Titus había dejado de debatirse y sólo aguardaba el momento en que los dos patanes que, sin duda con la mejor de las intenciones, lo protegían de sí mismo bajaran la guardia por un instante y le dieran la oportunidad de desembarazarse de ellos.
Lo tenían sujeto de la chaqueta y la solapa, cada uno a un lado. Las manos de Titus, que estaban libres, se habían deslizado poco a poco por el pecho y habían desabrochado en secreto todos los botones de la chaqueta salvo uno.
Las decenas de remeros, mareados por el vaivén de las aguas, empapados por la lluvia y fatigados por el esfuerzo de mantener encendidas las antorchas, no alcanzaban a entender lo que sucedía en la «cueva» inundada o en la habitación de encima. Habían oído voces y algunos gritos exaltados, pero ignoraban cuál era la situación.
De pronto, la condesa en persona apareció en la ventana, y su voz resonante se oyó por encima del viento y la lluvia.
—¡Atención, remeros! No quiero descuidos. El voluntario ha muerto. El traidor, que ahora lleva su sombrero y su abrigo, está junto a la ventana, en la habitación que tenéis rodeada. —Hizo una pausa y se limpió la lluvia del rostro con la palma de la mano, y entonces su voz, con más fuerza que nunca, añadió—: Las cuatro embarcaciones centrales se impulsarán con los remos de popa. Tres hombres armados irán en la proa de cada una. Estas barcas avanzarán cuando yo levante la mano. Lo quiero muerto. Desenvainad vuestros puñales.
Cuando estas últimas palabras volaron en la tempestad, la exaltación fue tan grande, era tanto el empeño de hombres y embarcaciones por adelantarse, que no fue sino con grandes dificultades que las cuatro barcas centrales lograron separarse del cordón y maniobrar hasta alinearse.
Fue entonces cuando Titus, viendo que sus captores lo sujetaban con menos fuerza en su afán por mirar la ventana de la aciaga habitación, se zafó y sacó los brazos de las mangas de la chaqueta y, tras sortear a un grupo de remeros, se zambulló en el agua, dejando su chaqueta vacía en las manos de aquellos hombres.
Hacía muchas horas que no dormía. Apenas había comido. Notaba los nervios en tensión, como un fanático que se pone a caminar sobre un lecho de clavos. La fiebre le subía. Los ojos, desmesurados, le ardían. Los cabellos, indescriptibles, estaban apelmazados contra la frente, como algas. Los dientes le castañeteaban. Tenía frío y calor alternativamente. No sentía miedo, no porque fuera valiente, sino porque el miedo se había quedado en algún lugar del camino. Lo había perdido. Y a veces el miedo es sabio. Titus no tenía ninguna sabiduría en aquel momento, ni instinto de supervivencia. Su único instinto era el ansia de llevar a cabo su propósito. La quemazón que lo corroía se había concentrado, en su mayor parte injustamente, en la figura de Pirañavelo… al igual que la muerte de su hermana y la muerte de su Pasión, aquel duende vivaz.
Nadaba exultante. Las aguas iluminadas se cerraban sobre él y volvían a abrirse en penachos amarillos. Subía y bajaba con las olas, agitando los brazos. Todo cuanto el cielo había vomitado de sus fauces, las gigantes reservas, rompía contra su frente. Estaba exultante.
La fiebre iba en aumento. Cuanto más débil estaba, más fiero se volvía. Tal vez aquello era un sueño. Tal vez todo era un espejismo… las cabezas asomadas a mil ventanas, los botes meciéndose como escarabajos dorados a los pies de las cumbres de medianoche, la ventana de la habitación inundada, que bostezaba pidiendo sangre, la ventana de arriba, donde veía la figura de su madre, con los rojos cabellos llameantes, el rostro de mármol.
Quizá nadaba hacia su muerte. No importaba. Sabía que estaba haciendo lo que debía. No tenía elección. Su vida entera había sido un compás de espera. De aquello. De aquel momento. De todo lo que era y lo que significaría.
¿Quién era la persona que nadaba en su interior, cuyos miembros eran sus miembros y cuyo corazón era su corazón? ¿Quién era…, qué era esa persona que luchaba por avanzar entre las relucientes aguas? ¿Era el conde de Gormenghast? ¿Septuagésimo séptimo señor? ¿Hijo de Sepulcravo? ¿Hijo de Gertrude? ¿Hijo de la Dama de la ventana? ¿Hermano de Fucsia? Oh, sí, era todo aquello. Era hermano de la joven cubierta con una sábana blanca hasta el mentón y los cabellos negros esparcidos sobre la almohada inmaculada. Era eso. Pero no era hermano de su señoría…, sólo de la joven ahogada. No era el títere de nadie. Tan sólo era él mismo. Alguien que hubiera podido ser un pez en el agua, una estrella, una hoja, una piedra. Era Titus, tal vez, si es que hacían falta palabras… pero nada más. Oh, no, ni Gormenghast, ni septuagésimo séptimo, ni la Casa de Groan, sólo un corazón en un cuerpo que nadaba a través del espacio y el tiempo.
