Pirañavelo estaba tan inmóvil como el dintel sobre el que se había agazapado. Sólo sus ojos se movían de un lado a otro, de la sierra que se abría camino en forma de círculo en las maderas del techo a las relucientes aguas que tenía por debajo, y donde en cualquier momento aparecería el morro del esquife. Había oído el «no» atronador de la condesa desde arriba, y sabía que cuando el techo estuviera cortado, ella sería de las primeras en escrutar la habitación. Sin duda la luz reflejada les ofrecería una panorámica perfecta del lugar donde se ocultaba.
Abrir una frente tras otra conforme aparecieran por el agujero del techo, dejar sus piedrecillas clavadas en la frente de sus enemigos como la más elocuente de las lápidas… quizá sería esto lo que haría, pero sabía que sus enemigos no tenían aún la certeza de que estaba allí. Tan pronto advirtieran la acción de su mortífero tirachinas, su captura sólo era cuestión de tiempo.
Es evidente que nada podía hacer para frenar el avance del hombre de la sierra. Tres cuartas partes de un círculo estaban ya marcadas en la madera podrida. Y habían empezado a caer pedacitos de madera sobre las aguas picadas.
Todo dependía del esquife. En un minuto, un gran ojo redondo se abriría en las maderas del techo. Pirañavelo estaba deseando que llegara cuando la proa apareció cabeceando como un caballo y de pronto, cuando volvió a saltar hacia delante, allá abajo, tan cerca que podía tocarlo, vio el sombrero de ala ancha del remero con la daga en la boca.