A la mañana siguiente de la encuesta, Jane se presentó en la peluquería con los nervios un poco alterados.
El dueño del establecimiento, que se daba el nombre de Antoine, aunque en realidad se llamaba Andrew Leech y cuyas pretensiones de ser extranjero se basaban en tener una madre judía, la recibió de mal talante.
En un lenguaje que se diferenciaba poco del usado en los barrios bajos de Londres, trató a Jane de estúpida. ¿Por qué había tenido que volver en avión? ¡Qué ocurrencia! Aquella salida al extranjero haría mucho daño a su establecimiento.
Cuando hubo desahogado su malhumor, permitió que Jane se retirara, y ésta vio que su amiga Gladys le dirigía un guiño muy significativo.
Gladys era una rubia exuberante de porte altivo, que atendía con una voz desmayada y lejana. En privado, su voz era ronca y alegre.
—No te preocupes, querida —le advirtió a Jane—. Ese viejo bruto está al acecho, esperando ver de qué lado caerá la balanza. Y me parece que no caerá del lado que él espera. Vaya, mira, querida: ya está aquí otra vez esa maldita arpía. ¡Qué pesada! ¡Supongo que se molestará por todo, como siempre! Espero que no haya traído a su condenado perro faldero.
Poco después, se oía la voz desmayada de Gladys:
—Buenos días, señora. ¿No trae a su lindo pequinés? Vamos a lavarle la cabeza y enseguida podremos solicitar la intervención de monsieur Henri.
Jane acababa de entrar en el compartimiento contiguo, donde esperaba una señora de cabello castaño que se miraba al espejo y le decía a una amiga:
—Querida, tengo una cara verdaderamente espantosa esta mañana. Esto es…
La amiga, hojeando aburridamente un ejemplar del Sketch de tres semanas antes, replicó sin ningún interés:
—¿Eso crees? Yo no te noto el menor cambio.
Al entrar Jane, la amiga aburrida dejó de leer la revista para fijarse con curiosidad en la empleada.
Luego exclamó:
—Es ella. Estoy segura.
—Buenos días, madam —saludó Jane con aquel aire desenvuelto que le era propio y que no le costaba ya el menor esfuerzo—. Hace tiempo que no la veíamos por aquí. Supongo que ha estado en el extranjero.
—En Antibes —señaló la del cabello castaño, mirando a su vez con el más franco interés.
—¡Qué suerte! —exclamó Jane con fingido entusiasmo—. Dígame, ¿quiere lavar y secar, o desea teñirse antes?
La aludida se distrajo un momento de la contemplación de la chica para examinar su pelo.
—Creo que podría pasar otra semana. ¡Dios mío! ¡Parezco un esperpento!
—Y bien, querida —comentó la amiga—, ¿qué quieres parecer a estas horas de la mañana?
—¡Ah! Espere a que monsieur Georges acabe con usted —la animó Jane.
—Dígame —preguntó la señora, volviendo a observarla con interés—: ¿no es usted la muchacha que prestó declaración ayer en la encuesta judicial, la que iba de pasajera en ese avión?
—Sí, madam.
—¡Qué emocionante!, ¿verdad? Cuéntemelo todo.
Jane hizo cuanto pudo por complacerla.
—¡Ah! Señora, aquello fue realmente espantoso.
Interrumpía su relato para contestar las preguntas que se le hacían. ¿Cómo era la víctima? ¿Era cierto que viajaban en el avión dos policías franceses y aquel caso era una ramificación del escándalo del gobierno francés? ¿Iba también lady Horbury? ¿Era tan bella como todo el mundo decía? ¿Quién creía Jane que había cometido el asesinato? ¿Era verdad que el gobierno echaba tierra sobre el asunto?
Este interrogatorio no fue más que el prólogo de muchos otros del mismo estilo. Todas las señoras querían los servicios de la muchacha que estuvo en el avión, todas querían decirle a sus amigas: «Querida, es extraordinario. La empleada de mi peluquero es la muchacha… Sí, yo que tú iría, pues te peinan admirablemente… Jane, como se llama esa chica, es lindísima, con unos ojos muy grandes… Te lo contará encantada, si se lo pides».
