Al cabo de tres semanas, llegó el día de la partida de Edward. Un pastel enorme y un paquete de pan de jengibre mitigaron su pena por tener que marcharse de casa.
—¡No llores, Maggie! —le dijo la última mañana—. Como ves, yo no lo hago. Pronto llegará Navidad, y supongo que encontraré tiempo para escribirte de vez en cuando. ¿Ha puesto Nancy un poco de limón en el pastel?
A Maggie le habría gustado ir con su madre a Combehurst para decir adiós a Edward cuando subiera al carruaje, pero no pudo ser. Les acompañó, sin ponerse el sombrero, hasta donde se lo permitieron; y luego se sentó y observó cómo se alejaban durante un larguísimo trecho. Le sobresaltó el sonido de unos cascos de caballo que avanzaban silenciosamente entre los brezales. Era Frank Buxton.
—Mi padre ha pensado que a la señora Browne le gustaría leer el Woodchester Herald. ¿Se ha marchado Edward? —preguntó, advirtiendo su tristeza.
—¡Sí! Acaba de bajar la colina para coger el carruaje. Quizá puedas verlo dentro de unos minutos, cuando cruce el puente. ¡Me habría gustado tanto acompañarle! —respondió ella, mirando hacia el pueblo con añoranza.
A Frank le dio mucha pena verla allí sola, contemplando cómo se alejaba su hermano, al que, por extraño que pudiera parecer, la niña empezaba a echar de menos.
—El otro día te gustó montar a caballo —dijo, tras un momento de silencio—. ¿Quieres dar un paseo ahora? Rhoda es muy tranquila, y puedes sentarte en mi silla. ¡Mira! Acortaré los estribos. Ya está; ¡qué niña tan valiente! Te llevaré con mucho cuidado. Erminia sólo se atreve a montar en una silla de amazona. Te diré lo que haremos; traeré el periódico todos los miércoles hasta que me vaya al colegio, y así podrás dar una vuelta. Ojalá tuviéramos una silla de amazona para Rhoda. O, si Erminia me deja, traeré a Abdel-Kadr, el pequeño pony de Shetland que montaste el otro día.
—Pero ¿lo permitirá el señor Buxton? —preguntó Maggie, temerosa al tiempo que encantada.
—¿Mi padre? Por supuesto que sí. Nunca me niega nada.
A Maggie le extrañó que hablara de ese modo.
—¿Cuándo vuelves al colegio? —quiso saber.
—A finales de agosto; no sé exactamente el día.
—Y Erminia, ¿va al colegio?
—No. Aunque supongo que lo hará pronto si mamá no mejora.
A Maggie le gustó el cambio de su voz cuando mencionó a su madre.
—Bueno, damita, ha llegado la hora de apearse. ¡Fantástico! No eres nada pusilánime, ratoncita.
Nancy, con expresión de asombro, salió a recibir a Maggie.
—Es el señor Frank Buxton —dijo la pequeña, a modo de presentación—. Le ha traído el periódico a mamá.
—¿Quiere entrar y descansar un poco, señor? Yo ataré su caballo.
—No, gracias —contestó él—. Tengo que irme. No olvides, ratoncita, que has de estar lista para dar otro paseo el miércoles que viene.
Y, dicho esto, se marchó.
Nancy extremó la diplomacia para conseguir que Maggie pudiera disfrutar de aquello; aunque sería incomprensible que la señora Browne lo hubiese impedido, pues el lugar de estos paseos se divisaba desde la loma que había delante de la casa, donde podía subir cualquiera que tuviese interés en vigilarlos. Frank y Maggie, con el trato, se hicieron muy amigos. La audacia de la niña deleitaba y sorprendía al muchacho, ¡al principio parecía tan tímida y apocada! Pero sólo se mostraba cohibida delante de la gente, como Frank descubriría antes de que terminaran las vacaciones. Vio cómo se encogía ante ciertas miradas e inflexiones de la voz de su madre; y aprendió a distinguirlas, lo que hizo que cogiera antipatía a la señora Browne, a pesar de lo melosa que era con él. Comunicó a su madre el resultado de estas observaciones y, en consecuencia, llevó un mensaje extremadamente cortés y ceremonioso de la señora Buxton a la señora Browne, en el que la primera rogaba a la segunda que permitiera a Maggie ir a veces a su casa, en compañía del mozo de cuadra que llevaría el periódico todos los miércoles (ahora que Frank se marchaba al internado), y pasar la tarde con Erminia. La señora Browne dio su consentimiento, orgullosa de aquel honor, si bien un poco disgustada de que la invitación no se extendiera a ella. Cuando Frank se despidió y estuvo lo bastante alejado, se volvió hacia Maggie.
