II

Finalmente se vistieron, y Nancy se quedó en los escalones del patio, protegiéndose los ojos del sol con la mano y siguiéndoles con la mirada mientras subían la ladera cubierta de brezos que conducía a Combehurst.

«Ojalá le diera la mano de vez en cuando a Maggie, para que pudiera sentir el calor de una madre. Tal vez lo haga algún día, al menos cuando el señorito Edward se vaya al internado».

Mientras seguían su camino, la señora Browne enseñó a los niños unas cuantas normas de educación y etiqueta.

—Maggie, tienes que sentarte muy erguida, con la espalda bien recta, sin encorvarte. Si me oyes toser, ponte derecha. Toseré cuando hagas algo mal, y estaré vigilándote todo el tiempo, no lo olvides. Tú siempre estás erguido, Edward. Como eres chico, si el señor Buxton te lo ofrece, puedes beber un vaso de vino. Pero no dejes de decir: «A su salud, señor», antes de empezar a tomártelo.

—Prefiero no probar el vino si tengo que decir eso —respondió Edward con franqueza.

—¡Qué tontería!, querido. Estoy segura de que quieres ser un caballero.

Edward murmuró algo inaudible.

—Por supuesto, no repetiréis más de una vez. Dos raciones de carne y dos de budín es lo correcto. Podéis comer menos, pero nunca más.

—¡Oh, mamá! ¡Qué bonita está la aguja de la iglesia de Combehurst, con esa nube negra detrás! —exclamó Maggie al divisar el pueblo.

—Deja en paz la aguja de Combehurst mientras te hablo. Me estoy quedando sin aliento para que aprendas cómo has de comportarte, y tú venga a mirar nubes y otras tonterías semejantes. Me avergüenzo de ti.

Aunque Maggie anduvo silenciosamente al lado de su madre el resto del trayecto, la señora Browne se sentía demasiado ofendida para seguir con sus consejos. Maggie podía repetir más de una vez si quería: la dejaba por imposible.

Habían salido muy temprano. Cuando se aproximaron al puente, vieron que venía hacia ellos un chico alto y bien parecido que llevaba de las bridas un precioso pony de Shetland con una silla de amazona. Se acercó a la señora Browne y dijo:

—Mi padre ha pensado que su hija estaría cansada, y me ha pedido que le trajera el pony de mi prima Erminia. Es muy dócil.

Aquello le resultó muy irritante a la señora Browne, que quería meter en cintura a Maggie. Sin embargo, no tenía más remedio que aceptar el ofrecimiento: lo único que podía hacer era estropear todo lo posible la diversión de su hija, mirándola y hablándole con frialdad, lo cual helaba el corazón de Maggie y le impedía disfrutar. De nada sirvió que Frank Buxton pusiera el pony al trote, y a medio galope; ella siguió mostrándose seria y taciturna.

«¡Qué niña más sosa!», pensó él; pero se portó con la amabilidad y la cortesía de un joven caballero.

