No hubo más lluvia. La atmósfera limpia era de una dulzura indescriptible. Una especie de paz natural, casi fruto de la mente, una especie de ensueño, descendió sobre Gormenghast… sí, parecía descender con los rayos del sol durante el día y los rayos de la luna por la noche.
A pasos infinitesimales, dorado momento a momento, hora a hora, día a día y mes a mes, las aguas descendieron. El dilatado paisaje de tejados, la pizarra y las mesetas de piedra, las largas azoteas y las alturas inclinadas se secaron al sol, un sol que brillaba cada día y que convirtió unas aguas que habían sido grises y sombrías en una superficie lisa y adormecida sobre cuyas profundidades azules flotaban ociosas las nubes.
Pero en el interior del castillo, a medida que la inundación remitía y las aguas se retiraban de los niveles superiores, se hizo patente la destrucción que éstas habían causado. Del otro lado de las ventanas, las aguas se extendían inocentemente, meciéndose, como si la mantequilla no pudiera derretirse en su boca azul y suave, y sin embargo, al mismo tiempo, en los pisos que acababan de secarse podían encontrarse numerosos tramos donde el sucio cieno tenía dos palmos de grosor. Hediondos riachuelos de agua rezumaban de las ventanas. En los pisos que hasta hacía poco estaban sumergidos, empezaba a aparecer la parte superior de los objetos, cubierta de limo gris. Comenzaba a hacerse patente que la limpieza de todo aquel sedimento acumulado y la tarea de adecentar el castillo cuando por fin volviera a alzarse sobre la tierra seca, si es que alguna vez sucedía, se prolongaría en el futuro.
Los febriles meses dedicados a subir por las escaleras de Gormenghast todo lo que ahora se acumulaba en los pisos superiores no serían nada en comparación con la tarea de regeneración que esperaba a los hierofantes.
El hecho de que en alguna fecha remota el castillo seguramente estaría más limpio de lo que lo había estado en mil años poco significaba para quienes nunca habían pensado en aquel lugar en términos de limpieza, para quienes nunca imaginaron que pudiera ser más que lo que era.
La amenaza que la inundación había significado para sus existencias ya estaba olvidada. Era la ingente tarea que les esperaba lo que resultaba desalentador. Y sin embargo, la calma que se había instalado sobre Gormenghast había suavizado la dura perspectiva. Por delante había tiempo… dulce e inconmensurable. El trabajo se haría eterno, pero no sería frenético. Las aguas estaban bajando. Habían causado gran destrucción y ruina, y muerte, pero estaban bajando. Habían dejado a su paso habitaciones llenas de fango y una miscelánea de objetos rotos y empapados, pero estaban bajando.
Pirañavelo había muerto. El temor a sus piedrecillas sibilantes ya no existía. Las multitudes se desplazaban sin miedo por las azoteas, aparecían en la superficie, un centenar de personas que batallaban a la vez. Los pinches de cocina y los chiquillos del castillo saltaban desde las ventanas y se zambullían y jugaban en el agua, y se encaramaban a los salientes como si pretendieran conquistar una torre isleña salida de la nada.
Titus se había convertido en una leyenda, un símbolo viviente de la venganza. La larga cicatriz que le cruzaba el rostro era la envidia de la juventud del castillo, el orgullo de su madre… y su gloria secreta.
El médico le había hecho guardar cama durante un mes. La fiebre le había subido peligrosamente. Durante una semana de delirios, el médico luchó por salvar su vida y apenas se movió de su lado. Su madre permaneció sentada en un rincón, inmóvil como una montaña. Cuando finalmente Titus empezó a tener conciencia de lo que sucedía a su alrededor y su frente empezó a enfriarse, ella se retiró. No sabía qué decirle.
El descenso de las aguas continuó al mismo ritmo pausado. Las azoteas se convirtieron en viviendas. Después de tres siglos de olvido, la cima extensa y llana de los macizos del oeste se convirtió en el paseo favorito de las gentes, que la recorrían tras la puesta de sol, cuando habían terminado su trabajo, o se asomaban a los torreones para ver el sol hundirse bajo las aguas. Las azoteas existían por derecho propio. Durante el día, se intentaba hacer vida normal en la medida de lo posible. Los grandes Tomos de Procedimiento se habían salvado del desastre, y el Poeta, ahora Maestro del Ritual, trabajaba sin descanso. Extensas áreas se cubrieron de chozas y cabañas de todo tipo. Los diferentes estratos de Gormenghast se vieron atraídos gradualmente hacia aquellos habitáculos, cada uno según correspondía a su rango y ocupación.
La Montaña de Gormenghast era cada vez más visible. El cono elevado e irregular era más grande a cada día que pasaba. Cuando el sol salía y sus débiles rayos oblicuos lo tocaban e iluminaban los árboles, las rocas, los helechos, era como una isla llena del ensordecedor canto de los pájaros. Con el mediodía llegaba el silencio: el sol se deslizaba suavemente por el cielo y se reflejaba en el agua.
Era como si todo lo que había sucedido durante la pasada década, toda aquella violencia, las intrigas, el apasionamiento, el amor, el odio y el miedo necesitaran un descanso y, ahora que Pirañavelo había muerto, el castillo pudiera por fin cerrar sus ojos por un tiempo y disfrutar de la apatía de la convalecencia.