Capítulo VII
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Probabilidades

Cuando se quedaron solos los tres, acercaron más las sillas a la mesa.

—Vamos a ver si ahora podemos examinar a fondo el caso —empezó el inspector Japp, sacando el tapón de su estilográfica—. En el avión había once pasajeros, mejor dicho, solo en el compartimiento de la cola. La otra parte no cuenta. Once pasajeros y dos camareros, que suman trece personas. Una de las doce mató a la anciana. Unos eran ingleses y otros franceses. Estos últimos se los confiaré a monsieur Fournier. De los ingleses me encargaré yo. Hay que hacer investigaciones en París y eso queda también de su cuenta, Fournier.

—Y no solo en París —advirtió Fournier—. Durante el verano, Giselle hacía grandes negocios por las playas de Francia: Deauville, Le Pinet, Wimereux… Y también frecuentaba el sur: Antibes, Niza y todos esos lugares.

—Bien observado. Recuerdo que alguno de los viajeros del Prometheus mencionó Le Pinet. Bien, ya es una pista. Veamos si nos es posible ahora localizar al asesino, si hay manera de demostrar, por su situación en el compartimiento, quién estaba en condiciones de utilizar esa cerbatana. —Desenrolló un croquis del interior del avión y lo extendió sobre la mesa—. Procedamos por el método de eliminación. Para empezar, examinemos uno a uno a los viajeros y decidamos qué probabilidades y, lo que es todavía más importante, qué posibilidades tenía cada uno de ellos.

—Para empezar, podemos eliminar a monsieur Poirot. Esto reducirá el número a once.

Poirot meneó la cabeza tristemente.

—Es usted muy confiado, amigo mío. No hay que fiarse de nadie, de nadie.

—Bueno, le dejaremos también, si usted quiere —convino Japp de buen humor—. Además, tenemos a los camareros, que me parecen muy poco sospechosos desde el punto de vista de las probabilidades. No es de suponer que hayan tomado prestadas grandes cantidades de dinero; ambos tienen una muy buena hoja de servicios, ambos son personas decentes y sobrias. Me sorprendería mucho que tuvieran algo que ver con esto. Por otra parte, desde el punto de vista de las posibilidades, hemos de incluirlos. Cruzaban el avión de una punta a otra, y podían utilizar la cerbatana. Desde el ángulo adecuado, quiero decir. Pero me niego a creer que en un avión lleno de gente un camarero pudiera disparar flechas con una cerbatana sin que nadie lo viese. Por experiencia sé que las personas suelen ser ciegas como murciélagos, pero no llegarían a tanto. Claro que mi razonamiento se puede aplicar a todos los demás. Sería una locura, habría que estar loco de remate para cometer un crimen así. Apenas hay una probabilidad entre cien de no ser detenido en el acto. Quien hizo esto tuvo una suerte de mil diablos. De todos los procedimientos demenciales para cometer un asesinato…

Poirot, que escuchaba con los ojos entrecerrados y fumaba en silencio, le interrumpió para formular una pregunta:

—¿Cree usted de veras que fue un procedimiento demencial?

—Claro que sí. Fue una locura.

—Pues tuvo éxito. Aquí estamos los tres sentados hablando del crimen, sin saber aún quién lo cometió. ¡El éxito es innegable!

—Pura suerte. El asesino se expuso a que lo vieran muchos ojos.

Poirot meneó la cabeza disgustado.

Fournier se volvió a mirarlo con curiosidad.

—¿Qué piensa usted, monsieur Poirot?

Mon ami, pienso que un asunto hay que juzgarlo por sus resultados, y este asunto ha sido llevado a cabo con pleno éxito.

—Y no obstante —observó el francés pensativamente—, parece un milagro.

—Milagro o no, aquí está —afirmó Japp—. Tenemos la declaración médica y tenemos el arma. Si semanas atrás alguien me hubiera dicho que iba a investigar un asesinato causado por medio de un dardo envenenado con veneno de serpiente, me hubiera reído ante sus narices. ¡Es insultante! ¡Este asesinato es un verdadero insulto!

Inspiró profundamente. Poirot sonrió.

—Tal vez el autor del crimen sea una persona dotada de un perverso sentido del humor —exclamó Fournier pensativo—. En estos casos, es muy importante tener una idea de la psicología del criminal.

Japp bufó al oír la palabra psicología, que le disgustaba y en la que no creía.

—Eso es lo que le gusta oír a monsieur Poirot.

—Me interesa mucho todo lo que ustedes dicen.