Finalmente llegaron a casa del señor Buxton. Estaba en la calle principal, y un tramo de escalones conducía hasta su puerta. A ambos lados de ella se abrían los enormes ventanales con bordes de piedra. En realidad, era una mansión, y no necesitaba el contraste de las casitas vecinas para resultar imponente. Cuando atravesaron el umbral, entraron en un amplio vestíbulo, donde hacía frío incluso aquel día abrasador de julio; el suelo era de losetas blancas y negras, y había unos sofás antiguos pegados a las paredes, y grandes jarrones de delicada porcelana llenos de flores secas. Aquella penumbra era muy agradable después de la luz cegadora de la calle; y la vista del jardín, enmarcada por la ancha puerta que se abría a él, proporcionaba la claridad y la alegría necesarias. Había rosas, guisantes de olor y amapolas: una masa de color de gran belleza desde el frescor sombrío del vestíbulo. Todo en la casa hablaba de riqueza, riqueza acumulada durante generaciones y mostrada con elegancia y sin ostentación. Los antepasados del señor Buxton habían sido granjeros ricos; pero dos o tres generaciones antes, de haber sido ambiciosos, se habrían incorporado a la pequeña aristocracia rural gracias a sus ahorros y a lo mucho que habían prosperado. Ellos, sin embargo, continuaron residiendo en la vieja granja hasta que el abuelo del señor Buxton construyó la casa de Combehurst que he empezado a describir; aunque luego se avergonzó de haberla hecho, convencido de que era una vivienda por encima de su posición. Él y su mujer estaban siempre en la cocina grande, y no amueblaron los salones hasta la boda del hijo. Pero éstos siguieron con los postigos cerrados y los muebles enfundados mientras vivió el viejo matrimonio, que, sin embargo, se preocupó de comprar los valiosos objetos y la magnífica porcelana antigua que adornaban las estancias. Pero murieron y fueron a reunirse con sus mayores, y los jóvenes señor y señora Buxton (de cincuenta y uno y cuarenta y cinco años respectivamente) empezaron a reinar en su lugar. Tuvieron el buen gusto de no cambiar las cosas bruscamente; pero, poco a poco, los cuartos dejaron de parecer deshabitados, y su hijo y su hija crecieron disfrutando de una gran fortuna, y de un refinamiento parejo. No obstante, tuvieron la modestia de no ponerse en ningún sentido al nivel de la nobleza rural. Lawrence Buxton estudió en el mismo colegio que su padre; la idea de mandarlo a la universidad para completar su educación, tras algunas deliberaciones, fue finalmente desechada. Al cabo del tiempo, ocupó el lugar de su padre y contrajo matrimonio con una joven dulce y adorable de una familia aristocrática venida a menos, que le dio un hijo antes de caer enferma. Su hermana se había casado con un hombre cuyo carácter era peor que su fortuna, y había enviudado. Todo el mundo consideró una bendición la muerte del marido, pero ella estaba enamorada de él a pesar de su negligencia y de sus muchos defectos; y a los pocos años abandonó este mundo, dejando a su hijita al cuidado de su hermano, después de suplicarle con voz trémula que nunca le hablara en contra de su difunto padre. Así que el señor Buxton se llevó a la pequeña Erminia a casa, lleno de remordimientos por la dureza con que había tratado a su hermana al cortar toda comunicación con ella a raíz de su desventurado matrimonio.

—¿Dónde está Erminia, Frank? —preguntó su padre, hablando por encima del hombro de Maggie, sin soltar su mano—. Quiero llevar a la señora Browne a saludar a tu madre. Le dije a Erminia que estuviera aquí para recibir a esta pequeña.

—Ya la llevo yo con Minnie; creo que está en el jardín. Enseguida vuelvo —exclamó; y, haciéndole un gesto a Edward, añadió—: Iremos a ver los conejos.

Frank y Maggie abandonaron el gran salón de techo elevado, repleto de libros y de objetos curiosos, y salieron a un jardín fragante y soleado que había en la parte trasera de la casa. Por uno de los caminos, entre dos setos de rosas, apareció un hada pequeña y grácil de largos tirabuzones rubios y tez de rosa. Con el azul intenso del cielo de verano detrás de ella, a Maggie le pareció un ángel. Ni apretó ni aflojó el paso al verlos, sino que continuó con el mismo andar airoso, ligero y saltarín.

—Date prisa, Minnie —gritó Frank.

Pero Minnie se detuvo a coger una rosa.

—No hace falta que te quedes conmigo —le dijo Maggie a Frank con dulzura, aunque siguiera agarrada a su mano como si fuera un amigo y la forma de actuar de la pequeña hada no le resultara especialmente amable o afectuosa.

Frank le obedeció y corrió a reunirse con Edward. Erminia se acercó un poco más deprisa al ver sola a Maggie, pero, después de saludarse, las dos niñas no encontraron mucho de qué hablar. Erminia se dejaba impresionar fácilmente por las pompas y vanidades de este mundo, y el hermoso vestido nuevo de Maggie le pareció de una seda marrón vieja y planchada. Y, aunque la voz de Maggie era dulce y tenía un tintineo de plata, pronunciaba las palabras con el dejo campesino de Nancy. Llevaba el pelo corto, sus zapatos eran gruesos y al andar golpeaban el suelo. Erminia la trataba con condescendencia, y se sentía muy amable y superior; pero ninguna de las dos fue demasiado cordial. La visita prometía ser más honorable que agradable, y a Maggie casi le entraron ganas de volver a casa. Llegó la hora del almuerzo, y la señora Buxton comió en su dormitorio. El señor Buxton se mostró campechano, jovial, insistente; estuvo a punto de regañar a Maggie porque no quería tomar una tercera ración de su budín preferido, pero ella recordaba las palabras de su madre, y sabía que ésta no le quitaría el ojo de encima. Eso le hizo comportarse de un modo remilgado y extraño, muy alejado de su natural espontáneo, tierno y adorable. Maggie tuvo la impresión de que Edward y el joven Buxton hacían tan pocas migas como ella y la señorita Harvey. Quizá fuera ese sentimiento el que empujó a los chicos a jugar con ellas por la tarde.

