Veranos e inviernos vinieron y se fueron sin nada especial que señalar, salvo el crecimiento de los árboles y la apacible evolución de los más jóvenes. Erminia fue enviada a un colegio en algún lugar de Francia, a fin de recibir una enseñanza más metódica de la que podía transmitirle en casa una tía inválida. Pero regresaba a Combehurst una vez al año, cada vez más hermosa, elegante y refinada; y Maggie percibía, acertadamente, que el paso del tiempo atenuaba su volubilidad, y que los comentarios de su tía, semejantes al rocío de la mañana, habían calado hondo y fertilizado la tierra. Pero la señora Buxton se consumía poco a poco. La devoción de Maggie acrecentaba considerablemente su felicidad; ni ella ni la niña olvidaban nunca que esa devoción debía supeditarse a las obligaciones que ésta tenía con su madre.
—Mi amor —decía la señora Buxton de vez en cuando—, no olvides que tu madre siempre es lo primero. Ya sabes cuánto me alegran tus visitas, pero, si algún día no puedes venir, lo entenderé. Tal vez ella te necesite a menudo sin que tú y yo lo sepamos de antemano.
La señora Browne no tenía muchas ganas de retener a Maggie en casa, aunque le gustaba protestar cuando salía. En cualquier caso, prefería llevarse bien con unos amigos tan valiosos; y hasta cierto punto era consciente de lo ventajosa que era para Maggie aquella amistad íntima. Sin embargo, era incapaz de no dirigirle algún reproche, o de no detallarle, a su vuelta, todas las cosas que habría podido hacer de haberse quedado en casa, y cuántas veces la había echado en falta; pero, cuando advirtió que Maggie renunciaba tranquilamente a su visita del miércoles siempre que ella la necesitaba, dejó de quejarse y de preocuparse por su ausencia.
Cuando llegó el momento de que Edward dejara el colegio, anunció que su intención no era ordenarse sacerdote, sino convertirse en abogado[11].
—Es una profesión muy mal remunerada —explicó a su madre—. Uno se desloma cuatro o cinco años para conseguir el cargo de coadjutor por setenta libras al año; y luego se mata a trabajar por ese dinero. En el bufete de un abogado no se trabaja mucho más y, si uno aviva el ingenio, puede ganar cientos y miles al año sin demasiados problemas.
La señora Browne lamentó mucho su decisión. Siempre había querido que Edward fuera clérigo como su padre. No se planteaba si tenía o no aptitudes para un cargo religioso; prefería pensar que el hecho de ejercer ese ministerio purificaría su carácter; lo cierto es que apenas se le pasaba por la cabeza la capacidad o incapacidad de Edward para el sacerdocio. Respetaba mucho esa profesión, y su marido se había consagrado a ella.
—Me gustaría más que fueras coadjutor y ganaras setenta libras al año que abogado con setecientas —le respondió—. Y ya sabes que a tu padre siempre le invitaban a cenar a todas partes… a sitios donde jamás recibirían al señor Bish de Woodchester, por mucho que gane mil libras al año. Además, el señor Buxton elegirá al próximo párroco de Combehurst, y tú tendrías bastantes posibilidades gracias a tu padre. Mientras tanto, podrías vivir con nosotras si fueras coadjutor en alguna parroquia cercana.
—¡Menuda ocurrencia! No pienso volver a enterrarme por estos pagos. Es un lugar muy respetable para usted y para Maggie, y supongo que ni siquiera les parece aburrido; pero la idea de sentarme apaciblemente aquí me resulta un tanto absurda.
—Papá lo hizo, y fue muy feliz —dijo Maggie.
—Sí, después de haber estado en Oxford —contestó Edward, un poco desconcertado por su alusión a aquél cuyo recuerdo incluso los más egoístas y desconsiderados debían respetar.
—¡Bueno, también tú tendrías que ir antes a Oxford! —terció Maggie.
—¡Maggie! Me gustaría que no te entrometieras en los asuntos de mi madre y míos. Quiero dejar esto zanjado, y no lo conseguiré si sigues metiéndote donde no te llaman. Y ahora, madre, ¿no comprende que será mucho mejor para mí entrar en el bufete del señor Bish? Harry Bish lo ha comentado con su padre.
La señora Browne suspiró.
—¿Qué opinará el señor Buxton? —preguntó con tristeza.
—¿Que qué opinará? ¿No se da cuenta, madre, de que fue él quién me metió esta idea en la cabeza al decir, en mis primeras vacaciones navideñas, que algún día sería su administrador? No estaría mal, ¿verdad? Harry Bish piensa que podría ganar mil libras al año.