—¿Duda usted de que la matasen de esa manera? —preguntó Japp, que tenía sus sospechas—. Ya conocemos lo tortuosas que son sus ideas.

—No, no, amigo mío. No tengo ninguna duda acerca de eso. El dardo envenenado que recogí fue la que causó la muerte. Eso es seguro. Con todo, hay algunos puntos en este dichoso caso…

Calló, meneando la cabeza perplejo.

—Volviendo a nuestro lío —prosiguió Japp—, no podemos descartar a los camareros en absoluto, pero me parece improbable que tengan nada que ver. ¿Está usted de acuerdo, Poirot?

—Recuerde lo que le he dicho antes. No hay que descartar a nadie, a nadie en absoluto. ¡Ni siquiera a mí!

—Como usted quiera. Ahora, veamos a los pasajeros. Empecemos por la zona más cercana a los lavabos. Asiento número 16 —Señaló el papel con la punta del lápiz—. Aquí se sentaba la chica de la peluquería, Jane Grey. Ganó la lotería irlandesa y se gastó el premio en Le Pinet. Sabemos pues que la joven es una jugadora. Pudo encontrarse en un apuro y pedirle dinero prestado a la vieja. No es probable que pidiera una cantidad importante, ni que Giselle obtuviese «alguna garantía» contra ella. Me parece un pez demasiado pequeño para lo que estamos considerando. Y no creo que una oficiala de peluquería tenga la más remota oportunidad de conseguir veneno de serpiente. Eso no se usa para teñir el pelo, ni como masaje facial. En cierto modo, usar veneno de serpiente fue un error, porque reduce el campo de la investigación. Solo dos personas de cada cien podrían poseer conocimientos sobre ese veneno y estar en condiciones de conseguirlo.

—Lo que nos aclara uno de los puntos de este asunto —observó Poirot.

Fournier le dirigió una mirada interrogadora, pero fue Japp quien prosiguió con la exposición de su idea.

—En mi opinión, el asesino pertenece a una de entre dos categorías: puede tratarse de un hombre que ha viajado por regiones salvajes y ha adquirido conocimientos sobre las especies de serpiente más venenosas y las costumbres de las tribus indígenas que utilizan el veneno para matar a sus enemigos. Ésta es la categoría número uno.

—¿Y la otra?

—La científica, la del investigador. El boomslang es una sustancia con la que experimentan los grandes laboratorios. He hablado con Winterspoon acerca de esto. Parece que el veneno de serpiente, el de cobra para ser más preciso, se usa a veces en medicina. Es eficaz en el tratamiento de la epilepsia. La investigación científica ha hecho grandes adelantos en la lucha contra las mordeduras de serpiente.

—Muy interesante y sugestivo —exclamó Fournier.

—Sí, pero continuemos. Esa muchacha, la Grey, no encaja en ninguna de esas dos categorías. Sus motivos son inverosímiles, y las oportunidades para adquirir el veneno son más que dudosas. Y ofrece más dudas aún la posibilidad de que utilizase la cerbatana. Es prácticamente imposible. Observen.

Los tres se inclinaron sobre el plano.

—Aquí tenemos el asiento 16 —señaló Japp—. Y aquí está el 2, en el que se sentaba Giselle. Entre las dos había mucha gente. Si la chica no se movió de su sitio, como declaran todos, no pudo lanzar el dardo de modo que alcanzase a Giselle en ese lado del cuello. Me parece que podemos eliminarla sin reparos. Vamos con el 12, que queda enfrente. Ahí tenemos al dentista, a Norman Gale. De él se puede decir casi lo mismo. Un pez pequeño, aunque con más oportunidades que otros para procurarse el veneno.

—No encaja con las inyecciones que ponen los dentistas —bromeó Poirot—. Con eso, en vez de curar, matarían.

—Los dentistas ya se divierten bastante con sus pacientes —observó Japp con una sonrisa—. Pero es cierto que pueden moverse dentro de círculos que podrían proporcionarles narcóticos. Podría tener un amigo investigador. Pese a que, en cuanto a las posibilidades, está fuera de duda. Dejó su asiento, sí, pero solo para ir al servicio, en la dirección opuesta. Al volver a su asiento, no pudo pasar de este punto del pasillo y, para herir desde aquí a la vieja en la garganta, el dardo tendría que haber hecho un recorrido imposible en ángulo recto. Parece que podemos eliminarlo.

—De acuerdo —aceptó Fournier—. Prosiga.

—Crucemos el pasillo. El número 17.

—Éste era mi asiento original —recordó Poirot—. Se lo cedí a una de las señoras que deseaba sentarse junto a su amiga.