Pero al cabo de una semana, Jane no podía ya con sus nervios. Llegó a pensar que, si tuviera que volver a contar lo que pasó, no podría contenerse y se echaría a gritar o a golpear a la impertinente de turno con el secador.
No obstante, prefirió calmarse de otro modo. Y finalmente se presentó a monsieur Antoine a quien, con todo descaro, le pidió un aumento de sueldo.
—¿Esas tenemos? ¿Cómo se atreve a pedirme un aumento cuando solo por mi buen corazón tolero que siga en mi casa pese a haberse visto complicada en un asesinato? Muchos, menos bondadosos, la hubieran echado inmediatamente.
—No me venga con esas —replicó Jane—. Bien sabe usted que atraigo nueva clientela. Si quiere que me vaya, dígamelo. Será muy fácil que me den en Richet, o en cualquier otra casa, lo que le pido a usted.
—¿Y quién sabrá que está usted allí? ¿Qué importancia tiene usted?
—En la encuesta judicial conocí a unos periodistas. Cualquiera de ellos publicará mi cambio de establecimiento y me proporcionará toda la publicidad necesaria.
Sabiendo que esto era muy posible, monsieur Antoine accedió, aunque a regañadientes, a la petición de Jane. Gladys elogió la decisión de su amiga.
—Bien hecho, querida. Ese judío no ha podido contigo en esta ocasión. Si las muchachas no enseñásemos los dientes de vez en cuando, no sé adonde iríamos a parar. Has demostrado tener valor, querida, y por eso te admiro.
—Sé defenderme —aseguró Jane, levantando la barbilla en actitud de reto—. Durante toda mi vida he tenido que luchar.
—Muy valiente —reconoció Gladys—, pero cumple con ese judío de Andrew, que él te respetará más adelante. Las delicadezas no sirven para nada en la vida.
Desde aquel día, Jane repetía la misma historia con ligeras variantes, como una actriz repite cada día su papel en el escenario.
La cena y teatro concertados con Norman Gale tuvieron efecto a su debido tiempo. Fue una de esas noches encantadoras en que cada palabra y cada confidencia eran la revelación de una mutua simpatía y de gustos comunes.
Los dos amaban a los perros y detestaban a los gatos, odiaban las ostras y se entusiasmaban con el salmón ahumado; admiraban a Greta Garbo y criticaban a Katharine Hepburn; odiaban a las mujeres gordas y preferían las morenas; sentían desprecio por las uñas demasiado rojas, les molestaban los que alzaban la voz al hablar, los restaurantes ruidosos y la música de jazz. Y preferían los autobuses al metro.
Parecía un milagro que dos personas tuviesen tantos gustos comunes.
Un día, al abrir Jane el bolso en la peluquería de Antoine, dejó caer una carta de Norman. Al recogerla un poco ruborizada, oyó que Gladys decía a su lado:
—¿Quién es tu novio, querida?
—No sé qué quieres decir —replicó Jane, poniéndose aún más colorada.
—¡No me digas! Bien se ve que esa carta no es del tío de tu madre. No nací ayer, Jane. ¿Quién es él?
—Un… un chico que conocí en Le Pinet. Es dentista.
—¡Un dentista! —exclamó Gladys con un ligero tono de disgusto—. Supongo que lucirá unos dientes blanquísimos y que sabrá sonreír.
Jane se vio obligada a admitir que así era.
—Es un chico bronceado, de ojos azules.
—Cualquiera puede adquirir un buen bronceado —comentó Gladys—. Basta una temporada en la playa o un frasco de tinte adquirido en la farmacia. Los ojos están bien si son azules. ¡Pero dentista! Cuando vaya a besarte, creerás que te pide: «Haga el favor de abrir un poco más la boca».
—No seas idiota, Gladys.
—No te lo tomes tan a pecho, querida. Ya veo que te has molestado. Sí, señor Henri, voy al instante. ¡Qué hombre tan antipático! Nos manda a todas como si fuese su señoría el almirante.
La carta era una invitación a cenar la noche del sábado. Cuando, aquel mediodía, Jane recibió su aumento de sueldo, sintió que la embargaba la alegría.
¡Y pensar lo muy preocupada que estaba yo cuando volvía aquel día en el avión! Todo me ha salido estupendamente. Digan lo que digan, la vida es una maravilla.
