venía entre Cambridge y Combehurst, obedeciendo a un motivo cuya fuerza sentía pero prefería no analizar. Edward vendió las propiedades del señor Buxton; y éste, encantado de cobrar la mitad del dinero (el resto se lo pagarían a plazos), y convencido de que su hijo volvía tan a menudo a casa para ver a Erminia, remuneró espléndidamente los servicios del joven abogado.
Un día de verano, de los más calurosos que cabe imaginar, Maggie pasó una mañana muy ajetreada; hacía tanto bochorno que no quiso que Nancy ni su madre trabajaran demasiado. Bajó con el cántaro de barro —que tenía los mismos años que ella— a buscar agua al manantial; y, mientras el cántaro se llenaba, entre tintineos, la joven se sentó en el suelo. Hacía tan poco viento que podía oír el arrullo de las palomas torcaces en la lejanía. Las abejas zumbaban afanosas a su alrededor, entre las matas de brezo. En sintonía con aquellos sones apacibles y melodiosos, empezó a tararear una de las canciones de Erminia. Muy bajito, sin articular palabra; y su voz dulce se dejó llevar por la melodía. Cuando el cántaro estuvo lleno, se sobresaltó ante la repentina aparición de Frank. Creía que estaba en Cambridge y, por el motivo que fuera, su rostro, generalmente pálido, se puso rojo como la grana. Los dos tuvieron demasiada conciencia de ello como para decir algo. Maggie se agachó (murmurando unas palabras de sorpresa) para coger el cántaro.
—No te vayas aún, Maggie —dijo él, poniendo una mano sobre la de ella para detenerla; cuando consiguió su propósito, sin embargo, olvidó quitarla—. He venido desde Cambridge para verte. No podía soportar la incertidumbre. Estaba tan impaciente por tener alguna certeza que he pasado la noche en Londres para sentir que estaba de camino, aunque sabía que con eso no llegaría ni un minuto antes. ¡Maggie, querida Maggie! ¡Estás toda temblorosa! ¿Te he asustado? Nancy me ha dicho dónde estabas, pero he sido un desconsiderado al llegar tan de improviso.
No fue la brusquedad de su aparición lo que conturbó a Maggie, sino la de su propio corazón, que empezó a palpitar con violencia al escuchar estas palabras. Se puso blanca como la cera y volvió a sentarse en el suelo. Pero se levantó de inmediato, y se quedó con la cabeza inclinada, vuelta hacia un lado. Aunque Frank había soltado antes su mano, intentó cogerla de nuevo.
—Maggie, querida, ¿puedo hablar?
Vio cómo los labios de ella se movían, pero no oyó nada. Sintió una punzada de miedo: tal vez la joven no quisiera escucharle.
—¿Puedo hablar contigo? —repitió, cohibido.
Ella intentó articular algún sonido, pero sin éxito; así que le miró. Sus dulces ojos grises no pudieron ser más elocuentes. Y más feliz de lo que sus palabras, sin duda tiernas y apasionadas, eran capaces de expresar, Frank le habló hasta que su temblorosa agitación se convirtió en rubor, y una tímida sonrisa asomó a sus labios formando dos hoyuelos en sus mejillas.
Empezó a desbordarse el agua del cántaro abandonado, y Maggie recordó, al fin, la prosaica realidad. Cogió la vasija de barro, y habría regresado corriendo a casa si Frank no se la hubiera arrebatado de las manos.
—De ahora en adelante —dijo él—, tengo derecho a llevar tu carga.
Y, después de rodearle la cintura con un brazo y de coger el cántaro con el otro, subieron por la empinada ladera de hierba. Cuando estaban cerca de la cima, ella quiso volver a cogerlo.
—A mamá no le gustará… Le parecerá muy extraño.
—¿Por qué, cariño? Si yo viera a Nancy con este cántaro, también se lo llevaría. Lo extraño sería que un hombre no se comportara así. Pero déjame contarle a tu madre por qué estoy en mi derecho de ayudarte. Es hora de comer, ¿no? Podría entrar a almorzar como uno más de la familia, ¿no te parece, Maggie?
—No —respondió ella con dulzura; pues deseaba estar sola, y se sentía tan exhausta y alterada que temía que la reacción de su madre la abrumara—. Hoy no.