—No vayas a volverte una engreída por visitar a esa gente tan fina. Sólo pretenden ser atentos con tu padre y conmigo. Y ya puedes trabajar el doble los jueves para compensar tu diversión de los miércoles.
Maggie enrojeció, y su pequeño corazón palpitó de júbilo. Casi no sentía la marcha del bondadoso Frank: ¡deseaba tanto ver a su madre! En sus sueños —tanto dormida como despierta—, ésta aparecía extrañamente asociada a las apacibles imágenes de mármol que, con las manos unidas en oración, yacen para siempre en los sepulcros del altar de la iglesia de Combehurst. Pasó una semana muy ilusionada. Temía que a su madre le irritara en el fondo su alegría; así que no la compartía con ella, pero se quedaba despierta hasta que Nancy se acostaba a su lado y le escuchaba complaciente la avalancha de pequeños detalles, reales o imaginarios, sobre su relación pasada y futura con la señora Buxton. Y la vieja criada, siempre pendiente de sus palabras, adoptó la costumbre de imaginarse el futuro con la inocencia y ligereza de una niña.
—Suponte, Nancy, sólo suponte que ella se muriera. No quiero decir que se muriera realmente, sino que cayera en una especie de trance parecido a la muerte; tuve esa impresión la primera vez que la vi. En vez de abandonarla, me quedaría a su lado y la cuidaría, sí, la cuidaría…
—Sus labios seguirían siendo rojos y lozanos —le interrumpió Nancy.
—Ya lo sé; un día me explicaste que no pierden el color. Yo estaría siempre mirándolos; intentaría no quedarme nunca dormida.
—Sería ideal que los ataúdes tuvieran respiraderos.
Pero Nancy sintió cómo la niña se apretaba contra ella al escuchar tan macabra sugerencia y, con el tacto del amor, cambió de tema.
—O imagínate que oyéramos hablar de un médico que curase las enfermedades como por arte de magia. Los había en mi juventud, pero no creo que la gente sepa tanto en nuestros días. Cuando yo era niña, Peggy Jackson, nuestra vecina, se curó de una consunción con ayuda de un encantamiento.
—¿Qué es una consunción, Nancy?
—Es consumirse poco a poco. La comida no alimenta, ni la bebida fortalece, y la gente empieza a debilitarse y a adelgazar hasta que su sombra se vuelve gris en lugar de negra al mediodía; pero aquel médico la curó enseguida con un encantamiento.
—¡Ojalá pudiéramos dar con él!
—Murió hace mucho tiempo, pequeña, y mi vecina también.
Mientras Maggie imaginaba que cruzaba los páramos y se dirigía a las hondonadas de las lejanas y misteriosas colinas donde rondaban toda clase de alimañas y criaturas extrañas, se quedó dormida.