—Vamos al columpio entre los arbustos —aventuró Frank después de pensar un poco, y los cuatro corrieron hacia él.

Frank propuso que Edward y él columpiaran a las dos niñas; y, durante un rato, todos parecieron divertirse. Pero Edward no tardó en decidir que Maggie llevaba suficiente tiempo columpiándose y había llegado su turno; y la pequeña, en cuanto él se lo pidió, le cedió el asiento.

—¿No te gusta columpiarte? —le preguntó Erminia.

—¡Sí! Pero ahora le apetece a Edward.

Edward ocupó su lugar. Frank se apartó y no quiso columpiarle. Maggie se esforzó por hacerlo, pero su hermano pesaba mucho y el columpio se torcía. Después de reprenderla por algo que ella no podía evitar, Edward saltó al suelo con tal brusquedad que el asiento golpeó a Maggie en la cara y la tiró al suelo. Cuando se puso en pie, los labios le temblaban de dolor, pero no lloraba; se limitó a mirarse con gran preocupación el vestido. Tenía un desgarrón en la parte delantera. Y entonces sí que se echó a llorar, y sus lágrimas eran de miedo. ¿Qué iba a decir su madre?

Erminia la vio llorar.

—¿Te has hecho daño? —preguntó, muy amable—. ¡Oh, qué hinchada tienes la mejilla! ¡Qué malo y qué bruto es tu hermano!

—No me he dado cuenta de que iba a saltar. Pero no estoy llorando porque me duela, sino por este desgarrón en mi precioso vestido nuevo. Mamá se disgustará tanto…

—¿Es un vestido nuevo? —inquirió Erminia.

—Nuevo para mí. Nancy se ha pasado varias noches sin dormir para hacérmelo. ¡Oh! ¿Qué va a ser de mí?

El pequeño corazón de Erminia se ablandó ante tanta pobreza. Su mejor vestido ¡confeccionado con una seda vieja y andrajosa! Abrazó a Maggie y le dijo:

—Ven conmigo; iremos al vestidor de mi tía, y Dawson nos dará un trozo de seda. Te ayudaré a remendarlo.

—Ésta es la pequeña y bondadosa Minnie… —exclamó Frank.

Ned se alejó malhumorado. No creo que los chicos volvieran a mostrarse cordiales el uno con el otro aquel día. Como Frank explicaría luego a su madre:

—Ned podría haber dicho que lo sentía, pero está acostumbrado a ser un tirano con la ratoncita de su hermana.

Erminia y Maggie fueron cogidas del hombro al vestidor de la señora Buxton. La desgracia de Maggie las había unido. La señora Buxton descansaba en un sofá; tan rubia y tan pálida con su batín de muselina que, cuando Maggie la vio tendida con los ojos cerrados, se le encogió el corazón porque creyó que estaba muerta. Pero la dama abrió unos ojos grandes y lánguidos y, pidiéndoles que se acercaran, escuchó su historia muy interesada.

—Dawson está tomando el té. Mira en mi costurero, Minnie; encontrarás un trozo de seda. ¿Te quitas el vestido y me lo das, tesoro? Veamos cómo se puede remendar.

—Tía Buxton —susurró Erminia—, déjame darle uno de mis vestidos. El suyo es tan viejo…

—No, mi amor. Luego te explicaré por qué —respondió la señora Buxton.

