SETENTA Y SIETE

Sabiendo que aún tendría que esperar varias horas antes de que hubiera la suficiente oscuridad para aventurarse a salir, Pirañavelo se había echado a dormir en la canoa. Mientras dormía, la canoa empezó a mecerse suavemente sobre las negras aguas, a unos palmos de donde la corriente penetraba a través de la ventana. Vista desde el interior de la «caverna», esta entrada era como un cuadrado de luz. Y sin embargo, a cada momento que pasaba, el seno de la bahía gris, que desde el oscuro refugio de Pirañavelo parecía luminoso, en realidad cubría su desnudez con un manto de sombras tras otro.

Por supuesto, siete horas antes, cuando Pirañavelo se escabulló del mundo exterior y cruzó la reluciente ventana, pudo ver exactamente en qué clase de habitación se metía. La luz que penetraba por ella se reflejaba en las aguas e iluminaba el interior.

Su primera reacción fue de intensa irritación, porque no había corredores que salieran de la estancia ni escaleras que llevaran al piso de arriba. Las puertas estaban cerradas cuando la inundación llegó allí, de manera que el peso del agua las hacía inamovibles. De haber estado abiertas las puertas interiores, hubiera podido escabullirse por los respiraderos superiores hasta un alojamiento más amplio. Pero no. Aquel lugar era prácticamente una cueva, una cueva con unas pocas pinturas mohosas que colgaban precariamente a unos centímetros del agua.

Y como tal receló de ella desde el principio. Era una trampa. Aunque remar y salir por aquella boca a las aguas abiertas parecía mucho más peligroso que permanecer donde estaba hasta que cayera la noche.

Una brisa procedente de la Montaña erizaba la extensa superficie de la bahía de agua dulce y extendió sobre ella una especie de piel de gallina. Estas ondas empezaron a desplazarse hacia el interior de la cueva, una tras otra, haciendo que la canoa se balanceara suavemente.

A ambos lados de la «bahía», la silueta de los dos promontorios idénticos, con sus largas hileras de ventanas, se recortaba contra el crepúsculo.

Entre ellos, las aguas rizadas miraban al cielo con una agitación inusual, en un ir y venir que, aunque en sí mismo no hubiera sido peligroso ni para la más pequeña embarcación o aun para un nadador, resultaba peculiar y amenazador.

En el lapso de un minuto, la callada quietud del atardecer se convirtió en algo muy distinto. La paz del crepúsculo, el hechizo de aquella luz gris como la piedra se rompió. No se rompió el silencio, pero la luz, el agua, el castillo y la oscuridad se reunieron en cónclave.

Deslizándose sobre las aguas encrespadas, una fría vaharada de los pulmones de esta conspiración debió de entrar en la habitación donde dormía Pirañavelo pues, de pronto, se incorporó en la canoa y volvió la vista hacia la ventana, y el vello se le erizó en el espinazo y la boca se convirtió en las fauces de un lobo, ya que, mientras la sangre brillaba detrás de las lentes de sus ojos, sus finos y pálidos labios se separaron en una mueca que se extendió como una cuchillada en una máscara de cera.

Mientras su cerebro pensaba con rapidez, Pirañavelo tomó un remo y acercó el bote a unos palmos de la ventana, desde donde obtuvo una panorámica de la bahía, parapetado por la oscuridad absoluta.

Lo que había visto antes no eran más que los reflejos de lo que ahora divisaba en su totalidad pues, desde el lugar que antes ocupaba la canoa, la parte superior de la ventana quedaba oculta tras un velo de papel desprendido de la pared. Lo que había visto eran los reflejos de una hilera de luces. Lo que ahora veía eran las linternas, que ardían en la proa de un centenar de embarcaciones. Y estas embarcaciones se extendían en un semicírculo que avanzaba en su dirección tan denso como un ejército de luciérnagas.

Sin embargo, lo peor de todo era una especie de luz que bailaba sobre las aguas, al otro lado de la ventana. No era una luz potente, pero era más de lo que podía atribuir a los últimos resplandores del día. Y su color no era natural. Había algo verdoso en aquel tenue destello, y Pirañavelo apartó la vista. Porque, a cada segundo que pasaba, los botes acortaban la distancia que los separaba de los muros del castillo.

Si había o no otras interpretaciones para el espectáculo desplegado ante sus ojos, en aquel momento tan crítico no podía dedicarles ni un pensamiento. Debía suponer lo peor y más sangriento.

Debía suponer que no sólo estaban repartidos por la bahía buscándole a él y sabían que estaba escondido muy cerca, en algún lugar entre los dos promontorios gemelos, sino más aún, que sabían exactamente por qué ventana había pasado. Debía suponer que le habían visto cuando entró en aquella trampa y que sus perseguidores no sólo escudriñaban las aguas sedientos de su sangre, sino que el frío resplandor que veía sobre las aguas justo delante procedía de linternas o antorchas que arrojaban su luz desde la ventana de arriba.