Tales eran los pensamientos que ocupaban la imaginación de la niña: ¡llevaba una existencia tan solitaria! Y ahora que Edward se había marchado al colegio, vivía más aislada que nunca. La casa echaba de menos la voz potente y animada de su hermano, y su gran vitalidad. Parecía haber mucho menos trabajo ahora que no había que cubrir y atender sus múltiples necesidades. Maggie hacía sus tareas encima de la roca gris y, como acababa mucho antes porque él no la interrumpía, solía vagar por el camino que subía al páramo desde la parte trasera de la casa: un pequeño sendero empinado y pedregoso, más cerca de unos escalones cortados en la roca que de lo que nosotros, en tierras llanas, llamamos sendero. Llegaba hasta lo alto del vasto páramo y, casi al final, había un espino de tronco nudoso: el único árbol que se veía en muchos kilómetros. Bajo él se agazapaban las ovejas para protegerse de las tormentas o del sol abrasador del mediodía. Las huellas de sus pezuñas, redondeadas y hendidas, agostaban la tierra y la volvían yerma; de las ramas más bajas pendían mechones de lana, al igual que exvotos en un santuario. Allí se sentaba Maggie a soñar en cuanto disponía de media hora libre. Allí iba a llorar cuando su pequeño corazón necesitaba desahogarse tras las duras críticas de su madre, o cuando debía quitarse de en medio y no molestar. Se quedaba contemplando el extenso y ondulante páramo, y el suave viento que silbaba a ras de tierra secaba sus lágrimas. Olvidaba sus sinsabores domésticos para preguntarse por qué una sombra de color pardo violáceo oscurecía siempre el mismo lugar cuando el sol estaba en su cenit, o por qué las sombras de las nubes parecían moverse de costado; e imaginaba qué había más allá de aquellas viejas y sagradas colinas grises, que daban la sensación de sostener las nubes blancas sobre las que los ángeles volaban libres. A veces, entre el aire que se agitaba, dirigía la vista al cielo hasta que su resplandor le deslumbraba, e intentaba divisar el trono del Señor en aquella infinita e insondable profundidad azul. Pensaba que podría ver su fulgor repentino y glorioso si tenía mucha fe. Y siempre se alejaba del espino reconfortada y llena de mansedumbre.
Pero existía el peligro de que la niña se volviera demasiado soñadora, y se aficionara a la vida contemplativa, en lugar de al trabajo activo, la entereza, o el merecido descanso que sigue a ambos y nos prepara para luchar y resistir. La bondad de la señora Buxton impidió que eso ocurriera justo a tiempo. Y quiso que Maggie fuera a Combehurst no sólo por el bien de la pequeña, sino también para que Erminia tuviese una compañera.
Durante esas visitas, Maggie no recibía una enseñanza metódica; y, sin embargo, todos sus conocimientos y gran parte de su firmeza de carácter provenían de aquellos momentos tan esporádicos. Es cierto que su madre le daba clases diarias de lectura, escritura y aritmética; pero profesora y alumna lo veían como un deber penoso que no podían eludir, en lugar de como un medio para lograr un fin. El sentimiento de alivio con que la señora Browne exclamaba: «¡Suficiente por hoy! Hemos acabado» palpitaba también en el corazón de Maggie, y la tediosa rutina concluía.
La señora Buxton les enseñaba con espontaneidad; parecía ser consciente de lo mucho que se aprendía bajo su supervisión, pero nunca se le ocurría hacer o decir nada pensando en el efecto que causaría en las niñas. Se limitaba a ser ella misma, e incluso reconocía (cuando era necesario) sus defectos y errores, y jamás negaba el poder de las tentaciones, no sólo de las que acosaban a los más pequeños, sino también de las que ocasionalmente la asaltaban a ella. Pura, sencilla y sincera hasta la médula, su vida apacible servía de homilía. Maggie, que era seria, imaginativa y un tanto peculiar, se esforzaba por encontrar palabras que expresaran las ideas surgidas de su vida solitaria, convencida de que la señora Buxton enseguida la comprendería.
—Me recuerda usted tanto a una nube —le decía a la señora Buxton—. Allí arriba, en el espino, es curioso ver las formas que adoptan las nubes según los cambios de mi estado de ánimo. He visto cómo unas nubes que, a mi llegada, parecían montículos de nieve sobre las tumbas de unos recién nacidos se convertían, en cuanto me sentía feliz, en una fila de ángeles larga y resplandeciente. Y usted siempre parece apesadumbrada cuando estoy triste, y luminosa y optimista cuando me embarga la dicha. ¡Querida señora Buxton! Me encantaría que Nancy la conociera.