Su voz fuerte, rápida y decidida derrotó a la señora Browne; pero nunca se había doblegado a sus deseos con tanto pesar. No era la primera vez que una declamación elocuente ocupaba el lugar de un buen razonamiento.
Edward se salió con la suya y empezó a trabajar de pasante para el señor Bish. Los únicos que podían oponerse a su voluntad eran la señora Browne y el señor Buxton. La primera hacía mucho tiempo que consideraba ley los deseos de su hijo; el segundo, aunque sorprendido y algo decepcionado por aquel inesperado cambio en sus planes para ayudar a Edward, dio su consentimiento e incluso le adelantó una parte del dinero que necesitaba para entrar en el bufete.
Maggie vivió ese cambio con sentimientos contrapuestos. Desde niña había imaginado a Edward ocupando el lugar de su padre. Siempre había creído que sería un hombre afable, serio y contemplativo, tal como recordaba a su progenitor. Con la falta de lógica propia de una niña, no había pensado cuán difícil era que un muchacho egoísta, vanidoso e impaciente se convirtiera en un adulto pacífico, humilde y piadoso, simplemente por ejercer una profesión en la que se precisaban esas cualidades. Pero ahora, a los dieciséis años, empezaba a comprenderlo. Movida más por los sentimientos que por la razón, se daba cuenta de que Edward nunca sería un buen ministro de Cristo. De modo que sintió más alegría y agradecimiento que tristeza —aunque ésta también embargara su ánimo— cuando se enteró de su decisión de ser abogado.
Frank Buxton, entretanto, se estaba haciendo un hombre. Todas las esperanzas de su padre y de su madre estaban depositadas en él; aunque los caracteres de ambos eran tan diferentes como sus aspiraciones. Parecía bastante razonable que el señor Buxton, que personalmente no era un hombre ambicioso ni mundano, deseara en cambio toda clase de honores y distinciones para su hijo. La señora Buxton, por su parte, lo único que anhelaba eran oraciones. Estaba consumiéndose, del mismo modo que la luz se desvanece en la oscuridad en una noche de verano. Nadie parecía advertir la progresión de su enfermedad, pero ella sí era consciente. La última vez que Frank estuvo de vacaciones en Combehurst antes de su muerte, comprendió que no volvería a verlo; y, cuando el joven se marchó de casa alegremente, con una animación en parte fingida, su madre se arrastró con paso lánguido hasta una estancia que daba a la fachada de la casa, a fin de verle bajar por la larga y tortuosa callejuela que conducía a la posada donde se cogía la diligencia. Mientras se alejaba, Frank se dio la vuelta para mirar su hogar, y allí estaba la pálida figura de su madre contemplándole. No pudo ver la tristeza de sus ojos, pero hizo que a ella le brincara el pobre corazón dentro del pecho cuando regresó corriendo en busca de otra bendición y de otro beso.
Y ya no volvió a casa hasta que le anunciaron la muerte repentina de su madre.
El señor Buxton estaba trastornado. No podía hablar del ángel perdido sin anegarse en lágrimas y hacerse todo tipo de reproches, lo que perturbaba los pensamientos serenos, apacibles y elevados que Frank tenía de su madre. Por ese motivo, dejó de hablar de ella en presencia de su padre, lo que fue en cierto modo un alivio para ambos; pero echaba de menos a alguien con quien hablar de la difunta con la tranquila veneración de su cariño profundo y verdadero. Y pensó en Maggie, a quien apenas había visto en los últimos tiempos; pues, cuando el joven iba a Combehurst, ella sentía que la señora Buxton no la necesitaba tanto y se quedaba más en casa. Es muy posible que la señora Buxton lamentara no verla tan a menudo, pero jamás le dijo nada. Había imaginado, con la lucidez que da la proximidad de la muerte, que, si Maggie y su hijo se encontraban a menudo en su habitación de enferma, podrían surgir entre ellos ciertos sentimientos que incidirían negativamente en las aspiraciones y planes de su marido, sentimientos que, por ende, ella no debía alentar. Pero no había podido sino comentar lo agradecida que estaba a Maggie por las horas de sosiego y felicidad que le había procurado, y, sin querer, había dicho muchas cosas que hicieron suponer a Frank que, en la ratoncita de años atrás, encontraría a alguien que podría contarle con detalle los últimos días de su madre, y con quien podría hablar de ésta sin que aflorara el punzante dolor que tan mal armonizaba con su recuerdo.
