El asesino no se había movido. ¿Por qué habría de moverse? No había mucha diferencia entre un tramo de hiedra u otro. ¿Qué ganaría esquivándolo momentáneamente? Y, de todos modos, ¿adónde podía escapar? Aquel tramo de hiedra tenía únicamente veinte metros de ancho. Sólo era cuestión de tiempo que lo atraparan. Pero el tiempo, cuando escasea, es un don dulce y precioso. Se quedaría donde estaba. Se daría el gusto de paladear en la boca el sabor de la casi muerte, se mecería sobre las aguas del Leteo.
No es que hubiera perdido la voluntad de vivir, sino que su cerebro era tan frío y exacto que, cuando le decía que por esto o por lo otro su vida estaba a escasas horas de su fin, no tenía facultades para combatir su lógica. Por debajo estaba el agua, donde no podía respirar. Hacia el norte había más agua, y tratar de nadar hubiera significado su captura inmediata. Si se desplazaba a izquierda o derecha toparía con los límites de la hiedra. Y si trepaba hacia arriba sólo encontraría ventanas, cada una con un rostro.
Quienquiera que fuese la persona que se dirigía hacia él entre la hiedra presumiblemente había informado al mundo de su propósito o había recibido la orden de batirse con él. Alguien había notado el movimiento entre la hiedra.
Pero lo curioso era que, a juzgar por lo que oía, sólo una embarcación se dirigía hacia allí. El subir y bajar de dos remos era distante, pero se distinguía perfectamente. ¿Por qué no habían mandado una flotilla a por él?
Mientras se frotaba el puñal contra el antebrazo, un poco de polvo cayó entre los tallos retorcidos por encima, y luego una rama se partió mucho más arriba de su cabeza.
Pero no procedía exactamente de encima. Parecía venir de más adentro entre la hiedra, de algún punto entre él y el muro.
Moverse hubiera significado hacer ruido. Estaba acurrucado como un niño famélico en un lecho de ramas. Pero su mano derecha sujetaba el puñal contra el hombro, preparado para atacar.
Sus ojos, pequeños y muy juntos, brillaban con una concentración antinatural en la oscuridad, pero no era su color, por bien que extraordinario, el que se veía en la penumbra, sino algo mucho más terrible. Era como si la sangre roja de su cerebro o de detrás de sus ojos quedara reflejada en las pupilas. Sus finos labios de mojigato se habían fundido en un hilo exangüe.
En ese momento, volvió a experimentar, aunque con mayor intensidad, las mismas sensaciones que le dominaron cuando, teniendo los esqueletos de las nobles hermanas a sus pies, se había pavoneado entre sus despojos como si una fuerza atávica se hubiera adueñado de él.
Esa sensación era tan absolutamente ajena a la frígida naturaleza de su cerebro consciente que Pirañavelo no tenía forma de comprender lo que le estaba sucediendo, menos aún de controlar la necesidad de exhibirse. Pues una ola de arrogancia había penetrado en su interior y había anegado su cerebro con unas aguas negras y fantásticas.
El ansia de permanecer oculto había desaparecido. El poco vigor que quedaba en su cuerpo le pedía pavoneo y ostentación.
Ya no quería matar a su enemigo en la oscuridad y el silencio. Su anhelo era mostrarse desnudo a la luz de la luna, con los brazos levantados y los dedos extendidos, y dejar que la sangre que los empapaba se deslizara por sus muñecas y bajara por sus brazos en una espiral humeante en la fría noche… y llevarse las manos al pecho como garras para dejar al descubierto un corazón como un negro vegetal, y entonces, en el momento álgido de su exhibicionismo, en la dulce gloria de su perversidad, tener un gesto de supremo desafío, obsceno y raro; y allí, rodeado por las torres de Gormenghast, privar al castillo de su celoso derecho y morir a manos de su propia maldad bajo la luz de la luna.
No, ya no quedaba nada del cerebro que hubiera desdeñado aquellas cosas. El brillante Pirañavelo se había convertido en una nube carmesí. Se mecía en el albor del mundo.
