V

De pronto, desde abajo llegó un terrible grito, luego otro. Pirañavelo, que no había tenido más remedio que llevar su esquife hasta el fondo de la habitación cuando la primera de las cuatro embarcaciones se abrió paso por la ventana, utilizó su mortífera goma dos veces en rápida sucesión. Las tres descargas siguientes volaron contra las antorchas, sujetas en unos anillos de hierro a los lados de la primera embarcación. Dos de ellas cayeron al agua y se hundieron siseando.

Estas tres piedrecillas eran su última munición, exceptuando la que había dejado sobre el dintel de la ventana.

Tenía su cuchillo, pero sabía que sólo podría lanzarlo una vez. Sus enemigos eran incontables. Mejor servicio le haría utilizarlo como daga que lanzarlo y malgastarlo con la muerte de cualquier subalterno.

Sus enemigos estaban muy cerca, a la distancia de un remo. El más próximo colgaba sin vida sobre la borda de la embarcación. Los gritos que se habían oído procedían de los hombres de popa, que habían recibido cada uno una pedrada en las costillas y la mejilla. No hubo ningún grito del hombre que colgaba de la popa como un saco de harina y que arrastraba su mano peluda por el agua, pues su tránsito de este mundo al otro había sido tan rápido que no hubo tiempo para protestas.

Pirañavelo ya no tenía más piedras, así que se deshizo del tirachinas y saltó tras éste y se encontró nadando bajo la quilla de las barcas. Se había sumergido, y estaba seguro de que no podían verle desde arriba pues, aunque la luz iluminaba la superficie de las aguas, bajo ésta no se apreciaba ningún signo de nada tangible.

La única persona de la primera embarcación que estaba en posición de gritar no perdió el tiempo e informó al mundo en seguida. Su voz parecía aliviada, aunque trataba de ocultar sus emociones.

—¡Ha saltado al agua! ¡Bajo los botes! ¡Ah, de la tercera barca, vigilad la ventana! ¡Vigilad la ventana!

Pirañavelo se deslizó con rapidez por la negra oscuridad. Sabía que debía llegar lo más lejos posible antes de salir a la superficie a respirar. Pero, al igual que Titus, estaba mortalmente cansado.

Cuando llegó a la ventana, casi no quedaba aire en sus pulmones. Palpó el soporte de piedra con la mano izquierda. Hacia la derecha, justo encima de su cabeza, estaba la quilla del tercer barco. Por un momento, descansó y apoyó la cabeza contra la quilla y entonces, dándose impulso, pasó por la mitad inferior de la ventana, rozando el áspero alféizar de piedra y, girando bruscamente hacia la izquierda, se deslizó a lo largo del muro. Dos metros por encima de la oscuridad en la que nadaba Pirañavelo, la brillante superficie de las aguas lamía la piedra bajo la ventana de la condesa.

Por supuesto, recordaba que una de las dos barcazas se hallaba justo encima. Estaba nadando bajo un monstruo de madera con los flancos cubiertos de antorchas y la proa chata abarrotada de hombres.

Lo que no sabía cuando subió a buscar aire, con los pulmones a punto de estallar, era si entre el costado de la larga barcaza y el muro que se elevaba hacia lo alto habría suficiente espacio para asomar la cabeza.

Nunca había visto aquellas barcazas e ignoraba si los costados subían verticalmente o quedaban abombados. En tal caso, tenía la posibilidad de ocultarse bajo su forma convexa pues, al tocar por su parte más saliente el muro, formaría una especie de pasadizo donde al menos por un rato podría respirar y ocultarse.

Se dispuso a subir palpando el muro. Los dedos extendidos preparados para el tacto rugoso de la piedra tocaron con gran sorpresa no la piedra, sino un manto subacuático y enmarañado de esa hiedra exuberante que cubría una parte tan extensa de los muros del castillo. Ya había olvidado que, cuando huía en la canoa robada hacia la funesta habitación inundada, sus ojos repararon en la hiedra, con sus largos tentáculos, y que la fachada del castillo no sólo parecía mutilada y surcada de huecos donde antaño hubo ojos de cristal que centelleaban, sino que estaba cubierta por aquellas erupciones trepadoras de vegetación negra.

Pirañavelo siguió subiendo, aferrándose a las ramas sumergidas, y de pronto su cabeza topó con el casco de la barcaza, que tocaba el muro.

Fue entonces cuando supo que estaba más cerca de la muerte de lo que había estado jamás. Más cerca que cuando quedó atrapado en los brazos llameantes del muerto Bergantín. Más cerca que cuando trepó al ático secreto de Fucsia. Porque no le quedaba aliento más que para unos angustiosos segundos. Por arriba el camino estaba bloqueado. El costado de la barcaza, que se combaba hacia el exterior, tocaba ya el muro bajo la superficie y le cerraba el paso por arriba. No había ningún pasadizo donde respirar. Todo era agua. Pero, incluso con aquel gran martillo de desesperación que notaba golpeándole en las sienes, se volvió hacia la hiedra. Si trepaba ayudándose de las ramas exteriores sólo conseguiría llegar a ese angosto techo de agua. Pero ¿qué profundidad tendría aquella maraña submarina y laberíntica de hojas interminables, de brazos y dedos vellosos?

