La condesa, satisfecha porque ya no había peligro de que Titus saltara al agua, volvió al lugar donde el hombre de la sierra dejaba descansar el brazo antes de la última docena de acometidas de la hoja candente y afilada.
—El primero que se asome por el agujero se expone a recibir una pedrada en la cabeza. No les quepa la menor duda, caballeros. —La condesa hablaba lentamente, con los brazos en jarras, la cabeza alta, el pecho que subía y bajaba como el lento vaivén de las olas. Se sentía dominada por la pasión de la caza, pero su rostro no reflejaba nada. Estaba concentrada en la muerte del traidor.
Pero ¿y Titus? La agitación de sus emociones, la amargura de su tono; su falta de amor hacia ella… tanto si lo quería como si no, todo esto se confundía en su mente con la preocupación por Pirañavelo. No se trataba simplemente del enfrentamiento entre la Casa de Groan y un rebelde traicionero, pues el mismísimo septuagésimo séptimo conde, por propia confesión, se parecía peligrosamente a un traidor.
Volvió a la ventana y, mientras tanto, abajo, cambiando repentinamente sus planes, Pirañavelo se guardó el tirachinas en el bolsillo y, aferrando su puñal, se puso en pie despacio y en silencio y se quedó quieto, agachando la cabeza y los hombros por la proximidad del techo.
La figura de la barca, que se había prestado voluntaria a aquella arriesgada misión, lejos de dedicar sus ojos a buscar al enemigo, no podía concentrarse en otra cosa que no fuera el control del esquife, pues las olas que rompían contra los muros del exterior y empujaban las aguas a borbotones por la ventana habían convertido la habitación en un pozo de aguas revueltas.
No obstante, hubo un momento en que la agitación de las aguas atrapadas en la habitación se apaciguó engañosamente y el remero volvió la cabeza y, por primera vez, pudo fijar la mirada en el rincón de la ventana. Divisó a Pirañavelo de inmediato, con el rostro iluminado desde abajo por los reflejos del agua.
Apenas lo vio, el hombre dejó escapar una exclamación de terror. No porque fuera un cobarde, pues se había ofrecido para entrar solo en la cueva, y ahora se disponía a luchar como no había luchado en su vida, sino porque había algo tan terrible en el aspecto de aquel joven que las tripas se le hicieron un nudo. Por el momento, el voluntario estaba fuera del alcance de Pirañavelo, a no ser que le arrojase el puñal, y se disponía a llevarse a los labios el silbato que portaba colgado del cuello para advertir a los demás mediante un único pitido, como habían acordado, cuando se vio impulsado hacia delante en lo alto de una ola que acababa de entrar y que avanzó siguiendo las paredes como si quisiera limpiar la cueva. Luchó con el remo, pero le fue imposible mantener la barca en su sitio y en cuestión de segundos se encontró deslizándose a lo largo del lado oeste, hacia el rincón oscuro del muro que daba al «mar».
Cuando la barca, impulsada hacia delante y golpeando con la proa la piedra del lado de Pirañavelo, estaba a punto de franquear la ventana, Pirañavelo saltó hacia la izquierda y cayó sobre el voluntario con una fuerza arrolladora a pesar de su ligereza. No hubo tiempo para luchar, pues el puñal penetró en las costillas y el corazón del hombre tres veces en otros tantos segundos.
Cuando Pirañavelo asestó la tercera de sus mortales puñaladas, mientras el sudor le caía por el rostro como sangre húmeda bajo la luz de las antorchas, volvió sus pequeños ojos ardientes al techo y vio que apenas faltaban un par de centímetros para que la sierra completara el círculo. Un segundo más y quedaría expuesto a la mirada de la condesa y sus perseguidores.
El cadáver estaba junto a él en el bote que, a causa de su salto, había tragado un par de cubos de agua. Quizá fue esto lo que frenó su precipitado avance. Fuera lo que fuese, Pirañavelo pudo apoyar el pie contra la ventana y, ayudándose con el remo, contuvo la barca en la corriente cada vez más débil, hasta que aquel remolino de agua completó su camino saliendo por la ventana. En los escasos segundos de margen que tuvo mientras se balanceaba en la relativa oscuridad del rincón más alejado, arrancó el sombrero de ala ancha de la cabeza del muerto y se lo puso. Luego despojó aquel cuerpo flácido y pesado del abrigo y se lo puso también. No hubo tiempo para más… Un sonido atronador le indicó que estaban echando abajo el círculo de tablas. Cogió el cuerpo por debajo de las rodillas y los brazos y, haciendo un esfuerzo supremo, lo arrojó por la borda y lo vio desaparecer bajo las aguas turbulentas.
