I

Si uno tuerce a la izquierda después de pasar junto a la entrada techada del cementerio de la iglesia de Combehurst, llegará al puente de madera que cruza el arroyo; al seguir el sendero cuesta arriba, y aproximadamente a un kilómetro, encontrará una pradera en la que sopla el viento, casi tan extensa como una cadena de colinas, donde las ovejas pacen una hierba baja, tierna y fina. Desde allí se divisa Combehurst y la hermosa aguja de su iglesia. Tras cruzar esos pastos hay un terreno comunal, teñido de tojos dorados y de brezales color púrpura, que en verano impregnan el aire apacible con sus cálidas fragancias. Las suaves ondulaciones de las tierras altas forman un horizonte cercano sobre el cielo; la línea sólo queda interrumpida por un bosquecillo de abetos escoceses, siempre negros y sombríos, incluso a mediodía, cuando el resto del paisaje parece bañado por la luz del sol. La alondra aletea y canta en lo alto del cielo; a demasiada altura… en un lugar demasiado resplandeciente para que podamos verla. ¡Miradla! Aparece de pronto… pero, como si le costara abandonar aquel fulgor celestial, se detiene y flota en medio del éter. Luego desciende bruscamente hasta su nido, oculto entre los brezales, visible únicamente para los ojos del Cielo y de los diminutos insectos brillantes que recorren los flexibles tallos de las flores. De un modo que recuerda al repentino descenso de la alondra, el sendero baja abruptamente entre el verdor; y en una hondonada entre las colinas cubiertas de hierba, hay una vivienda que no es grande ni pequeña, a caballo entre una cabaña y una casa. Tampoco es una granja, aunque esté rodeada de animales. Es, o más bien era, en la época de la que hablo, la morada de la señora Browne, la viuda del antiguo coadjutor de Combehurst. Residía allí con su vieja y leal criada y sus dos hijos, un niño y una niña. Y llevaban una vida tan solitaria en aquella verde oquedad como esas familias que habitan en los bosques de los cuentos alemanes. Un día a la semana cruzaban el terreno comunal y, al llegar a la cima, empezaban a oír los primeros tañidos de las campanas que llamaban dulcemente a misa. La señora Browne encabezaba la comitiva, y llevaba a Edward de la mano; la vieja Nancy le seguía con la pequeña Maggie. Pero caminaban juntos y hablaban sin alzar la voz, como corresponde al día del Señor. No tenían mucho que contarse: sus vidas eran demasiado monótonas; pues, salvo el domingo, la viuda y sus hijos jamás pisaban Combehurst. Casi todo el mundo habría considerado aquella pequeña localidad un lugar apacible y de ensueño, pero a los dos niños les parecía el mundo entero; y, después de cruzar el puente, se agarraban con más fuerza a las manos que les asían, y alzaban tímidamente la mirada con los ojos medio cerrados cuando se dirigía a ellos algún conocido de su madre. A la salida de la iglesia, la señora Browne recibía con frecuencia alguna invitación para almorzar, pero nunca la aceptaba, para alivio de sus vergonzosos niños; aunque entre semana éstos comentaran en voz baja cuánto les gustaría comer con mamá en casa del señor Buxton, donde vivían la niña del vestido blanco y el muchacho alto. Los domingos, en lugar de quedarse en el pueblo o en otro sitio, la señora Browne consideraba una obligación llorar sobre la tumba de su marido. Aunque el dolor por su muerte estuviera en el origen de esa costumbre, pues era el mejor de los maridos y el más respetable de los hombres, el hecho de que los demás observaran esa efusión había destruido la pureza de su sufrimiento. Los vecinos le abrían paso para que avanzara por el césped hasta llegar a la lápida; y la señora Browne, convencida de que era lo que se esperaba de ella, cumplía al pie de la letra con ese rito. Los dos niños, cogidos de su mano, se mostraban inquietos y asustados, y eran dolorosamente conscientes de ser con demasiada frecuencia el centro de todas las miradas.

—Ojalá lloviera todos los domingos —dijo Edward un día en el jardín a su hermana Maggie.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque saldríamos deprisa y corriendo de la iglesia y volveríamos rápidamente a casa para que no se estropease el crespón de mamá. Y no tendríamos que ir a llorar sobre la tumba de papá.