—Lady Venetia. Bien, ¿qué podemos decir de ella? Es un pez gordo. Pudo obtener dinero prestado de Giselle. No parece que tenga secretos inconfesables, pero pudo ceder a la tentación de apostar. Tenemos que examinar su caso con un poco de atención. Por su situación, sería posible. Si Giselle hubiese vuelto la cabeza para mirar por la ventana, Venetia habría podido dispararle, aunque el dardo habría tenido que cruzar el pasillo en diagonal. Acertarle en el cuello hubiera sido una hazaña verdaderamente afortunada. Pero creo que no hubiera podido hacerlo sin levantarse. Está acostumbrada a las armas de caza y, aunque no es lo mismo que disparar flechas con cerbatana, todo es cuestión de puntería. Y probablemente tenga amigos que han ido de caza mayor por las selvas de Asia o de África. ¿No podría haber conseguido de ese modo esos raros artilugios de los indígenas? ¿Por qué no? ¡Pero qué disparatado parece todo! No tiene sentido.

—Realmente, no parece muy verosímil —admitió Fournier—. Hoy, en la encuesta, he observado a mademoiselle Kerr y… ¡vaya! me resulta muy difícil relacionarla con el crimen.

—Asiento 13 —enunció Japp—. Lady Horbury. Es una dama que se las trae. Sé de ella algo que les contaré enseguida. No me sorprendería que tuviese algunos pecadillos.

—Me consta —señaló Fournier— que esa señora ha perdido importantes sumas al bacarrá en Le Pinet.

—Hace usted bien en decirlo. Sí, es del tipo de las palomitas que caerían en las garras de Giselle.

—Absolutamente de acuerdo.

—Bien, hasta aquí la cosa marcharía. Pero ¿cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera se levantó del asiento y, para poder disparar, hubiese tenido que arrodillarse sobre él y apoyarse en el respaldo, todo eso ante diez personas que la observarían. ¡Diablos! ¡Dejémonos de insensateces!

—Asientos 9 y 10 —marcó Fournier, moviendo el índice sobre el papel.

—Monsieur Hércules Poirot y el doctor Bryant —dijo Japp—. ¿Qué tiene que alegar, monsieur Poirot?

Mon estomac —pronunció el otro patéticamente—. Es indigno que el cerebro haya de ser esclavo del estómago.

—En los vuelos yo también me siento mal —observó Fournier comprensivo, cerrando los ojos y meneando la cabeza de modo muy expresivo.

—Pasemos pues al doctor Bryant. ¿Qué hay del doctor Bryant? Es un pez gordo de Harley Street. No es muy probable que haya recurrido a una prestamista francesa, pero ¿quién sabe? Y si alguien se cruza en el camino de un médico se expone a pagar con la vida. Pero veamos mi teoría científica: un hombre como Bryant, en la cumbre, se relaciona con investigadores. Podría apoderarse fácilmente de un tubo de ensayo con veneno de víbora.

—Estas sustancias se controlan —observó Poirot—. No es fácil, no es como coser y cantar.

—Aunque así sea, un hombre inteligente siempre halla la manera de dar el cambiazo. Un tipo como el doctor Bryant estaría por encima de toda sospecha.

—Hay bastante fundamento en lo que usted dice —convino Fournier.

—Lo más sorprendente es que él mismo llamase la atención sobre esto, pues habría podido declarar que la mujer murió de una afección cardíaca, de muerte natural.

Poirot tosió. Los otros dos lo miraron con curiosidad.

—Me parece que esta fue la primera impresión que tuvo el doctor. Y después de todo, todo parecía indicar una muerte natural, posiblemente imputable a la picadura de una avispa. Recuerden que había una avispa.

—No es fácil olvidarla —apuntó Japp—. Siempre sale usted con la dichosa avispa.

—Sin embargo —continuó Poirot—, fui yo quien vio el dardo mortal en el suelo y quien lo recogió. Después de eso, todo indicaba un asesinato.

—Ese dardo se hubiera encontrado de todos modos.

Poirot meneó la cabeza.

—Lo más probable es que el asesino lo hubiese recogido sin que nadie lo observase.

—¿Quién, Bryant?

—Bryant o el que sea.

—¡Hum! Muy arriesgado.

Fournier no estuvo de acuerdo.

—Lo dice ahora porque sabe que se trata de un asesinato. Pero si una mujer muere de un colapso cardíaco, y un hombre deja caer su pañuelo y se agacha a recogerlo, ¿quién se fijará en este hecho o lo recordará después?