Así pues, una tarde de finales de otoño, se acercó a caballo a casa de la señora Browne. El aire era tan calmo en las alturas que nada parecía moverse. De cuando en cuando, una hoja amarilla caía suavemente de algún árbol, sin la menor agresión exterior, sólo porque su vida había llegado al límite y debía terminar. Los lejanos y frondosos bosques de color naranja y carmesí eran de una belleza deslumbrante, pero su esplendor parecía señalar el año que declinaba y moría. Aun sin tener el corazón dolorido, la grandiosa solemnidad de la estación conmovía el ánimo y lo serenaba. Frank cabalgó despacio, y se apeó sin hacer ruido en el viejo montadero, junto a una argolla de hierro fijada a un muro de piedra gris. A través del postigo abierto de la ventana del salón, vio la cabeza de Maggie inclinada sobre sus labores. Al entrar en el patio, cuando sus pasos resonaron en el camino de losas, la joven levantó la mirada. Le abrió la puerta y le saludó desde el umbral, y a Frank le impresionó su parecido con alguien que había visto en un antiguo retrato. Contempló su rostro joven y sereno, rebosante de paz, y los ojos grandes, serios y pensativos que infundían personalidad en unas facciones que de otro modo habrían resultado demasiado perfectas. Su vestido castaño tenía justo el tono que complacería a un pintor. La tenue y dorada luz del sol caía oblicuamente sobre ella, y las hojas de parra, teñidas ya de escarcha, bordeaban frondosas y cálidas la vieja puerta de la casa.
—Mamá no se encuentra bien; se ha echado un rato. ¿Cómo está usted? ¿Y el señor Buxton?
—Los dos estamos bien. Muy bien, en realidad, si nos referimos a la salud. ¿Puedo pasar? Me gustaría hablar contigo, Maggie.
La joven abrió la pequeña puerta del salón y ambos entraron, pero se quedaron en silencio. No podían hablar de aquella que aún estaba con ellos, que seguía presente en sus pensamientos. Maggie cerró el postigo y puso un leño en el fuego. Se sentó de espaldas a la ventana; y cuando las llamas se elevaron y resplandecieron al rozar la madera seca, Frank vio su rostro bañado en silenciosas lágrimas. Pero Maggie respondió a sus preguntas con voz suave y apacible. Parecía saber lo que prefería escuchar. Le habló de los últimos días de su madre; y, sin caer en el elogio (que habría estado fuera de lugar), hizo un retrato tan vívido y sincero de la difunta que él tuvo la sensación de que podría pasarse la vida escuchando sus dulces palabras. Eran como un bálsamo para su corazón dolorido. Frank había temido que lo repentino de su muerte pudiera haber dejado incompleta la vida de su madre, en el sentido de que tal vez hubiera abandonado este mundo sin haber expresado unos deseos y proyectos que ahora tendrían la fuerza sagrada de una orden. Pero descubrió que Maggie, sin haber querido nunca entrometerse, era la depositaria de un sinfín de pequeños pensamientos y planes; y que la joven sabía que el señor Buxton o Dawson conocían otros, aunque, en medio de la desesperación inicial, hubieran olvidado contárselos. El fulgor trémulo de las llamas se había apagado; la oscuridad de la noche envolvía la habitación, y por la puerta entraba el resplandor rojizo del fuego de la cocina, que se reflejaba con nitidez en la pared y en la alfombra. Frank la escuchaba apoyado en la mesa, con la cabeza oculta entre las manos.
—Cuéntame más cosas —le rogaba cada vez que ella se callaba.
—Creo que ya se lo he contado todo —dijo Maggie, al cabo—. Al menos, lo que recuerdo en este momento; si se me ocurre algo más, se lo contaré sin falta.
—Gracias; no olvides hacerlo.
Frank guardó unos instantes de silencio.
—Erminia volverá a casa estas Navidades. Y no regresará a París. Se quedará a vivir con nosotros. Espero que ella y tú os hagáis buenas amigas, Maggie.
—Oh, sí —contestó la joven—. Aunque creo que ya lo somos. Al menos, lo éramos la Navidad pasada. Hace un año que no la veo.
—Sí; las últimas vacaciones las pasó en Suiza con mademoiselle Michel en lugar de venir a casa. Y ahora debo irme, Maggie. Mi padre estará esperándome para cenar.
—¿Para cenar? Estaba a punto de invitarle a tomar el té con nosotras. Mamá se ha levantado, oigo ruidos en su habitación. Y Nancy lo está preparando. Déjeme que avise a mamá. Se disgustará mucho si no le ve. Lo ha sentido tanto por todos ustedes… —añadió, en voz baja.
Antes de que él pudiera contestar, Maggie corrió escaleras arriba.
La señora Browne no tardó en bajar.