Ahora debía controlar el esquife, pues no sólo quería evitar que zozobrara, sino situarlo bajo el agujero del techo. Mientras él hundía el pesado remo en el agua y dirigía el esquife hacia el centro de la habitación, el círculo de madera cayó y una nueva luz procedente de arriba proyectó un gran círculo luminoso en el acuoso centro de la guarida de Pirañavelo.
Pero Pirañavelo no miró hacia arriba. Luchaba como un poseso por mantener la barca bajo el círculo de luz… y entonces se puso a gritar con una voz ronca que, si bien en nada se parecía a la de su víctima, ciertamente tampoco se parecía a la suya.
—¡Milady! —gritó.
—¿Qué es eso? —musitó la condesa en la habitación de arriba.
Un hombre se asomó un poco a la abertura.
De nuevo, la voz de abajo.
—¡Ah, los de arriba! ¿Está ahí la condesa?
—¡Es el voluntario! —gritó el hombre que se había aventurado a mirar por el agujero circular—. ¡Es el voluntario, milady! Está justo debajo.
—¿Y qué dice? —exclamó la condesa con voz hueca, pues un oscuro temor atenazaba su corazón—. ¿Qué dice, hombre? ¡Por el amor de las Piedras!
Y entonces se adelantó un paso y pudo ver el sombrero de ala ancha y el pesado abrigo cuatro metros más abajo. Estaba a punto de hablarle a la figura, aunque el voluntario no hizo ademán de levantar la cabeza, pero fue éste quien rompió el silencio. Porque había una especie de silencio, aunque la lluvia silbaba y el viento soplaba y las olas azotaban los muros. Había una especie de tensión que se superponía a los sonidos. Y el miedo a que aquel pájaro de mal agüero hubiera volado.
La voz brotó de debajo del ala del sombrero.
—¡Decidle a su señoría que aquí no hay nada! Es sólo una habitación llena de agua. No hay más salida que la ventana. El agua ha bloqueado las puertas. Sólo hay agua, decídselo. ¡No hay ni donde esconder una pestaña! Él se ha ido, si es que ha llegado a estar aquí, cosa que dudo.
La condesa se dejó caer de rodillas, como si fuera a rezar. Su corazón estaba muerto en su pecho. Aquél era el momento, donde los hubiera, de prender y ejecutar a un enemigo de Gormenghast. Aquél, cuando los ojos del mundo estaban puestos en su captura y su castigo. Y sin embargo, el hombre había gritado: «Sólo una habitación llena de agua».
Pero en su interior, algo se resistía a creer que tan grandes preparativos, tamaña concentración de fuerzas en el castillo hubieran sido en vano… y, es más, a un nivel más profundo, había algo en ella que se resistía a aceptar que la certeza, la certeza irracional de que aquél era el día de la venganza, no fuera sino una ilusión.
Se agachó, apoyándose en los codos, y asomó la cabeza por debajo del nivel del suelo.
A primera vista, era desesperantemente cierto. No había donde ocultarse. Las paredes estaban desnudas, a excepción de algunos cuadros mohosos. El suelo no era más que agua. Su mirada se volvió hacia el hombre que había abajo.
Cierto que tenía gran trabajo para luchar contra las aguas embravecidas en la cueva, pero al mismo tiempo, parecía extraño que no hiciera ningún esfuerzo por mirar ni una sola vez hacia el techo, donde sabía que su audiencia observaba expectante.
La condesa lo había visto subir al bote poco antes, y abrirse camino entre las barcazas. Había mirado desde la ventana, mientras la lluvia le azotaba el rostro, preguntándose qué encontraría, aunque no dudaba que Pirañavelo le estaría esperando. Fue esta certidumbre, que persistía a pesar del vacío de abajo, la que la empujó a mirar de nuevo al hombre que no había encontrado más que agua.
