OCHENTA

Día tras día, noche tras noche, esa extraña quietud se extendía sobre el reino. Pero sólo descansaba el espíritu, no el cuerpo. El ir y venir era continuo, los trabajos y las innumerables actividades que giraban en torno al reacondicionamiento del castillo no tenían fin.

Las copas de los árboles empezaron a asomar con todas sus ramas rotas, salvo las más fuertes. Nuevas figuras de piedra levantaban su cabeza sobre el agua. Se destacaron expediciones a la Montaña de Gormenghast, desde cuyas laderas se apreciaba cómo el castillo iba recuperando su familiar silueta.

Allí, en la ladera rocosa, a no más de trescientos pies de la cumbre con forma de garra, Fucsia había sido enterrada un día después de la muerte de Pirañavelo.

Seis hombres la llevaron hasta allí sobre las aguas quietas, en la más espléndida de las embarcaciones de los Tallistas, una voluminosa construcción con la proa esculpida.

La tradicional catacumba de la familia Groan, con sus efigies de piedra del país, estaba a muchas brazas por debajo del agua, y no quedó más remedio que enterrar a la hija del Linaje, con toda la pompa, en la única tierra disponible.

El médico, que no se atrevió a dejar solo al conde enfermo, no pudo asistir a la ceremonia.

La tumba se excavó en la tierra rocosa sobre una ladera empinada escogida por la condesa, que había buscado aquí y allá sobre el peligroso terreno, tratando de encontrar un lugar digno de convertirse en la tumba de su hija.

Desde aquel emplazamiento, se podía ver el castillo meciéndose contra el horizonte, como el escarpado acantilado de un continente, una costa mordisqueada por incontables cuevas y con la poderosa mordedura de sombrías ensenadas. Un continente ante cuyas costas se arracimaban las islas, islas de todas las formas posibles que puede adoptar una torre, y archipiélagos, istmos y acantilados, y penínsulas desnudas de piedra errante… un paisaje interminable que las aguas de la inundación reflejaban hasta el último detalle.

Casi había transcurrido un año antes de que Titus se recuperara en gran medida, no sólo del horror de la noche, sino de los efectos del agotamiento nervioso que le siguió, y Gormenghast volvía a verse de arriba abajo.

Pero era un lugar húmedo y maloliente. No era sitio para vivir. Cuando oscurecía, se palpaba la enfermedad en cada aliento. En sus corredores se habían ahogado animales, se habían podrido cientos de objetos. Era un lugar peligroso. Sólo de día los enjambres de trabajadores, bregando incansablemente, le daban vida.

Las azoteas se habían abandonado, y un campamento gigantesco se extendía sobre las tierras y laderas que rodeaban el castillo; se había levantado una especie de ciudad de chabolas, donde cabañas, chozas y construcciones improvisadas de gran simplicidad hechas de barro, caña, fragmentos de lona y hierro y piedra procedentes del castillo se apoyaban unas contra otras en una fantástica aglomeración.

Así, mientras los trabajos continuaban, siempre con un fin, la parte de Gormenghast que estaba hecha de carne y hueso vivía hombro con hombro.

El tiempo era de una belleza casi monótona. El invierno fue suave. Cada pocas semanas llovía ligeramente; en primavera, plantaron maíz en las laderas más altas y menos saturadas de agua. Por encima de los campamentos que la rodeaban, la gran obra de piedra se echaba a perder.

Pero, mientras la miríada de compartimentos e intersticios que la componían se secaba y esta sensación de paz reinaba por doquier, Titus, por el contrario, conforme su recuperación se hacía más completa, se sentía cada vez más inquieto.

¿Qué servicio le hacía a él aquella tenue luz dorada, aquella sensación de paz? ¿Por qué había de levantarse cada día a la monotonía del eterno campamento, el eterno castillo y el eterno ritual?

Porque el Poeta se estaba tomando su trabajo muy en serio. Su elevada inteligencia, que hasta entonces se había concentrado en la creación de estructuras verbales sorprendentes, aunque incomprensibles, podía ahora emplearse en una forma que, si bien era igual de incomprensible, tenía más valor para el castillo. La Poética del Ritual lo absorbía y en su rostro alargado y afilado nunca faltaba una contracción especulativa de los músculos, como si siempre estuviera considerando alguna nueva y fascinante variación del asunto de la ceremonia y el elemento humano.