—¿Hoy no? —repitió él, en tono de reproche—. ¡No seas dura conmigo! Al menos déjame venir a tomar el té. Me marcharé ahora mismo si me invitas. Anda, déjame venir. Hablaré antes con mi padre. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Pero volveré a tomar el té. ¿A qué hora exactamente? ¿A las tres? Oh, ya sé que lo tomáis tempranísimo; tal vez a las dos. Tendré mucho cuidado de llegar a tiempo.
—No vengas hasta las cinco, por favor. Tengo que contárselo a mamá; y necesito algo de tiempo para pensar. Todo esto parece un sueño. Venga, vete ya.
—Bueno, si no queda otro remedio… Pero mientras te veo no me siento en un sueño, sino en algún paraíso terreno.
Finalmente, se fue. Nancy esperaba a Maggie en el portón lateral.
—¡Válgame Dios, pequeña! ¡Cuánto has tardado! ¿Acaso se ha secado el manantial con este calor?
Maggie entró como una exhalación. Su madre se pasó el almuerzo quejándose. Ella le contestaba lo primero que se le ocurría, y sorprendió a su madre afirmando que «aquello» le parecía bien; cuando ese «aquello» era que la leche se había agriado con los truenos.
—No conozco a nadie tan especial como tú, Maggie —exclamó su madre con bastante aspereza—. Te he visto desayunar día tras día un vaso de agua, cuando eras niña, porque había una mosca en tu taza de leche; y ahora me dices que esto no importa, que lo otro da igual, que lo de más allá… como si pudieras comer las cosas que ha estropeado el calor. Has de saber que me duele tanto la cabeza que subiré a acostarme en cuanto acabemos de comer.
Si pensaba hacer eso, Maggie decidió que tenía que contárselo todo en ese mismo momento. Frank regresaría antes de que su madre se levantara para tomar el té. Pero le daba miedo hablar de lo dichosa que se sentía; como si la felicidad le recordara a una telaraña y cualquier roce pudiera desbaratarla.
—Espere un momento, mamá. Quédese sentada mientras le cuento una cosa. Por favor, mamá querida…
Maggie cogió un escabel y se sentó a los pies de su madre; y empezó a dar vueltas al anillo de boda que ésta llevaba en la mano, con la mirada baja, sin decir nada, hasta que la señora Browne se impacientó.
—¿Qué es lo que quieres decirme, hija mía? Vamos, date prisa, quiero irme arriba.
Armándose de valor, Maggie dijo:
—Mamá, Frank Buxton me ha pedido que me case con él.
Ocultó unos instantes el rostro en el regazo de su madre; y luego lo levantó, tan radiante y luminoso como un cáliz de nenúfar bajo un sol resplandeciente.
—Maggie… no puede ser —exclamó su madre, con bastante incredulidad—. Es imposible, él está en Cambridge y hoy no llega el correo. ¿Qué quieres decir?
—Ha venido esta mañana, madre, cuando he bajado al manantial. Hemos acordado que yo hablaría con usted; y me ha pedido que le invitara a tomar el té.
—¡Santo cielo! ¡Y se nos ha agriado toda la leche! Tendríamos más si Edward no me hubiera convencido de que no comprara otra vaca.
—No creo que a Frank le importe mucho —respondió Maggie con dos hoyuelos en las mejillas, recordando, medio inconscientemente, lo poco que parecía importarle al joven cualquier cosa que no fuera ella.
—Pero ¡qué cosas dices! —exclamó la señora Browne, casi recuperada de su lasitud y de su dolor de cabeza—. Todo el mundo cree que está comprometido con la señorita Erminia. ¿Estás segura de no equivocarte, hija? ¿Qué te ha dicho exactamente? A los hombres les encanta pronunciar hermosos discursos; y las jóvenes son tan ingenuas que creen que se les está diciendo algo… Una vez conocí a una muchacha que, cuando un caballero regaló a su madre un lechón, imaginó que era una forma muy delicada de proponerle matrimonio a ella. ¿Puedes repetirme sus palabras?
Maggie se ruborizó, y o no quiso o no pudo hacerlo. Así que la señora Browne dijo:
—Bueno, si estás segura, estás segura. Me gustaría saber cómo ha convencido a su padre. ¡Había planeado hace tanto tiempo que se casara con Erminia! El primer día que comimos allí después de la muerte de tu padre, el señor Buxton prácticamente me lo contó. Creía que estaban esperando a quitarse el luto.