Tanto si su única esperanza era escabullirse fuera de la cueva y, arriesgándose a recibir una descarga desde arriba, recorrer velozmente las aguas de la bahía antes de que las embarcaciones cerraran filas y la concentración de sus luces sobre la boca de la cueva le dieran un tono plomizo… tanto si hacía eso y ganaba velozmente la oscuridad en el crepúsculo deslizándose como una golondrina sobre la superficie de las aguas virando como sólo su canoa podía… y atravesaba el círculo de linternas y después, tras seguir con el bote, el lado de uno de los promontorios cubiertos de enredaderas, trepaba por el áspero follaje de los muros… tanto si debía hacer esto como si no, en cualquier caso era demasiado tarde, pues una brillante luz amarilla bailaba sobre las aguas revueltas del otro lado de la ventana.

Un par de pesadas embarcaciones semejantes a barcazas que se acercaban sigilosamente bordeando los muros que flanqueaban la ventana de Pirañavelo eran la fuente de la luz amarilla que el asesino había visto, para su horror, bailando sobre las aguas, porque aquellas embarcaciones venían cargadas de antorchas; las chispas caían al agua y se extinguían siseando. El decorado en torno a la abertura de la cueva había dejado de ser un escondite anónimo y oscuro para devenir en un escenario de aguas iluminadas por el fuego en el que se concentraban todas las miradas. Las vetustas jambas de piedra de la ventana, visiblemente marcadas por los elementos, se habían convertido en objetos del oro más puro, y sus reflejos se hundían en las aguas negras como si quisieran inflamarlas. Alrededor de la ventana, la piedra estaba iluminada con igual intensidad. Sólo la boca de la habitación, donde las aguas llameantes se aventuraban para ser engullidas por su negra garganta, interrumpía el resplandor. Porque había algo más que simple negro en la intensidad de aquel tosco cuadrado de oscuridad.

La misión de las barcazas no era otra que permanecer con sus chatas proas a ambos lados de la ventana, iluminar aquel lugar como si fuera de día. La del arco de embarcaciones era cerrarse y formar el más denso de los auditorios, armado e impenetrable.

Pero quienes manejaban las barcazas y sostenían en alto las antorchas, y quienes remaban e impulsaban los cientos de embarcaciones que estaban ahora a un tiro de piedra de la «cueva» no eran los únicos espectadores.

Muy por encima de la entrada al refugio de Pirañavelo, las decenas de ventanas dispuestas de forma irregular ya no boqueaban vacías como cuando Titus las había mirado desde la canoa y sintió un escalofrío ante aquel lugar olvidado. En cada ventana había una cara, y cada cara miraba hacia abajo, donde las olas iluminadas subían y bajaban hasta el punto de que las sombras de los hombres de las barcazas saltaban sobre las paredes y debajo de éstas se oía el chapoteo de las olas encrespadas al romper contra los muros del castillo.

Se había levantado viento, y a algunas de las embarcaciones que formaban el círculo les costaba mantener la posición. Sólo los que miraban desde arriba no se veían afectados por este empeoramiento del tiempo. Un formidable contingente se había desplazado por tierra. Pocos había que hubieran hecho antes aquel camino, y ninguno que hubiera llegado hasta el Tajo y los Pedestales de Pequeña Sark en los últimos cinco años.

La condesa había viajado por agua, pero Titus tuvo que ir por tierra, a la cabeza de la falange principal, pues no era un itinerario sencillo, en pleno crepúsculo y con las innumerables decisiones que había que tomar en las encrucijadas de pasadizos y azoteas. Con el viaje de regreso tan fresco en la memoria, a Titus no le quedó más remedio que poner sus conocimientos a disposición de los centenares de individuos cuyo deber era peinar los Pedestales. Pero no estaba en condiciones de volver a recorrer sin ayuda aquel trayecto tan largo en un mismo día. Mientras los funcionarios trataban de encontrar un vehículo apropiado, Titus recordó el palanquín en el que lo habían llevado, con los ojos vendados, el día de su décimo aniversario. Mandaron un mensajero en su busca, y poco después el «ejército de tierra» partió en dirección norte con Titus recostado en su «silla de montaña», con una jarra de agua en el receptáculo de madera que tenía a sus pies, una petaca de brandy en la mano y una hogaza de pan y una bolsa de pasas junto a él en el asiento. En distintos momentos, cuando pasaban de una azotea a otra o cuando se encontraban ante un tramo complicado de escaleras, Titus bajó de la silla y siguió a pie… Aun así, durante la mayor parte del camino pudo ir recostado en su silla, con los músculos relajados, limitándose a dar agrias instrucciones al capitán de los exploradores de tierra cuando surgía la ocasión. Una negra ira empezaba a dominarle.