La alegre, voluble, obstinada y cariñosa Erminia era mucho menos seria en todo. Su infancia había transcurrido entre algodones, rodeada de riqueza, y se enfadaba cuando alguien le recordaba lo pronto que perdía el interés por algo que se había empeñado en conseguir. Su vida era como un espejo roto; los añicos brillaban deslumbrantes, pero carecían de la coherencia y perfección del conjunto. La señora Buxton se esforzaba por inculcarle la belleza de lo integral, y la relación que guardaban entre sí las cualidades y los objetos; pero, en todo este afán, prevalecía siempre su regla de oro de la comprensión y la condescendencia. Compartía el entusiasmo de Erminia, aunque la causa de éste cambiara veinte veces al día; pero, con sus maneras dulces y sugerentes, no tardaba en ponderar el valor de cada cosa. Ignoro lo que ocurría, pero todas las discordancias y los fragmentos sueltos parecían armonizar y ordenarse en su presencia.
No deseaba fomentar en las niñas el mismo tipo de carácter. Eran tan distintas como el lirio y la rosa. Pero trataba de comunicar seriedad y equilibrio a Erminia, al tiempo que encaminar la imaginación de Maggie, con objeto de que ésta pudiera consagrarse a fines más elevados, en lugar de limitarse a contribuir a la intensidad y duración de un sueño.
Le contaba historias de santos y de mártires, y de todas las heroínas ejemplares que, olvidándose de sí mismas, intentaban por todos los medios «servir al Señor y hacer Su voluntad[5]». Las lágrimas asomaban a los ojos tanto de quien escuchaba como de quien hablaba con una voz queda que parecía a punto de ahogarse cuando llegaba al ápice de lo sublime.
Pero cuando descubrió que Maggie corría el peligro de vivir fuera de la realidad, debido a su costumbre de esperar algún acto heroico, empezó a hablarle de otros ideales femeninos. Le explicaba que, aunque la vida de esas mujeres de antaño sólo llegara hasta nosotros por algún hecho glorioso, no habrían podido construir el templo de su perfección sin innumerables historias silenciosas; y que las pequeñas ofrendas diarias depositadas sobre el altar les habían permitido adquirir la fuerza necesaria para el sacrificio supremo. Después le hablaba de aquellos cuyos nombres jamás se enaltecen —alguna pobre criada, algún curtido artesano, alguna institutriz cansada— y pasan por la vida sin hacer ruido, con el corazón lleno de los más nobles propósitos, por los que renuncian al placer y a la comodidad, en una suave y apacible sucesión de días de firmeza. Citaba estos versos de George Herbert[6]:
Y la madre de Maggie se sentía decepcionada porque la señora Buxton nunca decía nada de enseñarle a «tocar el piano», para ella el súmmum de la educación refinada. Mientras anhelaba convertirse en Juana de Arco o en cualquier otra gran heroína, Maggie no se percataba de su heroísmo diario al soportar mansamente a su madre. Era duro que le preguntara por la señora Buxton, y que aprovechara esas respuestas para mostrar su desprecio y criticar las costumbres de la amable dama.
Cuando llegaron las vacaciones y Ned regresó a casa, tenía muchas cosas que contar. La señora Browne pasaba horas escuchando sus historias, y celebraba con orgullo todos los progresos de su hijo. Sus cuadernos y su escritura florida eran dignos de contemplarse; y sus libros de cuentas contenían torres y pirámides de números.
—Sí, sí —dijo el señor Buxton al verlos—, ¡excelente! Cuando yo era niño, sabía dibujar un águila volando de un solo trazo, pero esto nunca lo aprendí. Y les aseguro que me consideraba un buen alumno. Y estos cálculos… ¡Santo cielo! Tengo que nombrarte mi administrador. Necesito uno, no cabe duda; aunque cada dos o tres años contrate un contable para que me lleve las cuentas, de algún modo siempre se las arreglan para equivocarse. Esas canteras que todo el mundo cree tan valiosas, con piedras de las que me hacen pedidos de cientos de libras, ¿sabe, según mi contabilidad, qué beneficio me reportaron el año pasado, señora Browne?
—Soy incapaz de adivinarlo, señor; mucho dinero, estoy segura.