Como debía ser. Después de todo, el Maestro de Ritual era la clave de la vida del castillo. Pero, conforme pasaban los meses, Titus empezó a comprender que debía escoger entre ser un símbolo y conformarse o convertirse en un traidor a los ojos de su madre y del castillo. Sus días estaban llenos de ceremonias absurdas cuyo carácter sagrado parecía inversamente proporcional a su utilidad o su sentido.

Y durante todo ese tiempo no dejó de ser la niña de los ojos del castillo. No podía hacer nada malo… y notaba el sabor de la miel en los labios cuando los hierofantes se apartaban de los senderos pedregosos para dejarle pasar y los niños gritaban su nombre entusiasmados desde las chabolas o miraban con los ojos muy abiertos al vengador.

Pirañavelo se había convertido casi en un monstruo legendario… pero ahí estaba él, vivo y coleando, el joven conde que le había vencido entre la hiedra. Ahí estaba el verdugo del dragón.

Sin embargo, incluso eso se convirtió en algo monótono. La miel le dejaba un regusto amargo en la boca. Su madre no tenía nada que decirle. Se había vuelto más reservada si cabe. El orgullo que sintió por su hijo la había dejado sin palabras. Volvía a ser la figura pesada y formidable, con sus gatos blancos siempre al alcance de su silbato y los pájaros silvestres sobre la mole de sus hombros.

Se había levantado por una causa: para destruir a Pirañavelo y salvar el castillo de la inundación.

Y ahora se reía de nuevo.

Su mente volvió a adormecerse. Había perdido interés en su cerebro y lo que era capaz de hacer. Como si fuera una máquina, lo había sacado de la oscuridad y puesto en marcha… y había demostrado ser comedido y poderoso, como un ejército que avanza. Pero ahora elegía detenerse. Elegía dormir de nuevo. Sus gatos blancos y sus aves silvestres habían ocupado el lugar de los valores abstractos. Ya no razonaba. Ya no creía que Titus hubiera dicho aquellas palabras en serio. Las asociaba a sus delirios. Era imposible que pudiera saber que sus palabras eran una herejía. Había suplicado una especie de libertad desvinculada de la vida de su antiguo Linaje, de su herencia, de su nacimiento. ¿Qué podía significar aquello? La condesa se impuso un estado de oscuridad iluminado sólo por ojos verdes y por los vivos colores de los pájaros.

Pero Titus no soportaba pensar en la vida que le esperaba, con sus eternas repeticiones, sus ceremonias moribundas. A cada día que pasaba se sentía más inquieto, como un animal enjaulado, un animal que ansia probarse a sí mismo, probar su fuerza.

Porque Titus se había descubierto a sí mismo. Al morir en la tormenta, la Criatura había matado su niñez. La muerte de Excorio le había preparado. La muerte de Fucsia había dejado un cráter bajo sus costillas. Su victoria sobre Pirañavelo le había dado una especie de prueba de su valor.

El mundo que imaginaba más allá del horizonte secreto… el mundo del ninguna parte y todas partes se basaba necesariamente en Gormenghast Pero él sabía que habría una diferencia y que no podía haber ningún sitio exactamente igual que su hogar. Era esta diferencia lo que él ansiaba. Habría otros ríos y otras montañas; otros bosques y otros cielos.

Estaba hambriento de todo eso. Estaba hambriento de probarse. De viajar, no como conde, sino como un extranjero, sin más refugio que su nombre.

Y sería libre. Libre de lealtades. Libre de su hogar. Libre de formalismos y ceremonias enloquecedores. Libre de ser algo más que el último del gran Linaje. Su ansia de huir había sido avivada por su pasión por la Criatura. Sin ella jamás se hubiera atrevido a otra cosa que no fuera soñar con la insurrección. Con su independencia, ella le había enseñado que sólo el miedo une a las gentes. Miedo a estar solo y a ser diferente. Su arrogancia y autosuficiencia ultraterrenas habían estallado en el mismísimo centro de sus convencionalismos. Pues en el momento en que supo con seguridad que ella no era un producto de su fantasía sino una criatura del bosque de Gormenghast, se sintió hechizado. Y seguía estándolo. Hechizado por el pensamiento de ese otro mundo que podía existir sin Gormenghast.

Una tarde, a finales de la primavera, trepó por las laderas de la montaña de Gormenghast y estuvo un rato junto a la tumba de su hermana. Pero no se quedó mucho mirando el pequeño y silencioso montículo. Allí sólo podía pensar lo que todos los hombres hubieran pensado: que era una pena que un ser tan lleno de vida y de amor y de aliento estuviera pudriéndose en la oscuridad. Y pensar aquello sólo hubiera servido para conjurar grandes horrores.