Con las fuerzas que le quedaban luchó. Luchó contra la hiedra. Desgarró las escamas de su garganta. Se adentró en su interior. Tiró de sus ligamentos, desgarró sus pequeños huesos llenos de agua; separó por la fuerza sus costillas y, mientras éstas trataban de recuperar su antigua curvatura, intentó abrirse paso a través de ellas. Y, en tanto que tiraba y se aferraba tratando de avanzar, en su interior, una voz distante decía: «No has logrado alcanzar el muro… no has alcanzado el muro».

Tampoco había alcanzado el aire… y entonces, por un instante, fue incapaz de seguir conteniendo la respiración y dio su primera e inevitable bocanada de agua.

El mundo se volvió negro pero, en una especie de acto reflejo, sus brazos y sus piernas siguieron impulsándolo unos segundos más hasta que, con la cabeza echada hacia atrás, se desvaneció, arropado por una red de ramas de hiedra.

Pasó un rato y, cuando por fin abrió los ojos, se dio cuenta de que la máscara de su rostro quedaba por encima del agua. Se encontraba en una especie de bosque vertical… una maraña que se apoyaba sobre uno de sus extremos. Pirañavelo sabía que no estaba haciendo nada para sostenerse, las ramas lo acunaban. Era como una mosca en una telaraña anegada. Pero los últimos espasmos de su cuerpo, que luchaba por ascender, habían logrado sacar su rostro del agua.

Lentamente, giró los ojos. Estaba apenas unos centímetros por encima del nivel de la crujía de la barcaza. No veía la embarcación en sí, pero a través de algunos huecos en la hiedra, divisaba las antorchas brillando como joyas, así que permaneció en los brazos de la planta trepadora gigante y oyó una voz gritar desde lo alto:

—Que todos los botes se alejen de la boca de la cueva. Y que formen una línea en la bahía inmediatamente. Encended todas las antorchas que haya a bordo, cada luz, cada vela. Que pasen cuerdas bajo la quilla de todos los barcos. Ese hombre podría esconderse en un timón. Por los poderes, tiene más vida que todos vosotros juntos…

En aquel silencio absoluto que se hizo después de amainar el vendaval, su voz sonó como un cañonazo.

—Por los infiernos, no es un tritón, no tiene cola ni aletas. ¡Tendrá que respirar! ¡Tendrá que respirar!

Las embarcaciones retrocedieron con un gran chapoteo de remos y palas, y las dos barcazas que se mecían sobre las aguas quietas se apartaron del muro. Pero, mientras las diferentes embarcaciones se desplazaban hacia el centro de la bahía y formaban una línea lo suficientemente alejada para quedar fuera del alcance de un buceador, Titus permaneció junto a su madre en la ventana, sin reparar apenas en su presencia, ni en la actividad de las embarcaciones, a pesar de la agitación y de la violencia y volumen de las órdenes de su madre, porque sus ojos escrutaban con avidez algo que tenía prácticamente debajo. Lo que sus ojos veían parecía de lo más inocente, y nadie salvo Titus en su febril estado hubiera seguido escrutando el pequeño retazo de hiedra que quedaba treinta centímetros por encima del agua. No era distinta de ninguna otra sección que hubiera podido elegir aleatoriamente en el manto de hojas. Pero Titus, que antes de que su madre se acercara a la ventana se había estado meciendo en una especie de sopor enfermizo, porque la fiebre y el agotamiento se acumulaban y se acercaba el final, había visto un movimiento que no acertaba a comprender… un movimiento que no formaba parte de su sopor.

Una agitación brusca e insistente entre las hojas. El agua, los botes, el mundo se balanceaban. Todo se balanceaba. Pero aquella agitación de la hiedra no formaba parte de ese gran movimiento general. No estaba en su cabeza. Tenía lugar en el mundo que veía a sus pies… y ese mundo se había vuelto tan quieto y callado como una lámina de cristal.

Sus latidos se aceleraron ante una intuición.

Y, de esta intuición, de su debilidad, surgió una especie de poder que se extendió por su cuerpo como savia. No el poder de Gormenghast o el orgullo del linaje, aquello no eran más que frutos de un mar muerto, sino el poder del orgullo de la imaginación. Él, Titus, el traidor, estaba a punto de demostrar su existencia, espoleado por su ira, espoleado por el romanticismo de una naturaleza que ya no le pedía barcos de papel o canicas o monstruos con zancos o la cueva de la montaña o la Criatura flotando entre los robles dorados, ni nada que no fuera venganza y muerte y la certeza de que ya no se limitaba a mirar, sino que estaba en medio de la acción.