Tan alegre estaba que, para celebrarlo, decidió comer en el Corner House para gozar de un poco de música durante el almuerzo.
Se sentó a una mesa para cuatro, ocupada ya por una señora de mediana edad y un muchacho. La señora estaba acabando su almuerzo y, al sentarse Jane, pidió la cuenta, recogió un sinnúmero de paquetes y se fue.
Jane, siguiendo su costumbre, leía una novela mientras comía. Al levantar la mirada mientras pasaba una página, vio que el chico que se sentaba frente a ella la observaba fijamente y, al momento, notó que aquel rostro no le era desconocido.
En aquel mismo instante, el joven saludó con una inclinación de cabeza.
—Perdone, mademoiselle, ¿no me reconoce usted?
Jane observó su rostro con más atención. Parecía un buen chico, más atractivo por la viveza de sus rasgos que por la armonía de sus facciones.
—Es cierto que no nos han presentado —prosiguió el muchacho—, a no ser que equivalga a una presentación el hecho de coincidir en el lugar en que se comete un crimen, o después, al declarar ambos ante el mismo tribunal.
—Claro que sí —reconoció Jane—. ¡Qué torpe soy! Ya me parecía a mí que le conocía. Es usted…
—Jean Dupont —aclaró él haciendo una pequeña reverencia algo cómica.
Recordó una frase que Gladys solía repetir acaso con indebida delicadeza:
«Si te pretende un hombre, seguro que aparece otro más. Es una ley natural. A veces hasta tres o cuatro».
Jane había llevado siempre una austera vida de trabajo (igual a la descripción que se hace siempre de las chicas desaparecidas). Jane había sido una muchacha lista y divertida, pero sin amigos conocidos. Ahora parecía que los hombres acudían a ella como las moscas a la miel. No había duda de que la cara de Jean Dupont mostraba algo más que un interés meramente cortés. Se le veía encantado de hallarse sentado delante de Jane. Más que encantado, entusiasmado.
Pero es francés, pensó Jane con cierto recelo. Hay que estar muy alerta con los franceses. Todos van a lo mismo.
—¿De modo que está usted todavía en Inglaterra? —preguntó luego, maldiciendo en silencio la estupidez de su pregunta.
—Sí. Mi padre ha ido a Edimburgo a dar allí una conferencia y hemos visitado a algunos amigos. Pero mañana volvemos a Francia.
—Ya comprendo.
—¿Aún no ha detenido a nadie la policía?
—No, ni siquiera lo mencionan los periódicos estos días. Tal vez han abandonado el asunto.
Jean Dupont meneó la cabeza.
—No lo crea. No lo han abandonado. Trabajan en silencio, en secreto.
—No me diga eso —rogó Jane intranquila—, que se me hiela la sangre en las venas.
—Es cierto, no es muy agradable recordar que se ha estado muy cerca de donde se ha cometido un crimen. Yo aún estaba más cerca que usted. A veces, me estremezco al pensarlo.
—¿Quién cree usted que cometió el crimen? —preguntó Jane—. Yo he pensado mucho en eso.
Dupont se encogió de hombros.
—Yo no fui. ¡Era demasiado fea!
—Bueno, me parece que antes mataría usted a una fea que a una guapa.
—De ningún modo. De una mujer hermosa, puede enamorarse uno y, si ve que no le corresponde o le asaltan los celos, quizá pierda la cabeza y piense: La mataré. Será una satisfacción.
—¿Y es una satisfacción?
—Eso, mademoiselle, no lo sé, porque no lo he probado aún. —Se echó a reír y luego meneó la cabeza—. Pero ¿quién se iba a molestar en matar a una mujer como Giselle?
—Es un modo de verlo —admitió Jane frunciendo el entrecejo—. Es terrible pensar que, a lo mejor, fue joven y hermosa en su juventud.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó él ya más serio—. La gran tragedia de la vida es que las mujeres envejezcan.
—Parece usted muy preocupado por las mujeres bien parecidas.