—Yo nunca lloro —dijo Maggie—. Y ¿tú?

Edward miró a uno y otro lado antes de contestar, para asegurarse de que estaban solos.

—No; estuve mucho tiempo triste por papá, pero no se puede estar triste toda la vida. Tal vez los adultos puedan…

—Mamá puede —exclamó la pequeña Maggie—. Algunas veces yo también me pongo muy triste; cuando estoy sola, o juego contigo, o me despierta la luz de la luna en nuestro dormitorio. ¿No tienes a veces la sensación de que papá te llama? Yo sí… ¡Y me da tanta pena pensar que jamás volverá a hacerlo!

—Bueno, ya sabes que para mí es distinto. Me llamaba para darme clase…

—¡Y a mí me regañaba algunas veces! Pero ahora me parece oír su voz más cariñosa, la que ponía para decirnos que paseáramos con él o cuando quería enseñarnos algo bonito.

Edward se quedó en silencio, jugando con algo que había en el suelo. Luego miró a su alrededor y, convencido de que nadie podía oírle, dijo en voz baja:

—Maggie, ¿sabes que no siempre me da pena que papá haya muerto? Cuando me porto mal. Si estuviera aquí, ¡se enfadaría tanto! Creo que me alegro… Bueno, sólo algunas veces… de que no esté con nosotros.

—Oh, Edward, sé que no quieres decir eso. Será mejor que no hablemos de papá. Somos demasiado pequeños para entender algunas cosas. Venga, Edward, por favor…

Los ojos de la pequeña Maggie se llenaron de lágrimas, y no volvió a hablar con Edward, ni con nadie, de su difunto padre. A medida que fue creciendo su vida se hizo cada vez más activa. La casa, los establos y cobertizos, el jardín y el terreno eran de la familia, y dependían en gran parte de lo que producían. Maggie pasaba mucho tiempo con la vaca, el cerdo y las aves de corral. Ella y la señora Browne tenían que ocuparse de muchas tareas domésticas; y sólo cuando las camas estaban hechas, las habitaciones barridas y la comida lista, Maggie podía sentarse a estudiar si le sobraba un poco de tiempo. Ned, que se preciaba mucho de ser varón, se pasaba la mañana sentado en el sillón de su padre, en el pequeño gabinete de lectura, «estudiando», como le gustaba decir. Maggie a veces entraba unos instantes y le pedía ayuda para subir el jarro de agua por la escalera, o algo parecido; y él normalmente accedía, pero se quejaba tanto de las interrupciones que ella acabó diciendo que no volvería a molestarlo. A pesar de la dulzura con que pronunció estas palabras, a él le pareció un reproche e intentó disculparse.

—Verás, Maggie: para ser un caballero, un hombre ha de tener cierta cultura. A una mujer sólo se le pide que sepa llevar la casa. De modo que mi tiempo es más valioso que el tuyo. Dice mamá que debo ir a la universidad para convertirme en clérigo, así que tengo que estudiar mucho latín.

Maggie asintió en silencio; y casi le pareció una delicada muestra de deferencia que, una mañana o dos después, Edward se acercara a ella para ayudarla a llevar el pesado cántaro de barro que traía de la fuente con agua fresca para la comida.

—Vamos a dejarlo a la sombra, detrás del montadero —dijo él—. ¡Oh, Maggie! ¡Mira lo que has hecho! Lo has tirado todo por no hacerme caso. Ahora tendrás que ir a por agua tú sola, yo no tengo la culpa.

—No te había entendido, Edward —respondió la niña con dulzura.

Pero él ya se había marchado, y estaba entrando en la casa con aire ofendido. Maggie no tuvo otro remedio que volver a la fuente para llenar el cántaro de nuevo. El manantial estaba bastante lejos, en una pequeña hondonada rocosa. Era un rincón tan fresco después de la calurosa caminata que la niña se sentó a la sombra de una roca gris y miró los helechos empapados por el goteo del agua. Se sentía triste, y no sabía por qué.