Su madre estaba a su lado. Tras ella, un grupo de funcionarios intentaba ver como podía la escena del exterior. No debía cometer ningún error. Al menor descuido, una docena de manos lo aferrarían.

Se colocó el puñal en el cinto con mano temblorosa, como si estuviera muerto de frío. Entonces, volvió a apoyar las manos sobre el alféizar, y esto lo hizo lanzando una mirada furtiva por encima del hombro. Su madre estaba en pie con los brazos cruzados. Contemplaba la escena con una implacable intensidad. Los hombres que tenía detrás estaban peligrosamente cerca, pero miraban más allá de él, al lugar donde las barcas estaban formando una única línea.

Y entonces, casi antes de haber tenido tiempo de decidirlo, reunió sus fuerzas y, tras saltar a medias sobre el alféizar fingiendo que tropezaba, cayó los primeros dos metros entre la hiedra antes de conseguir agarrarse a los tallos. Cuando dejó de caer, vio que las ramas a las que se había agarrado no se rompían.

Titus había notado que la pequeña zona de hiedra sospechosa que buscaba estaba justo bajo la ventana desde la que había saltado (y que ahora estaba atestada de rostros asustados), justo debajo, al nivel del agua. Oía que gritaban su nombre, que daban órdenes por la bahía para que una barca se acercara inmediatamente, pero eran sonidos de otro mundo.

Y sin embargo, aunque esta sensación de distanciamiento le mantenía suspendido en un mundo de sueños, al mismo tiempo, algo le empujaba a bajar por el muro de hiedra como atraído por un imán. En aquel borrón de debilidad y distanciamiento había un núcleo de impulso y determinación.

Apenas era consciente de lo que hacía su cuerpo. Sus brazos, sus piernas, sus manos parecían obrar a su antojo. Él los siguió hacia abajo entre las hojas.

Pero Pirañavelo, que había tenido que cambiar de posición cuando un calambre insoportable le afectó la pierna y el hombro izquierdos, y que se movió con la esperanza de que si estiraba los miembros con cuidado no alteraría la quietud de la cubierta exterior de hojas, ya había oído el sonido de ramas rompiéndose por encima de su cabeza y supo que aquella acción tendría resultados fatales. Después de haber luchado tan duramente por ocultarse de sus perseguidores, era un destino funesto que hubieran de descubrirlo tan pronto.

Por supuesto, ignoraba que era el joven conde quien iba a caer sobre él. Sus ojos estaban clavados en la oscura maraña de brazos fibrosos que había sobre su cabeza. Era evidente que, quienquiera que fuese esa persona, no descendería por el interior de la masa de hiedra, más pegada al muro. Esto hubiera significado desplazarse a paso de caracol y debatirse continuamente con las ramas más densas. No, su perseguidor se descolgaría por el follaje exterior y seguramente trataría de penetrar la maraña cuando estuviera cerca, pero fuera del alcance de Pirañavelo.

Y esto es lo que Titus pretendía pues, cuando estaba a un metro y medio por encima del agua, se detuvo y esperó un poco para recobrar el aliento.

La luna estaba alta en el cielo y hacía innecesarias las antorchas. El seno de la bahía estaba leproso. Las hojas de hiedra reflejaban una luz satinada. Los rostros qué asomaban desde las ventanas se veían pálidos e inexpresivos:

Por un momento, se preguntó si Pirañavelo se habría movido, si habría cambiado de posición y ya no se encontraba donde había visto que la hiedra delatora cobraba vida y temblaba, y si él, Titus, estaría en esos momentos a escasos centímetros de su enemigo, en peligro de muerte. En aquel instante le pareció extraño que no saliera una mano de entre el follaje empuñando un puñal para matarle. Pero no sucedió nada. El sonido de remos que subían y bajaban en la bahía hacía más intenso el silencio.

Y entonces, aferrando con la mano izquierda un tallo interior, apartó las capas exteriores y escrutó el corazón del follaje, donde las ramas brillaron como un entramado de huesos blancos y retorcidos al contacto con la luz de la luna.

Sólo tenía un camino. Adentrarse cuanto le fuera posible entre la hiedra y descender en la penumbra hasta encontrar a su enemigo. La luna brillaba con tal intensidad que una especie de crepúsculo había sustituido la medianoche sin rayos entre las hojas. Sólo en la oculta faz del muro la oscuridad era total. Si Titus conseguía adentrarse hasta el muro y abrirse paso hacia abajo, era posible que, antes de llegar al nivel del agua, viera alguna figura que no fuera la de una rama o una hoja de hiedra… una curva o un ángulo entre las hojas, un codo tal vez, o una rodilla, o una frente abultada…