Ajeno a toda precaución, se aferró a unas ramas, y desde todas las ventanas oyeron cómo se quebraban en medio del silencio con el estampido de un arma de fuego. Sus pupilas eran como cabezas de alfiler al rojo.
Arrancó los gruesos tallos de hiedra y abrió una cavidad entre las masas de follaje, golpeando y apisonando con los pies hasta que encontraron apoyo a un palmo por debajo del agua. Con la mano izquierda aferró uno de los sólidos brazos de la planta parásita, peludo como la pata de un perro.
El cuchillo estaba listo para golpear. Había echado la cabeza hacia atrás. Más arriba, en la oscuridad del follaje, oyó algo. Un grito o un jadeo, y entonces, un montón de ramas cayeron crujiendo, sí, cayeron por el hueco oscuro que la violencia repentina de Pirañavelo había creado, cayeron con una velocidad cada vez mayor con Titus cabalgando sobre ellas.
Al caer, Titus vio los dos puntos rojos. Los vio a través de la maraña de hiedra rota.
El miedo se había apoderado de él unos momentos antes, pues su mente se había aclarado, como si en un cielo ardiente cubierto de nubes se hubiera abierto un pequeño claro, no más extenso que una uña, y le hubiera permitido ver el cielo. Y con esta momentánea dispersión de las brumas de la fiebre y la fatiga, llegó el miedo a Pirañavelo, la oscuridad, la muerte.
Pero en cuanto las ramas se rompieron a sus pies mientras colgaba en la noche convulsa, en cuanto empezó a caer, el miedo volvió a abandonarle. Se dijo: «Estoy cayendo. Me muevo de prisa. Pronto estaré sobre él. Y entonces le mataré si puedo».
Titus cayó, con el puñal bien sujeto en su mano y, cuando aterrizó aparatosamente sobre el ramaje que se había acumulado sobre la superficie saturada de las aguas, lo vio brillar en su mano como un fragmento de cristal bajo un rayo de luna. Pero sus ojos sólo percibieron la delgada hoja de acero durante un instante, pues en su caída había quedado expuesto a la luz y, de pronto, otro objeto tan brillante como la fina hoja atrajo su mirada, un objeto con ojos como cuentas de sangre y una frente como una bola de manteca, un objeto cuya boca, delgada como un hilo, se estaba abriendo y curvándose hacia arriba por las comisuras y que no hubiera podido producir ninguna nota más que la que resonó en ese momento por la bahía inundada y ascendió por los antiguos muros y convirtió al público silencioso en piedra, una nota del amanecer, el chillido agudo de un gallo de pelea.
Mientras aquel estallido de arrogancia vibraba en la noche y el eco del cacareo resonaba por las habitaciones huecas desplazándose de un lado a otro hasta que se extinguió, Titus atacó.
No podía ver el cuerpo en el que hundió su pequeño puñal. Sólo la cabeza, con la boca distendida y los ojos inyectados de sangre. Pero golpeó la oscuridad, por debajo de la cabeza, y de pronto notó su mano húmeda y caliente.
¿Qué le había sucedido a Pirañavelo para ser el primero en recibir el golpe, y uno tan mortífero? Había reconocido al conde, quien, al igual que él mismo, había quedado expuesto a causa de la luz de la luna. Que el señor de Gormenghast estuviera a su merced tan oportunamente le produjo tal placer que la necesidad de cantar como un gallo se hizo irresistible.
Había vuelto al punto de partida. Se había rendido a fuerzas apremiantes. ¡Él, el racionalista, el reservado!
Y así, en un paroxismo de autocomplacencia, o dominado tal vez por algún agente elemental sobre el que no tenía poder, había negado su cerebro y había perdido el único momento en el tiempo en el que hubiera podido golpear antes que su enemigo.