¿Qué pasó por su cabeza mientras se desplazaba en medio del crepúsculo? Un centenar de pensamientos y la sombra de un centenar más. Pero entre todos ellos, estaban esos temas gigantes que eclipsaban todo lo demás y acechaban en el umbral de su conciencia, y cada vez que los retomaba, el corazón le estallaba en un doloroso martilleo. En un corto período de tiempo —en las últimas horas— se había visto arrojado en tres ocasiones a un torbellino emocional para el que no estaba en absoluto preparado.

De pronto, como salido de la nada, el primer avistamiento del esquivo Pirañavelo. Salida de la nada, la noticia de la muerte de Fucsia. Salido de la nada, de repente, el arrebato de su rebelión, el peligro, la conmoción de todos los que le rodeaban, la exaltación y la emoción de verse libre de duplicidades… como traidor si querían, sí, pero también como un hombre que había arrancado las zarzas de sus ropas, la hiedra de sus miembros, la enredadera de su cerebro.

Pero ¿lo había hecho? ¿Era posible liberarse con un simple tirón de su responsabilidad para con la Casa de sus padres?

Mientras los porteadores avanzaban por los pisos superiores, Titus estaba seguro de ser libre. Cuando Pirañavelo fuera sacado a rastras de su guarida como una rata de agua y ejecutado, ¿qué le retendría entonces en aquel mundo, el único que conocía? No, prefería morir más allá de sus confines, dondequiera que estuviesen, a pudrirse entre ritos. Fucsia estaba muerta. Todo estaba muerto. La Criatura estaba muerta y el mundo había muerto. Su reino se le había quedado pequeño.

Pero detrás de todo esto, detrás de sus pensamientos tambaleantes, había una ira cada vez mayor, una ira como jamás la había sentido. A primera vista, podía parecer que la ira que le consumía era absurda. Y la parte racional de Titus seguramente hubiera admitido que así era. Porque esa ira no se debía a que Fucsia hubiera muerto a manos de Pirañavelo como él pensaba, ni a que el rayo arbitrario hubiera frustrado su amor por la Criatura… en su mente consciente, no era ninguna de estas cosas la que le hacía temblar por el deseo de batirse con el hombre de cara roja y blanca y, si podía, matarle.

No, era porque Pirañavelo le había robado la canoa, su canoa… tan ligera, tan rauda; tan veloz sobre las aguas.

Lo que Titus no imaginaba es que la canoa no era ni más ni menos que la Criatura: en el profundo caos de su corazón y su imaginación —en el corazón de su mundo de ensueño—, la canoa se había convertido, y quizá ya lo era la primera vez que la impulsó bajo su cuerpo a la libertad de un mundo exterior, en el centro mismo del bosque de Gormenghast, la Criatura en persona.

Pero había algo más que eso. Había otra razón, una razón sin simbolismo, sin un origen oscuro, una razón tan clara y definida como la daga que llevaba al cinto.

En la canoa, perdida ahora a manos del asesino, veía el vehículo perfecto para un ataque silencioso y por sorpresa; en otras palabras, para vengar a su hermana. Había perdido su arma.

De haber pensado Titus lo suficiente, se habría dado cuenta de que Pirañavelo no podía haberla matado. Pues era imposible que, después de la caída de Fucsia, llegara en tan poco tiempo a una zona situada tan al norte como los Pedestales. Pero no era así su razonamiento. Pirañavelo había matado a su hermana y le había robado la canoa.

Cuando por fin el ejército de la azotea alcanzó las últimas almenas y vieron allá abajo las aguas negras de la «bahía», se apostaron vigías y se dio orden de que informaran a sus capitanes en cuanto las primeras luces aparecieran detrás del promontorio sur. Entre tanto, las hordas que cubrían las azoteas próximas empezaron a filtrarse poco a poco por tragaluces, respiraderos y escotillas, hasta que quedaron absorbidas por la extensión desierta y melancólica de una habitación tras otra, un salón tras otro, una extensión que había bostezado vacía durante muchos años, hasta que Pirañavelo inició sus exploraciones.

Encendieron antorchas. Al parecer, la ventaja de saber en seguida si una habitación estaba vacía o no compensaba el riesgo de que la luz alertara al fugitivo. Y sin embargo, fue una labor lenta. Finalmente, cuando se hubo comprobado que los cuatro pisos estaban tan vacíos como campanas sin badajo, llegó noticia de que se habían visto luces al otro lado de la bahía.