—Claro. Eso es lo más interesante que depara la vida. A usted le sorprende porque es inglesa. Un inglés piensa ante todo en su trabajo o en sus negocios, luego en sus deportes y, después, mucho después, en su esposa. Sí, sí, es tal como le digo. Figúrese que en un humilde hotel de Siria había un inglés cuya mujer enfermó de pronto. Él tenía que hallarse en un determinado día en no sé qué parte de Irak. Eh bien, ¿querrá usted creer que dejó sola a su mujer para acudir a su cita a tiempo? Y tanto a él como a su mujer aquello les pareció lo más natural, que era lo más noble, lo más abnegado. Pero una mujer, un ser humano, debe ser lo primero. Cumplir con el trabajo es menos importante.
—No lo sé —admitió Jane—. Supongo que el trabajo es lo primero para cualquiera.
—Pero ¿por qué? ¡Vaya, usted tiene el mismo punto de vista! Trabajando gana uno dinero. Descansando y atendiendo a una mujer, lo gasta. De modo que el último es un ideal más noble que el primero.
Jane se echó a reír.
—Bien, en cuanto a mí, preferiría que me considerasen como un objeto de lujo y de recreo a que me tuvieran por un deber prioritario. Prefiero que un hombre lo pase bien a mi lado a que me vea como un deber que hay que cumplir.
—Nadie, mademoiselle, sería capaz de sentir eso con usted.
Jane se ruborizó ante la seriedad del tono del joven, que se apresuró a añadir:
—Solo había estado una vez en Inglaterra. El otro día, durante la encuesta, fue muy interesante para mí poder examinar detenidamente a tres mujeres tan jóvenes como encantadoras, pero tan distintas entre sí.
—¿Qué pensó usted de nosotras? —preguntó Jane con interés.
—¿De lady Horbury? ¡Bah! Conozco muy bien a ese tipo de mujer. Es muy exótica, una mujer cara. Es de esas señoras que se ven en la mesa de bacarrá, de cara flácida y expresión dura, que da una idea de lo que será al cabo de diez o quince años. No viven más que para darse la gran vida o tal vez para tomar drogas. Au fond, ¡no tiene el menor interés!
—¿Y la señorita Kerr?
—¡Ah! Es muy inglesa. Es de esas a quien los tenderos de la Riviera concederían un crédito ilimitado. Son muy perspicaces nuestros tenderos. Sus ropas son de un corte irreprochable, pero parecen de hombre. Camina como si el mundo le perteneciera. No es consciente de esto: sencillamente es inglesa. Sabe de qué parte del país es todo el mundo. Es cierto. A una mujer así le oí decir en Egipto: «¡Cómo! ¿Aquí están también los Fulánez? ¿Los Fulánez de Yorkshire? ¡Oh, los Fulánez de Shropshire!».
Imitaba bien el acento. Jane se echó a reír.
—Y luego yo —señaló Jane.
—Y luego usted. Y yo me dije: ¡Pero qué bien, qué requetebién si volviese a toparme con ella algún día! Y heme aquí, delante de usted. A veces los dioses disponen muy bien las cosas.
—Es usted arqueólogo, ¿verdad? ¿Hace excavaciones?
Jane escuchó con gran atención el relato que Jean Dupont le hizo de su trabajo y, finalmente, le interrumpió lanzando un suspiro:
—Ha estado usted en tantos países. ¡Cuántas cosas habrá visto! ¡Me parece tan fascinante! ¡Yo nunca he estado en ningún sitio, ni he visto nada!
—¿Le gustaría ir a países remotos y exóticos? No podría ondularse el pelo: recuérdelo.
—Se me ondula solo —aclaró Jane riendo satisfecha.
Tras echar una ojeada al reloj de pared se apresuró a pedir la cuenta.
Jean Dupont, un tanto embarazado, se decidió:
—Mademoiselle, no sé si hago bien en atreverme… Como ya le he dicho, vuelvo a Francia mañana. Si quisiera usted cenar conmigo esta noche…
—¡Qué lástima! No puedo. Esta noche tengo un compromiso.
—¡Ah! Lo siento mucho, muchísimo. ¿Volverá usted pronto a París?
—No, no lo creo.
—¡Tampoco sé yo cuándo regresaré a Londres! ¡Qué pena!
Retuvo un buen rato la mano de Jane en la suya.
—Deseo con toda mi alma volver a verla —le aseguró en un tono de absoluta sinceridad.