Pero cuando el puñal le desgarró el pecho, su visión le abandonó. Volvía a ser Pirañavelo. Pirañavelo herido, sangrando, pero no muerto. Aullando de dolor, él también golpeó, pero, justo entonces, Titus tuvo un desvanecimiento y el cuchillo sólo le hizo una herida en la mejilla, no muy profunda, pero sí larga y sangrienta. El agudo dolor le despejó la cabeza y, en ese instante, asestó otro golpe, bajo la cabeza. El mundo empezó a dar vueltas, y él giraba con él y, de nuevo, oyó muy lejos el canto de un gallo; abrió los ojos y vio su puño contra el pecho de su enemigo, porque el rombo de luz de luna había caído sobre los dos, y supo que no tendría fuerzas para sacar el puñal de entre las costillas de aquel cuerpo que se arqueaba entre el tupido follaje. Y Titus se quedó observando el rostro, como un niño que mira la esfera de un reloj, maravillado y perplejo, porque ya no era nada, sólo una cosa, estrecha y pálida, con una boca abierta y unos ojos pequeños y apagados que miraban hacia arriba.
Pirañavelo estaba muerto.
Cuando Titus comprendió que esto era así, se desplomó sobre las rodillas y cayó de bruces al agua. Al punto un grito brotó de las bocas de cien espectadores y su madre, enmarcada por la ventana de arriba, se inclinó hacia delante y sus labios se movieron ligeramente mientras miraba a su hijo.
Por supuesto, ni ella ni los que vigilaban desde las ventanas habían visto nada más que la agitación entre las hojas, al pie del muro. Titus había desaparecido, adentrándose en la tupida maraña cuyas hojas en forma de corazón centelleaban a la luz de la luna. Durante largos segundos, la agitación había cesado entre el follaje. Y luego empezó de nuevo, hasta que, de pronto, vieron un gran revuelo y se dieron cuenta de que había dos figuras bajo la hiedra.
Y cuando Pirañavelo dejó de ocultarse y Titus cayó por el hueco de hojas y ambos intercambiaron mandobles, el sonido de la lucha, de ramas que se rompían, de las piernas de ambos moviéndose por debajo del agua… todos estos ruidos se oyeron por toda la bahía con una peculiar nitidez. Entre tanto, la flota de barcos se había acercado nuevamente al castillo sin que se dieran cuenta los protagonistas y estaba muy próxima a los muros. Los capitanes esperaban órdenes, pero la condesa, inmóvil bajo la luz de la luna, era como una talla contra la ventana, con la mano apoyada en el alféizar y la mirada concentrada abajo. El terrible y triunfal canto del gallo rompió la atrofia y, cuando poco después, Titus cayó de entre la hiedra y la sangre de su mejilla tiñó el agua en torno a su cabeza, la mujer dejó escapar un grito, creyéndolo muerto, y golpeó el alféizar de piedra con el puño.
Una docena de barcas se lanzaron a recuperar el cuerpo del agua, pero la embarcación que se había separado del resto un rato antes y cuyos remos habían oído Titus y Pirañavelo iba por delante y no tardó en llegar junto al cuerpo. Titus fue izado a bordo. Tan pronto lo dejaron sobre el suelo, sorprendió a aquella audiencia atónita, pues fue como si se levantara de entre los muertos: se puso en pie y, señalando a la parte del muro de donde había caído, ordenó a los barqueros que se acercaran.
Por un momento, los hombres vacilaron, mirando hacia la condesa, pero no obtuvieron su ayuda. Una suerte de belleza se había adueñado de sus rasgos chatos y grandes. Esa mirada que reservaba, sin saberlo, para un pajarillo con el ala rota o un animal sediento estaba depositada en aquel momento sobre la escena que veía abajo. El hielo se había fundido en sus ojos.
Se volvió a las personas que había detrás de ella en la habitación.
—Marchaos —dijo—. Hay otras habitaciones.
Al volverse de nuevo hacia la ventana, vio que su hijo estaba en la proa y la miraba. Tenía un lado del rostro ensangrentado. Sus ojos mostraban un extraño brillo. Como si quisiera asegurarse de que ella estaba allí y lo veía todo. Pues, mientras subían el cuerpo de Pirañavelo a bordo, él miró el cuerpo, la miró a ella, y luego un negro desvanecimiento se abatió sobre él y el rostro de su madre se emborronó y Titus cayó de bruces en el barco como si se precipitara en una zanja de oscuridad.