—Es cierto —convino Japp—. Bueno, pues pongamos a Bryant en la lista de los sospechosos. Pudo disparar la cerbatana desde su asiento, echando el cuello a un lado y enviando el dardo diagonalmente por el compartimiento. Pero ¿cómo es que no lo vio nadie? Yo no seguiría con esto, porque sabemos que nadie vio cómo se cometió el crimen.

—Para eso debe haber alguna razón —comentó Fournier—. Una razón que, por lo que me han dicho, gustará a monsieur Poirot. Me refiero a una razón psicológica.

—Siga usted, amigo mío —rogó Poirot—, es muy interesante eso que dice.

—Supongamos que, durante un viaje en tren, pasáramos ante una casa incendiada. Todos los ojos se volverían hacia la ventanilla para verla, todos los pasajeros centrarían su atención en un punto determinado. En un momento así, uno puede matar a cualquiera de una puñalada sin que nadie lo vea.

—Cierto —asintió Poirot—. Intervine en un caso de envenenamiento que ocurrió en circunstancias parecidas. Se trata del momento psicológico. Si descubriésemos que se dio ese momento en el Prometheus…

—Hay que averiguarlo interrogando a los camareros y a los viajeros —sugirió Japp.

—Cierto. Aunque si en realidad se dio ese momento psicológico, habrá que sacar la conclusión de que lo provocó el propio asesino. Éste debió de arreglárselas para producir un efecto especial que motivase ese momento.

—Perfectamente, perfectamente —convino el francés.

—Bueno, tendremos eso en cuenta como punto de partida para nuestras indagaciones —concluyó Japp—. Pasemos al asiento número 8: Daniel Michael Clancy.

Japp pronunció este nombre con cierto retintín.

—En mi opinión, es el más sospechoso de todos. ¿Qué más fácil para un escritor de crímenes misteriosos que fingir un interés especial en materia de venenos de serpientes y convencer a un farmacéutico de buena fe para que le dé un poco de veneno? No olvidemos que fue el único que pasó por detrás de madame Giselle.

—Le aseguro, amigo mío —afirmó Poirot enfáticamente—, que no lo he olvidado.

—Pudo utilizar la cerbatana desde muy cerca —prosiguió Japp—, sin necesidad de esperar un momento psicológico, como usted lo llama. Además, ha tenido la mejor oportunidad de conseguirla. Recuerden que está muy bien enterado de lo concerniente a estos instrumentos, según confesó él mismo.

—Eso es lo que quizá debería hacernos reflexionar.

—Es una astucia —afirmó Japp—. ¿Quién nos asegura que la cerbatana que nos mostró hoy es la misma que adquirió hace dos años? Todo esto da que pensar. A un hombre que está siempre urdiendo tramas policíacas y que tiene acceso a los casos más raros, podría metérsele alguna idea rara en la cabeza.

—Realmente es necesario que un escritor tenga ideas en la cabeza —convino Poirot.

Japp continuó examinando el croquis del avión.

—El número 4 corresponde a Ryder. Su asiento se hallaba delante de la víctima. No creo que sea el autor, pero no podemos descartarlo. Fue al lavabo y, al volver, pudo disparar de muy cerca, con el inconveniente de que tendría que hacerlo ante las narices de los arqueólogos. Y estos hubieran tenido que verlo.

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—¿Conoce usted a algún arqueólogo? Pues bien, amigo mío, si ambos se hallaban enfrascados en una discusión, nadie estaría más ciego que ellos. A lo mejor estaban viviendo en el siglo V antes de Jesucristo. Y el año 1935 no existiría para ellos.

La expresión de Japp era escéptica.

—Bueno, examinemos su caso. ¿Qué puede decirnos usted de los Dupont, Fournier?

—Monsieur Armand Dupont es uno de los más famosos arqueólogos de Francia.

—Eso no nos lleva a ninguna parte. Su situación en el compartimiento es inmejorable desde mi punto de vista, al otro lado del pasillo y algo delante de Giselle. Supongo que habrán recorrido el mundo coleccionando los más raros objetos y pueden haberse procurado un poco de veneno de serpiente.

—Es posible, sí —aceptó Fournier.

—¿Pero no lo cree probable?

Fournier manifestó su duda con un gesto.

—Monsieur Dupont vive para su profesión. Es un entusiasta. En sus tiempos fue tratante de antigüedades. Y para poder dedicarse a las excavaciones abandonó un magnífico negocio. Tanto él como su hijo se consagran en cuerpo y alma a su profesión. Me parece muy poco probable, pero no digo imposible, porque después de ver las ramificaciones del asunto Stavisky ya no me sorprendería ni que ellos también estuviesen complicados en esto.

