A cada minuto que pasaba, Titus se iba poniendo más y más nervioso. No porque los preparativos para el asalto de la habitación inundada no se hubieran desarrollado rápida y satisfactoriamente, sino porque la ira, lejos de apaciguarse, le dominaba cada vez más.
Dos imágenes flotaban de forma permanente ante sus ojos. Una, la de una criatura esbelta e indómita, una criatura que, aun desafiándolo, desafiando a Gormenghast, desafiando la tempestad, era tan inocente como el aire o como el rayo que la mató. La otra, la de una habitación pequeña y vacía donde su hermana yacía sola sobre una camilla, desgarradoramente humana, con los ojos cerrados. Y ninguna otra cosa le importaba, salvo que ambas fueran vengadas, que pudiera devolver el golpe.
De este modo, no permaneció ante la ventana que daba sobre las aguas brillantes y agitadas. Dejó la habitación y descendió por una escalera exterior, y subió a una de las barcas, pues ahora que la «cueva» de Pirañavelo estaba tan estrechamente cercada, decenas de embarcaciones se mecían inútilmente sobre las olas. Titus ordenó a los remeros que lo dejaran en el interior del arco perfecto que las barcas formaban en torno a la ventana y avanzó sobre el oscilante suelo de las barcas hasta que se encontró ante la ventana y, escrutando la superficie del agua, vio el interior de la habitación, tan iluminada por los reflejos que una pintura que colgaba de la pared del fondo se veía con total claridad.
Pero la condesa había tomado el camino opuesto y, aunque no llegaron a verse, debieron de cruzarse bajo la luz ámbar, pues mientras Titus escrutaba la estancia inundada, su madre subía por la escalera exterior. Había tenido la idea de serrar el techo de la habitación inferior, porque estaba claro que nadie podría entrar en la trampa de Pirañavelo sin exponerse a graves riesgos. Era cierto que la habitación parecía vacía, pero, naturalmente, no podía saber qué se ocultaba entre las sombras en los rincones más próximos, o contra las paredes que flanqueaban la ventana.
Y es ahí donde, de estar Pirañavelo en la habitación, se hubiera escondido.
Por eso pensó en la habitación de encima. Cuando llegó, vio que su idea ya estaba siendo puesta en práctica, así que fue hasta la ventana y se asomó. La lluvia, que había cesado brevemente, volvía a caer, y una cortina de agua golpeaba de forma persistente los muros, de modo que la condesa no llevaría ni un minuto ante la ventana y ya estaba empapada. Al poco, se volvió hacia la izquierda y contempló el muro adyacente, que se perdía en la húmeda perspectiva. Alzó la cabeza hacia arriba, y vio hectáreas de piedra que se elevaban chorreando agua en la noche. Pero la gran fachada no estaba desnuda; en cada ventana sobresalía una cabeza. Y, bajo el fulgor de las antorchas, cada una de ellas tenía el color de la piedra de la que brotaba; se hubiera dicho que los vigías eran de piedra, como gárgolas, con los rostros dirigidos hacia la brillante luz de las barcazas que bailaba sobre las olas en el exterior de la «cueva».
Pero, mientras la condesa miraba las «tallas» que tachonaban los muros a su izquierda, se produjo una especie de sustracción. Como si la vergüenza se hubiera extendido sobre los rostros de piedra. Una a una, las cabezas se retiraron, hasta que no quedó nada a la izquierda, salvo el vacío de los muros chorreantes.
La condesa volvió la cabeza al otro lado, donde, por el contrario, las cabezas sobresalían y brillaban bajo la lluvia iluminadas por la luz de las antorchas… hasta que, al igual que sus compañeras, también éstas se retiraron, una a una.
La condesa dirigió de nuevo la mirada hacia la escena que tenía lugar abajo, y aquel sinfín de rostros mojados volvió a proyectarse desde los muros del castillo, como si fueran succionados o como las tortugas asoman las cabezas del caparazón.
La pequeña embarcación que había sido transportada a lomos del cordón de barcas estaba ahora a medio metro de la ventana. En su interior, un hombre sentado empuñaba un poderoso remo. Un sombrero de cuero negro de ala ancha protegía sus ojos de la lluvia. Entre los dientes sujetaba una larga daga.
La suya no era tarea fácil, penetrar por la ventana entre las barcazas apostadas a ambos lados. El pequeño esquife avanzó peligrosamente, tragando agua dorada por el costado. El viento ululaba sobre la bahía.
De pronto Titus le gritó al hombre que regresara.
—Deja que vaya yo primero —gritó—. Eh, tú, vuelve. Dame esa daga. —El rostro de su hermana se le apareció en la ventana. La Criatura bailó sobre las aguas relucientes como un espíritu y le mostró los dientes.
—¡Deja que sea yo quien lo mate! ¡Deja que lo mate! —gritó de nuevo, perdiendo en ese momento sus últimos cuatro años de aprendizaje, pues se había vuelto como un niño histérico a causa de su vivida imaginación, y por un instante el remero vaciló, mirando atrás por encima del hombro. Pero desde lo alto del muro, una voz exclamó:
—¡No! ¡Por la sangre del amor! ¡Detenedlo!
Dos hombres sujetaron con fuerza a Titus, pues casi parecía que iba a arrojarse al agua.
—Calmaos, milord —dijo uno de los hombres que le sujetaban—. Es posible que no esté allí.
—¿Por qué no? —gritó Titus debatiéndose—. Yo le vi, ¿no es cierto? ¡Soltadme! ¿No sabéis quién soy? ¡Soltadme!