Aquello fue una novedad para Maggie. Jamás había pensado que Erminia y Frank se tuvieran especial cariño; y menos aún que el señor Buxton tuviera esos planes para ellos. La sorpresa de la señora Browne ante su compromiso también le dolió un poco: se había vuelto tan natural para ella, en las dos últimas horas, pensar que pertenecía a Frank. Pero no habían acabado sus desencuentros, pues la señora Browne continuó diciendo, casi para sí:
—Creo que tendrá una renta de cuatro mil libras anuales. Pequeña, ¿te ha contado si siguen teniendo en el canal esos terrenos de los que su padre se quejaba? En cualquier caso, tendrá cuatro mil libras anuales. ¡Y tú tendrás tu propio carruaje, Maggie! Bueno, espero que el señor Buxton se lo haya tomado a bien, pues va a tener que organizar muchas cosas. Yo estaba segura de que Frank se había comprometido con Erminia.
La señora Browne pasó la tarde con Maggie dando vueltas a la buena nueva. De vez en cuando se apartaba del asunto para hablar de Edward y lo beneficioso que sería aquel noviazgo para su futuro.
—Veamos… Está la casa de Combehurst, cuyo alquiler ascendería a unas ciento cincuenta libras anuales, pero eso no lo contaremos. Y también están las canteras —como no había encontrado una pizarra, la señora Browne sumaba con los dedos—, que supondrán unas doscientas libras anuales, pues no me creo esas historias del señor Buxton de que sólo gana con ellas siete peniques; y luego está Newbridge, que seguro que le reporta mil trescientas libras. ¿Cuánto llevo, Maggie?
—Mamá, será mejor que se eche un rato; parece muy acalorada —dijo Maggie con dulzura.
¿Cómo podía tener esa visión de su matrimonio con un hombre como Frank? Los comentarios de su madre la entristecieron más de lo que había previsto; la excitación de la mañana empezaba a tener sus consecuencias, y Maggie quería estar sola bajo el espino, donde había soñado pasar una tarde apacible y reflexiva.
Nancy entró para volver a colocar cucharas y vasos en la alacena. La cuidadosa criada rompió uno de éstos sin querer, y se apresuró a levantar la vista hacia su señora, que solía castigar esa clase de desaguisados con una buena reprimenda.
—Da igual, Nancy —dijo la señora Browne—. No es más que un vaso viejo; Maggie se va a casar, y compraremos un juego nuevo para el banquete de boda.
Nancy las miró a las dos, perpleja; finalmente, su mente se iluminó, y su rostro devolvió una mirada cómplice y sagaz a la señora Browne. Luego dijo con toda tranquilidad:
—La próxima vez bajaré yo con el cántaro, a ver si tengo suerte… ¡Cuando pienso en la pena que me daba la señorita Maggie esta mañana! «Pobrecilla —me decía a mí misma—, verse obligada a pasar todo este tiempo en esa maldita fuente (no negaré que a veces digo juramentos cuando estoy sola… es algo que me apacigua) con lo cansada que está». Entonces pensé en bajar a ayudarla; pero supongo que otra persona corrió en su auxilio. ¿Puedo adivinar quién es el joven?
—¡Cuatro mil libras anuales, Nancy! —dijo la señora Browne, exultante.
—Y un semblante risueño, y un corazón generoso y tierno… y un paso airoso…, y una gran nobleza con ricos y pobres… Claro que sé su nombre… No va a necesitar ninguno de esos primorosos chalecos de algodón carmín que le he ido haciendo para un futuro marido vicario… Bueno, bueno, tarde o temprano, a todo el mundo le llega su oportunidad… aunque la mía está tardando.
La fiel criada se acercó a Maggie y apoyó las manos cariñosamente sobre sus hombros. Maggie la abrazó, y besó su rostro moreno y marchito.
—Dios te bendiga, pequeña —dijo Nancy, con solemnidad.
Sus palabras devolvieron la paz a los más íntimos rincones del corazón de Maggie. Empezó a esperar la llegada de su amado, medio escondida tras las cortinas de muselina que la brisa de la tarde agitaba suavemente. Oyó un paso firme y ligero, y sólo alcanzó a ver fugazmente el rostro de Frank antes de apartarse de la ventana. Pero aquella mirada le bastó para comprender que las horas transcurridas desde su separación habían sido tan agitadas para él como para ella.
Cuando el joven entró en la sala, su cara estaba radiante de felicidad. Se acercó con expresión franca y alborozada a la señora Browne, que no sabía bien cómo recibirle: como el novio de Maggie o como el hijo del hombre más importante que conocía.