Examinó el desgarrón y dispuso todo para que las niñas lo remendaran. Erminia se desvivió por ayudar a Maggie. Mientras estaban sentadas en el suelo, la señora Buxton pensó en el hermoso contraste que creaban: Erminia, de una belleza deslumbrante, con sus bucles rubios y su vestido azul pálido; Maggie, con sus hombros blancos y torneados bajo de la enagua, el cabello tan sedoso y brillante como las castañas a las que se asemejaba en color, y las pestañas largas y negras que caían sobre unas mejillas aterciopeladas que habrían dado impresión de fragilidad de no haber sido por los labios de coral que dejaban traslucir una salud perfecta. Ahora, al levantar la vista, la niña mostraba unos ojos de color gris oscuro, enormes y llenos de lágrimas. El rojo bermellón de la cortina del fondo realzaba el encanto de las dos pequeñas figuras.

Apareció Dawson. Era una mujer seria de edad avanzada, a la que Erminia temía mucho más que a su tía; pero terminó de arreglar el vestido de Maggie a petición de la señora Buxton.

—Como no puedo bajar, el señor Buxton ha invitado a tomar el té a algunas viejas amigas de tu madre; Dawson, creo que estas dos pequeñas lo tomarán conmigo. ¿Podéis quedaros aquí sin hacer ruido, o eso os aburre?

Las niñas aceptaron encantadas la invitación; en cuanto a no armar alboroto, Erminia hizo toda clase de promesas pintorescas y bienintencionadas, aunque se puso a andar de puntillas con tantos aspavientos que la señora Buxton acabó rogándole que se olvidara de no hacer ruido, pues de ese modo resultaría más silenciosa. Fue el momento más feliz del día para Maggie. Estaba tan en armonía con la dulzura resignada de la señora Buxton que algo en su interior respondía a ella como en un eco, y las dos sintieron una extraña afinidad. Parecían dos viejas amigas. Maggie, que era muy reservada en casa porque nadie tenía interés en escucharla, abrió su corazón y contó a Erminia y a la señora Buxton lo que hacía a lo largo de la jornada, y les describió su hogar.

—¡Qué raro! —dijo Erminia—. He recorrido ese camino a lomos de Abdel-Kadr y jamás he visto tu casa.

—Se parece al lugar donde vivía la Bella Durmiente; es como si a veces la gente diera vueltas y vueltas a su alrededor y no lograra encontrarlo. A menos que sigas una pequeña senda que parece terminar en una roca gris, puedes estar a dos pasos de su chimenea y no verla. Creo que les gustaría mucho. ¿Pasa usted alguna vez por allí, señora?

—No, tesoro —contestó la señora Buxton.

—Pero ¿lo hará algún día?

—Me temo que nunca volveré a salir de casa —dijo la señora Buxton, en voz baja pero alegre.

Maggie pensó en cuán triste era el destino que le esperaba. Se apresuró a coger un pequeño escabel, se sentó junto al sofá de la señora Buxton y le cogió la mano.

La señora Browne no podía sentirse más orgullosa y feliz en el piso de abajo. El señor Buxton sabía unos cuantos chistes, que habrían resultado demasiado manidos (pues le gustaba recrearse en sus jocosas chanzas antes de olvidarlas) de no haber sido por su jovialidad y simpatía. Adoraba que la gente se sintiera feliz y, en lo que se refería a las necesidades del cuerpo, era de una gran perspicacia. Estaba sentado con porte regio (pues, salvo el párroco, no había ningún caballero de su clase social en Combehurst) entre seis o siete señoras que le reían todas las gracias, y que evidentemente pensaban que era un honor para la señora Browne haber sido invitada a almorzar y a tomar el té. Al anochecer, el señor Buxton ordenó al cochero que la llevara hasta donde pudiera llegar el carruaje; al despedirse, se dieron un apretón de manos un tanto misterioso, y la señora Browne lamentó no tener la misma luz que en casa para poder leer la nota que él le había deslizado en la mano mientras mascullaba algo sobre Edward.

Cuando todos se marcharon, se celebró una pequeña reunión en el vestidor de la señora Buxton. Marido, hijo y sobrina fueron a dar su opinión del día y de los invitados.

—La pobre señora Browne es un poco pesada —dijo el señor Buxton, bostezando—. Supongo que es el resultado de vivir en ese agujero en medio de los páramos. Pero creo que lo ha pasado muy bien, así que la invitaremos de vez en cuando en honor de Browne. ¡Pobre Browne! ¡Era un hombre tan bueno!