«Cuánto se enfada Ned algunas veces —pensó—. No le he entendido dónde quería llevar el agua. Quizá sea una patosa. Mamá dice que lo soy, y Ned también. Ojalá pudiera evitar ser tan torpe y tan estúpida. Según Ned, todas las mujeres lo son. Ojalá no fuera una mujer. Debe de ser maravilloso ser un hombre. ¡Dios mío! Tengo que volver a subir la ladera con este pesado cántaro, ¡y me duelen tanto las manos!».

Se puso en pie y subió la empinada cuesta. Al acercarse a casa, oyó la voz de su madre:

—¡Maggie! ¡Maggie! No podemos comer sin agua, y las patatas están casi cocidas. ¿Dónde estará esa niña?

Empezaron a comer antes de que ella bajara de lavarse las manos y cepillarse el pelo. Había corrido mucho y estaba agotada.

—Madre —dijo Ned—, como hay fiambre, ¿puedo tomar mantequilla con estas patatas? Están tan secas…

—Por supuesto, querido. Maggie, ve a buscar una porción de mantequilla a la fresquera.

Sin haber probado la comida, Maggie se alejó en silencio.

—¡Alto ahí, pequeña! —exclamó Nancy, obligándola a dar media vuelta en el pasillo—. Tú ve a comer, yo llevaré la mantequilla. Por hoy ya has trabajado bastante.

Maggie no se atrevió a volver con las manos vacías, y se quedó en el pasillo hasta que volvió Nancy; y entonces levantó el rostro para que la vieja, curtida y cariñosa criada le diera un beso.

«¡Es tan adorable!», pensó Nancy al entrar en la cocina. Y Maggie volvió al comedor mucho más alegre y tranquila. Después de almorzar, ayudó a su madre a lavar los anticuados vasos y cucharas, que se cuidaban y limpiaban con el mayor mimo en aquel hogar de frugalidad decorosa; y luego, después de cambiarse el delantal por otro de seda negra, se sentó como de costumbre a hacer alguna labor de aguja que fuera de utilidad, esmerándose al máximo en cada puntada para complacer a su exigente madre. Así pues, a todas horas tenía algún deber que atender; pero los deberes atendidos son un placer para la memoria, y la pequeña Maggie consideró siempre muy felices los primeros años de su infancia, que recordaba despreocupados y dichosos.

Pero lo cierto es que no fueron tan idílicos.

Los días de verano, cuando hacía buen tiempo, Maggie se sentaba a trabajar al aire libre. Al otro lado del patio se extendían los páramos rocosos, casi tan alegres como él con su profusión de flores. Si en el patio había rosas, fresnillos, eglantinas y azucenas de gran altura, en los páramos se veían pequeñas y perfumadas rosas rastreras, caóticas madreselvas y abundantes heliantemos amarillos; y aquí y allá surgía una roca gris del suelo, donde crecían exuberantes las siemprevivas amarillas y los geranios salvajes de color escarlata. En una de esas rocas se sentaba Maggie. Creo que la consideraba de su propiedad, y la amaba como si lo fuera; aunque su verdadero dueño fuera un ilustre lord que vivía muy lejos y que jamás había visto los páramos… y mucho menos aquella roca.

La tarde del día que describo, Maggie, sentada allí, cantaba en voz baja mientras trabajaba: estaba a dos pasos de casa, y todos los sonidos del hogar le llegaban mitigados. Edward jugaba a medio camino, y a menudo reclamaba una atención que ella siempre estaba dispuesta a prestarle.

—Me gustaría saber qué hacen los hombres para que un barco se mantenga estable; he llevado el mío al estanque, pero vuelca cada vez que lo meto en el agua.

—¿De veras? ¡Qué fastidio! ¿Por qué no le pones un pequeño peso dentro para que no se ladee?

—¿Cuántas veces he de decirte que un barco es «femenino»? ¡Y tú empeñada en que es neutro[1]!

Después de corregir a su hermana, el «capitán». Edward no se dignó admitir que la sugerencia de Maggie era buena, y se marchó en silencio a casa en busca del lastre necesario. Pero no encontró nada que le valiera, y regresó a su loma cubierta de césped, la sembró de astillas e intentó meter algunos guijarros en el barco; pero éstos se quedaron atascados y tuvo que volver a preguntarle a su hermana.

—En caso de que lo que dices funcione, ¿qué peso podría poner?