La condesa lo había visto desde la ventana, pero no podía hacer nada. Titus no se dirigía hacia la cueva, donde las embarcaciones bloqueaban ya la estrecha entrada, sino hacia una de las escaleras exteriores que subían desde las aguas a intervalos regulares por la fachada del castillo.
Pero la condesa no disponía de tiempo para esperar y seguir sus movimientos. Tres hombres se habían lanzado al agua y nadaban en su persecución. Ahora que había visto la primera de las embarcaciones franquear la entrada de la cueva, le dio la espalda a la ventana y volvió al centro de la habitación, donde un grupo de funcionarios se había congregado alrededor de la enorme mirilla. Cuando se acercaba, un hombre alto que estaba arrodillado ante la abertura cayó de espaldas, con el mentón ensangrentado. Tenía cuatro dientes rotos que cascabeleaban en su boca junto con una piedrecilla mientras su cabeza se sacudía de dolor. Los demás se apartaron en seguida de la peligrosa abertura. En ese momento, Titus entró en la habitación, dejando un rastro de agua a cada paso, dando claras muestras de fiebre y agotamiento. El fuego que le consumía lo hacía ingobernable. Su piel, normalmente pálida, estaba sofocada. Las peculiaridades de su cuerpo se veían extrañamente acentuadas.
Su aire magno, que había heredado de su madre, aquella impresión de ser más corpulento de lo que en realidad era, se notaba de forma especial, como si no fuera simplemente Titus Groan quien acababa de entrar por la puerta, sino una abstracción, un arquetipo, y el agua que chorreaba de sus ropas de alguna manera lo hacía en proporciones heroicas.
Los chatos rasgos de su rostro parecían aún más chatos y más simples. El labio inferior le temblaba por la exaltación y colgaba como el de un niño. Pero sus ojos claros, que con tanta frecuencia parecían apagados y distantes, no estaban encendidos sólo por la fiebre, sino por el ansia de venganza —una visión poco agradable— y, al mismo tiempo, la determinación de demostrarse a sí mismo que era un hombre les confería un aire gélido.
Había visto su mundo hacerse añicos. Había visto personajes en acción. Ahora le tocaba a él ser el protagonista. ¿Era el conde de Gormenghast? ¿El septuagésimo séptimo? ¡No, por el rayo que la mató! ¡Era el Primero…, un hombre encaramado a un peñasco con la antorcha del mundo sobre él! Y estaba completo, no le faltaba nada: cerebro, corazón y sentir… un individuo por derecho propio, un ser formado por piernas y brazos, muslos, cabeza, ojos y dientes.
Avanzó a ciegas hacia la ventana. No le hizo el menor ademán a su madre. Él era su traidor. Que lo viera, entonces. ¡Que su madre lo viera!
Desde el momento en que se desprendió de su chaqueta y saltó al agua, Titus supo cuál era el radiante propósito que le impulsaba. No había lugar para el miedo. Sabía que sólo a él correspondía caer sobre ese símbolo de todo cuanto es tiránico: Pirañavelo, la bestia fría y cerebral. Su instrumento era un puñal, frío y escurridizo. Había atado un trapo a la empuñadura. Se plantó junto a la ventana, sujetándose al alféizar con ambas manos, y contempló la fantástica escena a la luz de las antorchas. La lluvia había amainado y el viento, antes tan tumultuoso, cesó de pronto. Hacia el nordeste, allá en lo alto, la luna se desprendió de una nube asfixiante.
Una luz cenicienta se extendió sobre Gormenghast, y en la bahía cayó un silencio que sólo rompía el chapoteo de las olas contra los muros, pues, aunque el viento había cesado, las aguas seguían revueltas.
Titus no hubiera sabido decir por qué estaba allí. Tal vez era porque estaba tan cerca como era posible del fugitivo, ya que la entrada le estaba vedada, y el agujero circular estaba vigilado. Desde donde estaba, libre de sus captores, al menos podía estar cerca del hombre a quien deseaba matar. Pero era más que eso. Sabía que su papel no sería el de un simple espectador. Sabía que de un modo u otro, los sabuesos humanos, por bien que armados, no serían rival para una criatura tan taimada como la que perseguían. No, la superioridad numérica no bastaría para vencer a un demonio tan hábil e ingenioso.
Nada de esto lo pensó Titus de forma consciente. No estaba en situación de razonar. Del mismo modo que supo que debía escapar y nadar hacia las escaleras, supo que debía entrar en aquella habitación y permanecer junto a la ventana.