Cuando vio con sorpresa que era menos corpulento de lo que pensaba, esto no le hizo sospechar. Pero sus ojos, que habían vuelto a separarse del voluntario y andaban siguiendo la curva de la pared, se posaron en algo en lo que no había reparado. A la derecha de la única ventana de la habitación las sombras eran más profundas, y es por ello que no había visto que algo colgaba del techo. Al principio no pudo distinguir lo que era, salvo que parecía colgar de una vigueta y que tendría unos dos metros de largo, pero, poco a poco, conforme sus ojos se acostumbraban a las peculiares vibraciones de aquel reflejo, y puesto que los haces de luz iluminaban de vez en cuando una u otra parte del objeto, se dio cuenta de que lo que estaba viendo era la canoa de Titus, la canoa que Pirañavelo había robado… y en la que había penetrado en aquella habitación. Pero ¿dónde estaba? La habitación estaba desprovista de vida, desprovista de todo cuanto no fuera el agua, la canoa y el voluntario. No había forma de escapar de allí a pie, ni había tampoco motivos para que hubiera querido hacer tal cosa teniendo a su disposición una embarcación tan ligera y segura. Fuera cual fuese la causa de la desaparición de Pirañavelo, ¿por qué habría de colgar la canoa del techo?
Sus ojos volvieron a posarse en el sombrero de ala ancha y reparó en los hombros del hombre y en la agitación nerviosa y la agilidad con que manejaba la barca, y tuvo la primera sombra de duda, porque aquel voluntario que estaba abajo tenía algo distinto del fornido remero que había visto desde la ventana. Sus sospechas eran tan débiles que no comprendió realmente sus implicaciones. Y sin embargo, el hecho de que hubiera surgido cierto malestar, cierta sombra de duda, por vaga que fuera, bastó para que la condesa respirara hondo y, con una voz tan poderosa y potente que la figura del hombre se sobresaltó al oírla, atronó:
—¡Voluntario!
Allá abajo, el hombre parecía tener tantas dificultades que no podía evitar que la embarcación tragara agua y mirar a la condesa al mismo tiempo.
—¿Milady? —exclamó, agitando febrilmente el remo, como si hubiera de luchar para mantener su posición bajo el agujero—. ¿Sí, milady?
—¿Estás ciego? —dijo la voz desde arriba—. ¿Es que se te han podrido los ojos en la cara? —¿Qué querría decir con aquello? ¿Acaso había visto…?—. ¿Por qué no me has informado? ¿Es que no la has visto? —atronó la voz.
—Es… difícil… controlar el bote, milady, y no digamos…
—¡La canoa, hombre! ¿Es que no significa nada para ti que la canoa del traidor esté colgada del techo? Déjame ver tú…
Pero en ese momento, una nueva ola llegó por la ventana y arrastró la barca de Pirañavelo como si fuera una hoja, y mientras las aguas agitadas la hacían girar, alejándola del centro, la barca se ladeó tanto que la condesa vio un destello de blanco y escarlata bajo el sombrero de ala ancha y, casi al mismo tiempo, sus ojos se desviaron de su presa, pues un rostro vacío acababa de aparecer entre las olas, justo debajo de ella. El rostro se meció por unos momentos como una hogaza de pan y volvió a hundirse.
La condesa había sentido morir el mundo en su interior y entonces, con una rapidez increíble, vio los dos rostros, el uno detrás del otro, y su pesar, su rencor reflexivo, su sed de mal, su decepción se transformaron en un arrollador vigor de mente y cuerpo. Su ira cayó como el látigo sobre las aguas de la habitación de abajo. En cuestión de segundos, había visto al traidor de rostro rojiblanco y al voluntario.
El porqué de que el bote estuviera colgando del techo y un sinfín de preguntas más dejaron de tener relevancia. Eran totalmente académicas. Nada importaba, salvo la muerte del hombre del sombrero de ala ancha.
Por un instante, la condesa pensó en engañarlo, pues no era probable que hubiera visto el rostro aparecer entre las olas, ni supiera que ella lo había visto. Pero no era momento para juegos ni engaños… no era momento para dilaciones. Cierto que podía haber dado orden en secreto para que los botes que aguardaban en el exterior penetraran en la cueva y lo prendieran, después de distraer su atención de la ventana arrojando algún objeto desde arriba. Pero todas aquellas sutilezas no le parecían importantes, pues su ánimo le pedía una muerte rápida y definitiva en el nombre de las Piedras.