Maggie se quedó unos instantes pensativa.

—¿Servirían unas balas? —dijo.

—Sí, sería perfecto; pero ¿de dónde las saco?

—Hay algunas de papá. Están en el segundo cajón del escritorio, en el rincón de la derecha, envueltas en papel de periódico.

—¡Maldita sea! Soy incapaz de recordar tus «segundo…» y tus «a la derecha…» y todas esas tonterías. —Edward siguió metiendo guijarros. No servirían de nada—. Si fueras un poco amable, Maggie, irías a buscarlas.

—¡Oh, Ned! Tengo que coser todo esto. Mamá dice que debo acabar antes del té, y me dejará jugar un poco si termino antes —respondió Maggie, en tono bastante quejumbroso, pues sufría de veras al negarle un favor a su hermano.

—Tardarías menos de cinco minutos.

Maggie recapacitó. Quitaría ese tiempo a sus juegos, que, después de todo, carecían de importancia; Edward, por el contrario, estaba realmente ocupado con su barco. Se levantó y subió la empinada cuesta, cubierta de hierba y resbaladiza por el calor.

Antes de encontrar el envoltorio de las balas, oyó cómo su madre llamaba a su hermano en voz baja y apresurada, como si no quisiera que se enterara nadie más:

—Edward, Edward, corre, ven a casa. Se acerca el señor Buxton por el camino del páramo; estoy segura de que viene aquí. ¡Ven, corre, Edward!

Maggie vio cómo Edward dejaba su barco y volvía a casa. Obedecía a su madre, como es natural, pero trataba de disimular este hecho subiendo lentamente por la cuesta, con las manos en los bolsillos y un aire négligé[2], independiente. Maggie no tuvo tiempo de seguir observando, pues oyó que también la llamaban a ella y corrió escaleras abajo.

—Maggie —dijo su madre, muy agitada—, ayuda a Nancy a preparar una bandeja enseguida. Creo que el señor Buxton viene a hacernos una visita. ¡Oh, Edward! Ve a cepillarte el pelo y a ponerte la chaqueta de los domingos. El señor Buxton aparecerá de un momento a otro. Yo voy a subir a cambiarme de cofia. Tú, Nancy, sube después a anunciarme su llegada. Todo muy formal, ya sabes…

—Por supuesto, señora. No es la primera familia en la que sirvo —contestó Nancy con cierta aspereza.

—Sí, lo sé. No te olvides de traer el vino de prímulas. Ojalá pudiera quedarme para decantar un poco de oporto.

Nancy y Maggie iban y venían de la cocina a la fresquera; y estaban tan ajetreadas con los preparativos que no repararon en la llegada del caballero. Había encontrado la puerta principal abierta, como es costumbre dejarla en las casas de campo, y decidió entrar. Primero se detuvo en la sala vacía y después se dirigió hacia donde se oían voces y sonidos. Y aquel hombre alto, rubicundo y amable se quedó un poco agachado bajo el oscuro dintel de la puerta de la cocina, con semblante alegre e incluso divertido.

—¡Santo Dios! ¡Qué susto me ha dado el señor! —exclamó Nancy, al verlo de pronto—. Iré a decirle a la señora que ha venido.

Y se marchó, dejando a Maggie sola con el caballero alto y corpulento que le sonreía en silencio desde el umbral de la puerta. Ella siguió limpiando los vasos de vino con la mayor diligencia.

—¡Bien hecho, pequeña! —exclamó finalmente una voz fuerte y melodiosa—. Así está bien. Y ahora llévame a la sala para que pueda sentarme; he caminado mucho y estoy agotado.

Maggie lo condujo a la sala, siempre fresca y ventilada cuando el calor apretaba. Un enorme jarrón lleno de rosas perfumaba el ambiente; además, las fragancias del patio entraban por la ventana. El señor Buxton era tan grande y la sala tan pequeña que, en cuanto entró, Maggie tuvo la impresión de que al marcharse se llevaría la habitación a cuestas, como hace un caracol con su casa.

—Así que eres una mujercita excepcional… —dijo el caballero después de desperezarse (una operación de todo punto innecesaria) y desabotonarse el chaleco. Maggie se quedó al lado de la puerta sin saber qué hacer—. ¡Qué limpio y reluciente has dejado ese vaso! ¿Podrías traerme un poco de agua? Pero ¡cuidado!, tiene que ser en el mismo vaso que te he visto limpiar. Sabré reconocerlo.