La suave brisa peinaba los verdes cabellos de la hierba hacia un lado sobre la frente del montículo. Una luz coralina inundaba el atardecer y, al igual que las rocas y los helechos que tenía a sus pies, iluminaba el rostro de Titus.

La brisa le agitó los lacios y claros cabellos sobre los ojos, que, al apartarse del montículo y posarse en las elevadas moles del castillo, empezaron a brillar con una extraña exaltación.

Fucsia se había ido. Había abandonado Gormenghast Estaba en algún clima distinto. La Criatura estaba muerta. Hasta con la más ínfima torsión de su cuerpo en el aire, ella también le había enseñado que el castillo no lo era todo. ¿Acaso no le había enseñado lo grande que era la vida? Estaba preparado.

Permaneció allí en silencio, pero sus puños estaban cerrados y los pegó uno contra otro, nudillo contra nudillo, como si tratara de dominar la exaltación que llenaba su pecho.

Su ancho y pálido rostro no era el de ningún joven romántico. Era, en cierto modo, muy corriente. No tenía unos rasgos perfectos. Todo parecía un poco demasiado grande y ligeramente desigual. El labio inferior sobresalía una fracción más que el superior, y estaban separados, de modo que se podían entrever los dientes. Sus ojos claros, de un azul pétreo con un toque de un púrpura apagado y sombrío, eran lo único peculiar y hasta chocante por su animación.

Su cuerpo de miembros desgarbados, pesado pero fuerte y ágil, se encorvaba como si anduviera encogiendo los hombros. Del mismo modo que la tormenta congrega sus nubes, así sentía Titus congregarse en su pecho sus pensamientos, que empezaban a ordenarse y a tomar una determinada dirección, y mientras el pulso le latía en las muñecas como queriendo resaltar su voluntad de rebelarse, palpitaba en sus muñecas.

Y en todo momento, el dulce aire flotaba en torno a él, inocente, delicado, y una nube solitaria como una mano esbelta se deslizó sobre el castillo como si bendijera sus torres. Un conejo salió de la sombra de un helecho y se sentó muy quieto sobre una roca. Algunos insectos zumbaban débilmente y de pronto, muy cerca, un grillo rasgueó la única cuerda de su arco.

Una atmósfera extrañamente dócil para rodear el torbellino que se agitaba en la mente y el corazón de Titus.

Ahora sabía que posponer su acto de traición no lo haría más fácil. ¿A qué estaba esperando? No llegaría nunca un momento en que un ambiente de simpatía rebosaría del castillo y le ayudaría en su partida, diciendo: «Es el momento de partir». Ni una sola piedra del castillo lo reconocería desde el momento en que le volviera la espalda.

Titus descendió por las laderas siguiendo los árboles del pie de las colinas y, finalmente, llegó a los senderos encharcados y, tras cruzar la escarpadura, se acercó al portón de las Murallas Exteriores.

Y cuando vio los inmensos muros elevándose sobre él empezó a correr.

Corrió como si estuviera obedeciendo una orden. Y así era, aunque él no lo sabía. Corrió en reconocimiento a una ley tan antigua como las leyes de su hogar. La ley de la sangre. La ley del deseo. La ley del cambio. La ley de la juventud. La ley que separa las generaciones, que arranca al niño del lado de su madre, al mozuelo del lado de su padre, al joven de los dos.

Y esa ley era la ley de la búsqueda. Una ley que pocos obedecen por falta de valor. El ansia de los jóvenes por lo desconocido, por todo aquello que se esconde más allá del tenue horizonte.

Titus corrió con el convencimiento de que en su desobediencia estaba la prueba más profunda. No era ningún novato inexperto; no era el niño caprichoso de ningún romance dulzón. Ya no tenía dientes de leche. Había matado y había sentido cómo las costillas del ancho mundo se desgarraban, y el contacto con la muerte le había puesto los pelos de punta.

Corrió porque su decisión estaba tomada. Había sido tomada por la convergencia de motivos medio olvidados, de deseos y razones, de impulsos variados y sin embargo congruentes. Y por la convergencia de todo esto en un momento central de acción.

Fue esto lo que le hizo correr como si quisiera seguir el paso a su cerebro y su exaltación.

Sabía que no podía volverse atrás si no era renegando de su integridad. Respiraba entrecortadamente y, de pronto, se encontró entre las chozas.