—¡Oh, Frank! ¿Ha estado sentado a oscuras? Maggie, tenías que haber tocado el timbre para que trajeran unas velas. Qué triste pérdida la suya, Frank, desde la última vez que nos visitó… déjeme pensar… la última semana de septiembre. Aunque su pobre madre siempre fue una inválida, y seguro que la muerte ha sido algo benéfico para ella. ¡Y pobre señor Buxton! ¿Cómo está? Cuando una piensa en él, y en todos los años de enfermedad de su mujer, esto parece casi una liberación…
La señora Browne podía haber continuado así eternamente, pero Frank, incapaz de soportar que reavivara su dolor, dijo que su padre le esperaba para cenar.
—¡Ah! Y no puede usted fallarle, por supuesto. Ahora necesita más que nunca alguien que le anime. No deje que se encierre en sí mismo, Frank; háblele continuamente de otras cosas. Estoy convencida de que, si yo hubiera tenido una persona así cuando murió mi querido señor Browne, no le habría echado tanto de menos; pero los niños eran demasiado pequeños y nadie venía a contarme cosas para distraerme. Si hubiera vivido en Combehurst, seguro que el dolor no habría podido conmigo. ¿Cree que podría jugar tres mangas de whist[11a] a última hora de la tarde?
Pero Frank pareció esfumarse después de estrecharle la mano. Mientras se dirigía a casa, el joven pensó mucho en el dolor y en el mejor modo de sobrellevarlo. Decidió que Dios lo enviaba con algún sagrado propósito, persiguiendo un bien mayor; y que, si uno aceptaba Su voluntad, dejaría de resistirse encarnizadamente a él. Y, dado que el dolor tiene tal finalidad benéfica, no deberíamos esquivarlo ni burlarlo, ni dejarlo a un lado ni buscar distracción en las cosas mundanas para impedir que lleve a cabo su función. Y entonces recordó su conversación con Maggie. Eso sí que le había servido de consuelo. ¡Qué maravilloso sería para Erminia tener a una amiga y compañera así!
Fue bastante extraño que, después de pensar esto y de admirar, como he dicho antes, la belleza discreta de aquella joven cuando la vio en el umbral (y he de añadir que esa impresión se hizo más honda en posteriores encuentros), Frank respondiera como lo hizo al comentario de su prima recién llegada de Francia sobre Maggie:
—¡Qué guapa está! Nunca pensé que llegaría a ser tan bonita. Siempre fue muy dulce, pero su belleza es ahora realmente distinguida. ¡Frank! ¡Di algo! ¿No es preciosa?
—¿De veras te lo parece? —contestó él, con una especie de desgana indiferente que agradó sobremanera a su padre, que esperaba impaciente su respuesta.
Aquel día, después de cenar, el señor Buxton empezó a preguntar a su hijo qué opinaba del aspecto de Erminia.
—Es una criatura deslumbrante. Su tez es del color de las cerezas y la leche; y no puede negarse que la damita ha aprendido en París a conciencia el arte de vestirse.
Al oír esto, el señor Buxton experimentó una alegría que no había vuelto a sentir desde la muerte de su esposa; pues lo único que se le ocurría para tranquilizar su conciencia por haber abandonado a su infortunada hermana era organizar un matrimonio entre sus dos hijos. Se frotó las manos, y bebió dos copas más de vino.
—Como de costumbre, invitaremos a los Browne el próximo jueves —dijo—. Estoy convencido de que a tu madre le dolería que no lo hiciéramos; hace nueve años que empezaron a venir, y, desde entonces, han cenado con nosotros todas las Navidades. ¿Tienes algún inconveniente, Frank?
—Ninguno, señor —respondió él—. Me propongo ir a la ciudad, camino de Cambridge, justo después de Navidad. Una semana o diez días. ¿Necesita que le haga alguna gestión?
—No sé… Imagino que no tardaré en ir. No entiendo todas esas cartas de los abogados sobre la compra de Newbridge; supongo que mis dudas se despejarían si viera al señor Hodgson.
—Ojalá me hiciera caso, señor, y contratara un administrador. Sus asuntos se han complicado de tal modo que un experto debería dedicarles todo su tiempo. Habría que ocuparse de todos los arrendatarios de Dumford.
—Me ocupo de ellos personalmente. Ninguno se ha atrevido a engañarme jamás, y, aunque pudiera, tampoco lo haría. La mayoría de esas familias han vivido en tierras de los Buxton durante generaciones. Saben que, si intentaran aprovecharse de mí, les castigaría.
—¿De veras cree que tienen apego a nuestra familia o que tienen miedo a su severidad?
—Las dos cosas. Prefieren soportarme a mí a tener problemas con la contabilidad o a recibir esas interminables cartas de abogados que algunos terratenientes mandan constantemente a sus arrendatarios. El día que alguien me engañe, Frank, tendrás mi permiso para contratar un administrador; pero no hasta entonces. Ahí está mi pequeña Erminia cantando sin que nadie la escuche…