Maggie se alegró de escapar de allí; y en el pasillo tropezó con su madre, que había tenido tiempo para cambiarse el vestido, además de la cofia. Antes de que Nancy dejara a la niña volver con el vaso de agua, le alisó el pelo brillante y corto (todo cuanto necesitaba para tener un aspecto primoroso). Maggie buscó a conciencia el vaso que le había pedido el señor Buxton; pero me temo que Nancy no fue muy veraz cuando le aseguró que uno de los seis exactamente iguales que había en la bandeja era el que estaba sobre el aparador cuando volvió de anunciar a su señora la llegada del visitante.

Maggie llevó el agua, tímidamente orgullosa de la limpieza del vaso. Su madre estaba sentada en el borde de la silla; utilizaba un lenguaje más refinado de lo habitual y su tono de voz era más agudo que cuando hablaba con ellos en casa. Edward, en todo su esplendor dominical, estaba de pie al lado del señor Buxton, con aire despierto y feliz. Pero, cuando Maggie entró, el señor Buxton le hizo sitio entre Edward y él, y, sin dejar de hablar, la sentó en sus rodillas. A ella le pareció el mayor de los honores; pero, como no se atrevía a acurrucarse contra su pecho, le habría resultado más cómoda cualquier silla.

—Como desciendo del fundador, tengo derecho a proponer el nombre del párroco; me alegrará sinceramente hacerlo por mi viejo y querido amigo —al escuchar esto, la señora Browne se enjugó los ojos—. Edward tendrá que aprobar un pequeño examen, y estoy convencido de que luego ganará todos los premios. Gracias… sólo una pizca de ese vino espumoso de prímula… ¡Ah! El jengibre me recuerda al que tomaba de niño. Esta damita tiene que aprender la receta y prepararme un poco. ¿Querrás hacerlo?

—Contesta al señor Buxton, pequeña, es muy generoso con tu hermano. Le harás ese jengibre, estoy segura.

—Si me lo permite… —respondió Maggie, bajando la cabeza.

—Te diré una cosa. Supongamos que vienes a casa y nos enseñas a prepararlo; así podríamos hacerlo a todas horas cuando no estemos comiéndolo. Creo que eso sería lo mejor. ¿Puedo pedirle a tu mamá que te lleve a Combehurst para que todos nos conozcamos? Tengo un niño grande y una niña pequeña a los que les encantará conocerte. Y tenemos un pony que puedes montar, un pavo real y gallinas de Guinea, y no sé cuántas cosas más. Venga, señora Browne, déjeme convencerla. El colegio empezará dentro de tres semanas. Fijemos una fecha antes de ese día.

—Por favor, mamá… dijo Edward.

—No tengo ánimos para hacer visitas —repuso la señora Browne.

Pero los niños, perspicaces, advirtieron cierta vacilación en sus palabras, y mantuvieron la esperanza de que accediera si el señor Buxton seguía insistiendo.

—El hecho de no hacer visitas es el que tiene la culpa de su desánimo. Un pequeño cambio y unos cuantos rostros amables le sentarían bien, estoy seguro. Además, por el bien de los niños no debería llevar una vida tan retirada. También los pequeños tienen que ver un poco de mundo.

La señora Browne agradeció mucho al señor Buxton que le diera tan buena excusa para seguir sus inclinaciones, que, para qué negarlo, la empujaban a aceptar la invitación. Así que «por el bien de los niños» se avino a ir. Pero suspiró como si se tratara de un sacrificio.

—Así me gusta —exclamó el señor Buxton—. Ahora decidamos cuándo.

Acordaron visitarle una semana después, ese mismo día; y siguieron hablando un poco más del colegio donde habría de estudiar Edward. Luego bromearon sobre las excelencias de Maggie, y el señor Buxton, antes de despedirse, preguntó a la pequeña si iría a vivir con él cuando volviera a necesitar una criada. Su visita había sido todo un acontecimiento, y no hicieron demasiados esfuerzos para volver a sus ocupaciones diarias. Nancy fue a la sala a escuchar y discutir los planes propuestos. Ned, que no estaba muy seguro de si quería ir o no a un internado, se sintió muy ofendido cuando la anciana sirvienta hizo el siguiente comentario:

—Ha llegado el momento de que Edward se vaya. Así aprenderá cuál es su sitio, algo que, en mi opinión, tanto él como otros tienden a olvidar en esta casa.