El sol estaba sobre el borde del horizonte. La luz rosada era más oscura. El gran campamento tenía una extraña belleza. El populacho deambulaba por los senderos sinuosos y al acercarse él se volvían y le dejaban paso. Los niños harapientos gritaban su nombre y corrían a decir a sus madres que habían visto la cicatriz. Titus, que se vio de pronto arrastrado al mundo real, se detuvo. Se quedó un rato con las manos en las rodillas y la cabeza agachada y luego, cuando hubo recobrado el aliento y enjugado el sudor de su frente, caminó con rapidez hacia la parte del campamento donde habían levantado una empalizada para proteger la choza alargada donde se había instalado la condesa.

Antes de cruzar la empalizada por las toscas verjas de hierro hizo unas señas a unos jóvenes que pasaban.

—Id a buscar al Maestro de los Establos —dijo con el tono perentorio de su madre—. Debe de estar con los caballos, en el recinto oeste. Decidle que ensille la yegua. Él sabrá cuál. La yegua gris con una pata blanca. Y que la lleve a la Torre de los Pedernales. Yo iré en seguida.

Los jóvenes se tocaron la frente y desaparecieron en el crepúsculo. La luna empezaba a subir y asomaba tras una torre ruinosa.

Cuando estaba a punto de empujar la verja de metal, Titus se detuvo y se volvió, y se dirigió al corazón de una ciudad de tablones saqueados. Pero no tuvo necesidad de llegar al alojamiento de los profesores ni de girar hacia el este, donde el hospital del doctor elevaba sus toscas maderas hacia la luna. Pues allí delante, avanzando hacia él por el camino abierto por muchos pies, estaban el director, su mujer y su cuñado, el doctor.

Ellos no le vieron hasta que lo tuvieron muy cerca. Titus sabía que querrían hablar con él, y sabía que no sería capaz de entablar conversación o incluso de escucharles. Había perdido la sintonía con la realidad. Y así, antes de que supieran qué había pasado, Titus tendió los brazos y aferró simultáneamente la mano del doctor y la del profesor y, tras soltarlas, hizo una torpe reverencia ante Irma, giró sobre sus talones y, para sorpresa de los tres, echó a andar con rapidez hasta que lo perdieron de vista en aquel oscuro anochecer. Cuando llegó a la empalizada, Titus no se detuvo, sino que entró y le dijo al hombre que estaba de guardia ante la larga choza que lo anunciara.

La vio en cuanto entró. Estaba sentada a la mesa, con una vela delante, y miraba con gesto inexpresivo un libro de ilustraciones.

—Madre.

Ella levantó la vista lentamente.

—¿Y bien? —dijo.

—Me voy.

Ella no dijo nada.

—Adiós.

La mujer se incorporó pesadamente, cogió la vela y la levantó para acercarla al rostro de su hijo, y le miró a los ojos… y entonces, levantando la otra mano, siguió la línea de la cicatriz con su dedo índice.

—Te vas ¿adónde? —preguntó al fin.

—Me voy —repitió Titus—. Me voy de Gormenghast. No puedo explicarlo. No quiero hablar. He venido a decírtelo, nada más. Adiós, madre.

Se volvió y caminó con rapidez hacia la puerta. Titus deseó con toda su alma poder cruzar aquella puerta y salir a la noche sin que hubiera más palabras. Sabía que su madre era incapaz de asimilar aquella terrible confesión de perfidia. Pero, en medio del silencio que le colgaba de los omoplatos, oyó su voz. No era fuerte. No era apresurada.

—No hay ningún otro lugar —dijo la voz—. Sólo caminarás en círculo, Titus Groan. No hay camino, no hay senda que no te lleve de vuelta a casa. Porque todo vuelve a Gormenghast.

Titus cerró la puerta. La luz de la luna flotaba sobre el frío campamento. Brillaba sobre los tejados del castillo e iluminaba la alta garra de la montaña.

Cuando llegó a la Torre de los Pedernales, la yegua estaba allí. Titus montó, sacudió las riendas y partió de inmediato bajo la densa sombra de los muros.

Tras un buen rato salió a la brillante luz de la luna llena y poco después comprendió que, a menos que se girara en la silla, no volvería a ver su hogar. A su espalda, el castillo trepaba hacia la noche. Ante él se extendía un extenso territorio.

Se apartó unos mechones de los ojos y espoleó a la yegua gris para que trotara primero y fuera después a medio galope y, finalmente, con aquel agreste paisaje iluminado por la luna ante él, emprendió el galope.

Y así, exultante mientras las piedras iluminadas por la luna quedaban rápidamente atrás, con las lágrimas corriéndole por el rostro, con los ojos clavados con entusiasmo en el horizonte impreciso y el sonido de los cascos resonándole en los oídos, Titus se alejó del mundo que conocía.

FIN