—Muy bien —asintió Japp.

Cogió la hoja de papel que había llenado de notas y se aclaró la garganta.

—Veamos dónde nos hallamos. Jane Grey: probabilidad, poca; posibilidad, prácticamente nula. Gale: probabilidad, poca; posibilidad, prácticamente nula. La señorita Kerr: muy improbable; posibilidad, dudosa. Lady Horbury: probabilidad, buena; posibilidad, prácticamente nula. Monsieur Poirot: casi con certeza el criminal; el único capaz de crear el momento psicológico adecuado.

Japp profirió una risotada ante su propia gracia, que Poirot acogió benévolo y Fournier sonriendo con timidez. Luego, el inspector prosiguió:

—Bryant: probabilidad y posibilidad, ambas buenas. Clancy: motivo dudoso; probabilidad y posibilidad, muy buenas sin duda. Ryder: probabilidad, incierta; posibilidad, muy buena. Los dos Dupont: probabilidad, poca en cuanto al motivo; buena, en cuanto a la obtención del veneno, posibilidad, buena. Me parece que es un buen resumen esquemático de todo lo que hemos podido deducir. Habrá que efectuar mucha investigaciones rutinarias. Yo empezaría por Clancy y Bryant, indagando su pasado, si se han hallado en algún apuro de algún tiempo acá, si se les ha visto preocupados; dónde han estado durante el último año y todo eso. Haré lo mismo con Ryder, sin descuidar a los demás. Encargaré a Wilson que los vigile estrechamente. Monsieur Fournier se encargará de los Dupont.

El inspector de la Sûreté asintió.

—Dé por hecho que se atenderá su solicitud. Esta noche vuelvo a París. Quizá podamos sonsacar algo a Elise, la criada de Giselle, ahora que conocemos mejor el asunto. Me enteraré de todas las idas y venidas de Giselle, pues es muy conveniente que sepamos dónde ha estado este verano. Se la vio en Le Pinet, según creo, una o dos veces. Podemos averiguar si tuvo contactos con algún inglés. ¡Oh! Pues no hay poco que hacer.

Los dos miraron a Poirot, que hilaba sus reflexiones.

—¿Va usted a echarnos una mano en eso, monsieur Poirot? —le preguntó Japp.

—Sí, me gustaría acompañar a monsieur Fournier a París.

Enchanté —contestó el francés.

—¿En qué piensa usted? —preguntó Japp, observando a Poirot con curiosidad—. Veo que está muy silencioso. ¿No tendrá usted alguna teoría?

—Una o dos, pero la cosa está muy difícil.

—¿Podemos conocerlas?

—Una de las cosas que más me preocupa es el lugar en que se encontró la cerbatana —respondió lentamente.

—Claro, como que por esa circunstancia estuvo a punto de ir usted a la cárcel.

—No, no es eso. No me preocupa que la escondiesen precisamente en el asiento que yo ocupaba, sino que la escondiesen en cualquier asiento.

—No veo nada extraordinario en eso —observó Japp—. En alguna parte debía esconderla el asesino para no arriesgarse a que se la encontrasen encima.

Évidemment. Pero se habrá fijado usted, amigo mío, en que, pese al hecho de que las ventanillas del avión no pueden abrirse, hay en ellas un círculo de agujeros de ventilación y un disco de cristal que permite abrirlos y cerrarlos a voluntad, y por esos agujeros pasaría fácilmente la cerbatana. ¿Hay algo más sencillo que desprenderse del arma arrojándola por allí? Sería poco probable que fuese encontrada luego.

—Le contestaré a eso: el asesino debió de temer que le descubriesen al hacerlo. Si hubiera arrojado la cerbatana por los huecos de la ventilación, podría haberle visto alguien.

—Ya veo —aceptó Poirot—. ¡No temió que le descubriesen al llevarse ese chisme a los labios y lanzar el dardo envenenado, pero sí que le vieran arrojando un tubo por la ventanilla!

—Admito que parece ridículo —convino Japp—, pero el caso es innegable. Escondió la cerbatana en un asiento. No podemos soslayar eso.

Poirot no replicó y Fournier preguntó curioso:

—¿Le sugiere eso alguna idea?

Poirot asintió.

—Me sugiere una especulación.

Sus dedos, ausentes, estrechaban el tintero no usado, que la impaciente mano de Japp había ladeado ligeramente. Luego, levantando la cabeza, preguntó:

Á propos, ¿tiene usted esa relación minuciosa de los objetos que llevaba cada pasajero y que le pedí con tanto interés?