—He de decir, señor —exclamó—, que le estamos muy agradecidos por el honor que ha dispensado a nuestra familia.
Él la miró con bastante perplejidad, sin comprender de qué hablaba; pero, cuando cayó en la cuenta, le contestó con una sinceridad y una alegría que destilaban respeto por su futura suegra.
—Y yo he de decir que estoy inmensamente agradecido por el honor que un miembro de su familia me ha concedido a mí.
Cuando Nancy trajo el té, llevaba su vestido veraniego de los domingos; era la primera vez que se lo ponía sin tener que ir a la iglesia.
Después del té, Frank pidió a Maggie que diera un paseo con él; en consecuencia, subieron la ladera cubierta de brezo y caminaron por los páramos, tan extensos e ilimitados como su amor.
—¿Se lo has contado a tu padre? —inquirió Maggie, con el alma en vilo.
—Sí —respondió Frank.
Pero no dijo nada más; y ella tuvo miedo de preguntarle, aunque se muriera por saberlo, cómo había recibido el señor Buxton la noticia.
—Y ¿qué ha dicho? —exclamó finalmente.
—¡Oh! Le cogió por sorpresa que yo estuviera enamorado de ti; y le cuesta aceptar cualquier situación nueva. Pensaba, al parecer, que Erminia y yo acabaríamos casándonos; pero, siempre que ella y yo hemos hablado de este asunto, hemos llegado a la conclusión de que, aunque no hubiera nadie más en el mundo, jamás nos enamoraríamos. Erminia es una jovencita muy sensata, a la que no le extraña nada que los hombres se enamoren de ti. Vamos, Maggie, no agaches la cabeza; déjame verte unos instantes la cara.
—Lamento que a tu padre no le guste —dijo Maggie, tristemente.
—Yo también. Pero tenemos que darle tiempo para que se haga a la idea. No te preocupes, a la larga le encantará; tiene demasiado buen gusto y es demasiado bueno para seguir en sus trece. Tienes que gustarle a la fuerza.
Frank prefirió no contarle a Maggie la violencia con que su padre se oponía a aquel noviazgo. Al principio se había quedado sorprendido y molesto por el modo en que el señor Buxton se aferraba a la idea de que tenía que casarse con su prima, porque, fueran cuales fueren sus sentimientos, ella estaba enamorada de él. Pero después, al sincerarse con Erminia, había descubierto, según le contó a Maggie, que ésta tampoco conocía los planes de su tío; y se alegraba casi tanto como él de cualquier contingencia que viniera a frustrarlos.
Y Erminia se presentó en casa de su amiga al día siguiente, en cuanto Frank se marchó a Cambridge. Al igual que siempre, dejó su caballo al cuidado del palafrenero, cerca de los abetos que crecían en lo alto del páramo, y bajó corriendo la cuesta. Maggie salió a su encuentro, asombrada aún de que las palabras de Frank pudieran ser ciertas; y de que Erminia, a pesar de haber vivido en la misma casa que él, no se hubiera rendido a sus encantos. Erminia la abrazó, y las dos se sentaron juntas en los escalones del patio.
—No me atrevo a cabalgar ladera abajo; Jem se ha quedado con mi caballo, así que tendré que irme enseguida. Vamos, Maggie, cuéntamelo todo… y espero verte en trance al hablar de Frank. ¿No es un joven maravilloso? ¡Oh! ¡Estoy tan contenta! Pero deja de sonreír y de ponerte roja, y desembucha de una vez. He deseado tanto conocer a alguien que estuviera enamorado para que me explicara qué se siente… He venido en cuanto he podido. Frank acaba de marcharse. Ha tenido otra larga conversación con mi tío después de verte esta mañana, pero me temo que las cosas no han progresado mucho.
—No es de extrañar que no me considere lo bastante buena para Frank —suspiró Maggie.
—¡Qué va! Lo difícil sería encontrar a alguien que le pareciera digno de su maravilloso hijo.
—Pensaba que tú lo eras, mi querida Erminia.