—No me gusta nada ese niño —comentó Frank—. Por favor, por favor, no volváis a invitarlo hasta que me vaya: es tan prepotente y egoísta… Hasta es un poco esnob de vez en cuando. ¡Mamá!, sé lo que quieres decir con esa mirada. Bueno, puede que yo a veces sea un poco prepotente, pero no soy un esnob.

—La pequeña Maggie es un encanto —dijo Erminia—. ¡Qué pena que no tenga ni un vestido nuevo! ¿No te ha parecido maravillosa cuando se le ha roto, Frank?

—Sí, es una criatura adorable cuando no se deja atemorizar por su hermano. ¡Menos mal que él va a irse a un internado!

Cuando la señora Browne se enteró de dónde había tomado Maggie el té, se sintió muy ofendida. Ella sólo había pasado una hora con la señora Buxton, justo antes del almuerzo. Si su anfitriona podía soportar el barullo que armaban los niños, no acababa de entender por qué se encerraba en aquel cuarto y se daba tantos aires. Es posible que por ser la nieta de sir Henry Biddulph se permitiera aquellos caprichos, y no se molestara en presidir la mesa ni en preparar el té para sus invitados como mandaban los cánones de la cortesía. ¡Pobre señor Buxton! ¡Era una desgracia que un hombre tan animado tuviera una mujer así! Le tenía que hacer mucho bien pasar algunos ratos en agradable compañía. Le sentaba de perlas ver a sus amigos. Tenía que sentirse muy desdichado con una mujer tan enfermiza.

(De haber podido contemplarlos en aquel instante, habría visto cómo el señor Buxton acariciaba con ternura las manos de su mujer, y se asombraba en su fuero interno de que un ser tan puro pudiera amar a un hombre tan zafio como él; era la bendición maravillosa e inexplicable de su vida. ¡Conocemos tan poco la verdadera realidad de aquellos hogares que visitamos como amigos íntimos!).

Maggie no pudo soportar que su madre definiera a la señora Buxton como una dama muy fina que simulaba estar enferma. Su corazón latió con fuerza mientras exclamaba:

—¡Mamá! Seguro que está enferma de verdad. Tiene los labios blancos, muy blancos, y la mano tan caliente mientras la apretaba entre las mías…

—¿Cómo? ¿Que le cogiste la mano a la señora Buxton? ¿Y tus modales? Eres una niña descarada, y siempre lo has sido. Pero no pretendas saber más que los mayores. Es inútil que me digas que la señora Buxton está enferma cuando puede soportar el alboroto de los niños.

—Creo que son unos engreídos, y ese Frank Buxton es el peor de todos —dijo Edward.

A Maggie se le partió el corazón al ver la frialdad con que hablaban de una familia que había hecho todo lo posible para que pasaran un día feliz. Era su primera salida al mundo, y no sabía lo extendida que está la costumbre de criticar a las personas a las que se ha visitado instantes antes. Así que aquellos comentarios le dolieron. Le entristecía, asimismo, pensar que jamás volvería a ver a la señora Buxton y a la adorable Erminia. Como nadie había hablado de futuras visitas ni nada parecido, imaginaba que jamás volverían a producirse; y se sentía como aquel hombre de las Mil y una noches[4] que vislumbraba piedras preciosas y deslumbrantes riquezas en la cueva justo antes de que su entrada se cerrara sin dejar huella en la roca. Intentaba recordar la casa: las colgaduras de color tostado, azul marino y carmesí resultaban tan vistosas al lado de las cretonas claras de su hogar; y las estancias que se comunicaban entre sí eran algo completamente nuevo para ella; los aposentos parecían desvanecerse en la lejanía, como el fondo de los oscuros pasillos abovedados de las iglesias. Pero sobre todo intentaba acordarse del rostro de la señora Buxton; y Nancy tuvo que dejar finalmente a un lado su trabajo y acercarse a la cama para consolar a la pobre pequeña, que lloraba convencida de que la señora Buxton no tardaría en morir y jamás volvería a estar con ella. Nancy quería muchísimo a Maggie, y no sintió celos de la fervorosa admiración que le inspiraba aquella dama desconocida. Prestó atención a su relato y a sus miedos hasta que dejó de sollozar; y la luna entró por la ventana iluminando los blancos párpados cerrados de la niña que, dormida, seguía suspirando.