—Poco más de siete peniques —respondió él, soltando una ruidosa carcajada, idéntica a la de cualquier otro propietario que estuviera proclamando unas cuantiosas ganancias—. Pero pronto tendré que llevar mis asuntos de otra manera. Frank necesitará dinero cuando vaya a Oxford, y lo tendrá. No soy un hombre refinado, pero Frank será todo un caballero. ¡Ajá, señorita Maggie! ¿Dónde está mi pan de jengibre? Todos los miércoles subes sigilosamente al cuarto de la señora Buxton, y todavía no has enseñado a la cocinera a prepararlo. Bueno, Ned, ¿qué tal con los clásicos? ¡Qué magnífico autor ese Virgilio! Veamos, ¿cómo empezaba?: Arma, virumque cano, Troiae qui primus ab oris[8].
»Creo que lo he hecho bastante bien, teniendo en cuenta que no he vuelto a abrir La Eneida desde que acabé el colegio, hace treinta años. Juraría que en aquel tiempo me pasaba seis horas al día estudiándola. Y ahora te pondré a prueba. ¿Entiendes esto?: Infir dealis, inoak noneis; inmud celis, inclay noneis[9].
—Por supuesto —dijo Edward, con cierto desdén—. Y usted, ¿sabe traducir esto, señor?: Apud in is almi des ire, mimis tres i neve require, alo veri findit a gestis, his miseri ne ver at restis[10].
Pero, aunque Edward hubiese ganado tres premios y aprendido ya mucho, su formación moral dejaba mucho que desear. Era más déspota que nunca con su madre y con Maggie. Sus relaciones con Nancy eran muy tensas, y los dos preferían guardar las distancias al máximo. Maggie seguía mostrándose igual de sumisa con él, siempre y cuando no le pidiera nada que fuera en contra de su conciencia; pero sus ideas cada día más claras al respecto —gracias a su espíritu piadoso y a su afán de superación— le impedían obedecer a su hermano tan ciegamente como antes. Además de su autoritarismo palmario, Edward había aprendido a aunar la inteligencia con varios artificios y subterfugios que repugnaban a Maggie por su mezquindad.
—Te has vuelto tan engreída desde que eres amiga íntima de Erminia que no quieres hacer lo que te pido; eres más egoísta y testaruda que… —Edward se interrumpió de pronto.
Maggie estaba a punto de llorar.
—Haré cualquier cosa mientras esté bien hacerla, Ned.
—Bueno, pues yo te digo que eso está bien.
—¿Cómo es posible? —dijo ella con tristeza, deseando casi que la convenciera.
—¿Cómo? Porque lo digo yo, y eso es suficiente para ti. Ahora necesitas un motivo para todo. No eres ni la mitad de simpática que antes. A menos que uno apele a la lógica y esgrima un poderoso argumento, te niegas a todo. Sé obediente, hazme caso. Las mujeres tienen que serlo.
—A algunas personas las obedecería sin conocer sus motivos, aunque me pidieran una tontería —dijo Maggie, casi para sus adentros.
—Me gustaría saber a quiénes —exclamó Edward con desdén.
—A don Quijote, por ejemplo —respondió ella, muy seria; pues lo cierto es que estaba pensando en él: la nobleza, ternura y melancolía de su carácter la habían impresionado vivamente.
Edward clavó su mirada en ella unos instantes, y luego estalló en carcajadas. Eso mejoró su humor. Se le ocurrió algo tan gracioso para tomar el pelo a su hermana que no pudo seguir enfadado con ella. La llamó Sancho Panza el resto de las vacaciones, a pesar de las protestas de Maggie, que no podía soportar al escudero y odiaba que la llamara con ese nombre.
Frank y Edward se tenían mutua antipatía, y los esfuerzos del señor Buxton por acercarlos parecieron acrecentar, en lugar de atenuar, la frialdad entre ambos.
—Vamos, Frank, hijo mío —decía—, no seas tan estirado con Edward. Yo quería muchísimo a su padre, y estoy empeñado en que seáis amigos. Estará en tu mano ayudarle a prosperar en la vida.
Pero Frank le respondía:
—No es trigo limpio, señor. No soporto a la gente que no es honrada. Los chicos que van a esos colegios privados aprenden toda clase de tretas.
—¡Qué va…! En eso te equivocas, hijo mío. Yo me eduqué en un colegio así y nadie podrá acusarme jamás de haberme ensuciado las manos con trampas o engaños. El señor Thomson habría matado a latigazos a cualquier alumno que hubiera hecho algo malo o inmoral.