—¿Frank te ha contado eso? Bueno, supongo que ya no tendremos más secretos de familia —exclamó Erminia, riendo—. Pero puedo asegurarte que lady Adela Castlemayne, la hija del duque de Wight, es una rival muy poderosa; se trata de la dama más bella que mi tío ha visto jamás (sólo la vio en la tribuna de las carreras de Woodchester, y no se cruzaron ni una palabra). Y, si ella hubiera aceptado casarse con Frank, mi tío habría seguido insatisfecho mientras la princesa Victoria[13] estuviera soltera; ninguna mujer sería lo bastante buena mientras existiera otra mejor. Pero, Maggie —añadió, sonriendo a su amiga—, te habrías reído un montón, pues creo que bastaría un beso para secarte esas lágrimas, si hubieras visto cómo me ha mimado hoy mi tío. Está convencido de que he sufrido un desengaño amoroso, así que no ha dejado de mirarme en todo el desayuno; y, después de comerme varios huevos y no sé cuántas tostadas, ha tocado la campanilla para pedir un delicioso pescado en conserva. Yo no sabía que era para mí, y, cuando lo han traído y he dicho que no me apetecía, ha suspirado de lo más melancólico y ha dicho: «¡Mi pobre Erminia!». Si Frank no hubiera estado allí, terriblemente abatido, estoy segura de que habría soltado una carcajada.
—¿Estaba Frank muy abatido? —preguntó Maggie, angustiada.
—¿Ves? Lo único que te interesa es hablar de él.
—Pero ¿parecía triste? —insistió Maggie.
—Desde luego, no parecía feliz, querida ratoncita; pero las cosas eran muy diferentes cuando volvió de tu casa. ¿Sabes que siempre has tenido el don de confortar a los demás? La señora Buxton y tú sois las dos únicas personas que he conocido con esa virtud.
—Siento tanto que Frank se vea en este brete —dijo Maggie.
—Creo que le sentará muy bien. Piensa en lo afortunada que ha sido su vida. En las brillantes calificaciones que obtuvo en Eton. ¡Le sacaron una fotografía, entre otras cosas! Y en Cambridge, ídem de ídem. Si no tuviera que enfrentarse a ciertas dificultades, en pocos años se convertiría en un tirano insoportable
—¿En un tirano? Oh, Erminia, ¿cómo puedes decir eso?
—Porque es cierto. Da la casualidad de que tiene muy buen carácter; y, por ese motivo, su férrea voluntad no resulta desagradable ni ofensiva. Pero ya verás lo vehemente e imperioso que puede ser cuando lo domina un deseo equivocado. Tenlo por seguro, la oposición de mi tío será magnífica para él. Como la dulce y querida tía Buxton habría dicho: «Hay un designio sagrado en ella»; y como la tía Buxton no habría dicho, pero yo sí: «Los necios entran corriendo donde los ángeles temen aventurarse[14]», y he decidido que ese designio no es otro que enseñar a Frank sumisión y paciencia.
—Erminia, ¿cómo es posible que no…? —y Maggie se detuvo.
—Sé lo que quieres decir: que cómo es posible que no me haya enamorado de él. Pues porque no me parece lo bastante reservado ni misterioso. Me gustaría un hombre más impenetrable… envuelto en cierta oscuridad, en algo que yo tuviera que desentrañar. Además, ¡piensa en lo mucho que chocarían nuestros temperamentos! Mi tío demostró muy poca visión al tener esa esperanza; ¡aunque supongo que pensaba menos en la afinidad de nuestros caracteres que en la de nuestras fortunas!
—¡Debería darte vergüenza, Erminia! ¡A nadie le importa menos el dinero que al señor Buxton!
—¡Así me gusta! ¡Nadie habría podido elegir una nuera mejor! Pero ahora en serio, creo que el dinero empieza a interesarle; no para él, por supuesto, sino como un medio para ennoblecer a Frank. Desde que he vuelto a casa en Navidad, está cada vez más preocupado por sacar el máximo partido de sus propiedades; algo que siempre le dio igual. No creo que él sea consciente de ello; pero, por uno o dos detalles que he observado en él, no me extrañaría nada que se acabara convirtiendo en un viejo avaro —exclamó Erminia con un suspiro.
Maggie sintió casi simpatía por aquel padre que buscaba lo que creía mejor para su hijo Frank. Aunque estaba tan convencida como Erminia de que el dinero no da la felicidad, no pudo evitar decir en aquel instante:
—¡Ay! ¡Ojalá tuviera una fortuna! Me gustaría tanto dársela a él.
—¡Vamos, Maggie! ¡No seas tonta! Siempre has estado contenta con lo que tienes, así que aprovecho esta ocasión para decirte lo necia que eres. ¡No! No lo haré, pareces realmente agotada con tanta agitación. Además, tengo que irme, o Jem empezará a preguntarse qué ha sido de mí. Querida prima política, vendré a verte muy a menudo; es posible que todavía te eche un sermón.