Continuaron las discusiones y los preparativos en relación con su vestuario. Y entonces hablaron del día que pasarían en casa del señor Buxton, algo que a la señora Browne turbaba sobremanera, pues, cuando pensaba en volver a mezclarse con el mundo, le embargaba cierto sentimiento de veleidad y de culpa. Sin embargo, a Nancy le parecía bien esa visita: era «muy bueno para todos», «justo lo que se debía hacer», y «beneficioso para los niños».

—Sí, Nancy, lo he hecho por ellos —dijo la señora Browne.

—¿Cuántos hijos tiene el señor Buxton? —preguntó Edward.

—Sólo uno. Creo que se llama Frank. Pero tienes que llamarle «señorito Buxton»; no lo olvides.

—Entonces, ¿quién es la niña que se sienta con ellos en la iglesia? —quiso saber Maggie.

—¡Oh! Ésa es la señorita Harvey, su sobrinita, una rica heredera.

—Dicen que no perdonará a la madre de la niña hasta el día de su muerte —comentó la vieja criada.

—¡No son más que chismorreos, Nancy! —replicó la señora Browne (era ella quien lo había dicho, pero antes de la visita del señor Buxton)—. ¿Acaso crees que su hermana le hubiera nombrado tutor de la niña si no se llevara bien con él?

—Bueno, sólo sé lo que dice la gente. Que cogió ojeriza al señor Harvey sin ningún motivo; y todo el mundo sabe que no volvió a dirigirle la palabra.

—Es muy amable y cariñoso —exclamó Maggie.

—Sí; no digo que sea una mala persona, su natural es bueno. Pero tiene sus manías, y le gusta aferrarse a ellas. ¡Santo cielo! ¡Tengo unos pasteles en el fuego, y yo aquí charlando!

Cuando Nancy volvió a la cocina, la señora Browne pidió a Maggie que la acompañara al piso de arriba para echar una ojeada a la ropa que necesitaría Edward. Y, una vez allí, se probó el vestido de satén negro con el que en otro tiempo iba de visita, y con el que pensaba reemplazar al viejo y desgastado de bombasí el día que pasaría en Combehurst.

—Porque la señora Buxton es una verdadera dama —explicó—, y me gustaría ir elegante en su honor.

—No sabía que hubiera una señora Buxton —dijo Maggie—. Nunca va a la iglesia.

—No; su salud es muy delicada y jamás sale de casa. Dice la doncella que está siempre en su alcoba.

Aquella semana, la familia Buxton fue sin duda la piéce de résistance[3] de las conversaciones entre la señora Browne y sus hijos. La visita empezó a asustar de tal modo a Maggie que, cuanto más se acercaba el día, menos deseaba ir. A Edward le infundía seguridad la idea de estrenar un traje nuevo, encargado para la ocasión y que después le serviría para el colegio. La señora Browne recordaba que el párroco había dicho: «No hay mujer más elegante que la que va de satén negro», y este comentario la animaba mucho; aunque, cuando veía lo gastados que estaban los codos, se sentía bastante abatida y temía no estar a la altura de las circunstancias. Pero estaba dispuesta a hacer lo que fuera por el bien de sus hijos.

Cuando acababa su larga jornada de trabajo, Nancy se sentaba a coser. Se había dado cuenta de que, entre los preparativos, no había ninguno para Margaret, y había logrado convencer a su señora (que la amaba y temía a un tiempo, y que dependía por completo de ella) de que le diera un vestido viejo. Una vez en su poder, lo había cortado en trozos, lavado y restregado, y ahora lo rehacía con un estilo algo anticuado. En conjunto, sin embargo, quedó tan bonito que, cuando Maggie se lo puso, la señora Browne le echó un sermón a su hija para que cuidara aquel vestido tan precioso, olvidando que ella lo había desechado antes por demasiado viejo y gastado.