En un momento, todas las ventanas del lado oeste se llenaron de cabezas y, efectivamente, el collar de chispas que Pirañavelo había visto desde la entrada de la habitación inundada se tendió en tomo a la oscuridad.

Que no se hubiera encontrado ni rastro de Pirañavelo en las decenas de habitaciones de los pisos superiores hacía más que sugerir que aún debía de estar en su guarida, al nivel del agua. Titus había descendido de inmediato al más bajo de los pisos sin inundar y, asomándose a una ventana situada más o menos en el centro de la fachada, se aferró a una rama de hiedra y, sacando el cuerpo peligrosamente, pudo reconocer exactamente la ventana por donde Pirañavelo había entrado velozmente en el castillo.

Ahora que la luz había aparecido en la bahía, no había tiempo que perder, pues era posible que, si Pirañavelo estaba debajo y los veía, saliera a toda prisa. Entre tanto, Titus y los tres capitanes que le acompañaban abandonaron la habitación y corrieron por el pasadizo unos veinte metros, hasta una de las estancias del lado oeste donde, tras llegar a la ventana y asomarse, comprobaron que estaban prácticamente encima de la ventana de la habitación inundada.

No había ni rastro de él en la bahía. Hasta donde les era posible conjeturar, suponían que debía de estar bajo la habitación que tenían a la derecha y que veían a través de una puerta comunicante, una habitación más bien grande y cuadrada, cubierta por una capa de polvo suave como el terciopelo.

—Si está ahí abajo y fuera necesario, milord, podríamos llegar hasta él desde arriba… —E hizo ademán de ir a la habitación en cuestión.

—¡No! ¡No! —susurró Titus con furia—. Podría oír tus pasos. Vuelve aquí.

—Los botes no están lo bastante cerca —dijo otro—. Dudo mucho que pueda acceder a ningún otro lugar del castillo. El agua sólo está a poco más de un metro del dintel de la ventana. Tarde o temprano todas las puertas quedarán bloqueadas por el agua. Tenéis razón, milord. Debemos permanecer en silencio.

—Pues permanece en silencio —dijo Titus y, a pesar de la ira, el embriagador vino de la autocracia le supo dulce en la boca, dulce y peligroso, pues sólo ahora empezaba a comprender que tenía poder sobre otros, no sólo merced a la influencia de su alta cuna, sino por una autoridad innata que ejercía por primera vez; y sabía que era peligroso, pues iría en aumento y su sabor sería cada vez más dulce y más feroz, y el grito desnudo de libertad se iría apagando y la Criatura que le había enseñado lo que es la libertad no sería más que un recuerdo.

Fue mientras las embarcaciones se acercaban y convergían, antes de que las barcazas del castillo se hubieran apostado a ambos lados de la ventana con su resplandor, y mientras aún reinaba una relativa oscuridad sobre las aguas fuera de la boca de su guarida, cuando Pirañavelo decidió que se quedaría donde estaba y se enfrentaría al mundo entero si era necesario, con la seguridad de que no podían atacarle desde la retaguardia, en lugar de salir de su escondite y arriesgarse a quedar rodeado en la «bahía». No fue una decisión fácil, y es posible que no llegara a tomarla realmente, porque entonces las luces de las barcazas destellaron… En cualquier caso, permaneció donde estaba y, haciendo girar la canoa, dio otra vuelta a la oscura habitación. Y fue en ese momento cuando la súbita luz amarilla destelló cruelmente en el exterior y allí se quedó, como si hubieran subido un telón y hubiera empezado la función. Pero, incluso entonces, cuando le sorprendió la luz, Pirañavelo era consciente de que sus enemigos no podían saber con certeza que estaba en aquella habitación acuosa. No podían saber, por ejemplo, que las puertas del interior estaban cerradas y resultaban infranqueables. No podían estar seguros de que, aunque le hubieran visto entrar por la ventana, no había vuelto a salir. Pero cómo y cuándo sacar ventaja de esa incertidumbre era algo que de momento ignoraba.

No había nada en la habitación, salvo los cuadros colgados de las paredes vacías; nada que pudiera ayudarle. Y entonces, por primera vez, pensó en el techo. Alzó la vista y vio que había una única capa de tablas dispuestas sobre las podridas viguetas. Se maldijo por haber perdido tanto tiempo y al punto se incorporó haciendo equilibrios sobre la canoa bajo un tramo desprendido de techumbre. Cuando estiró el brazo para aferrarse a las viguetas, preparándose para golpear, oyó el terrible sonido de pasos arriba, y las maderas temblaron a unos pocos centímetros de su cabeza.

Volvió a agacharse de inmediato en la canoa, que ahora se balanceaba apreciablemente. El viento cada vez más frío empujaba películas de agua contra la ventana, hacia la superficie relativamente uniforme de agua aprisionada en el interior.

Tenía el paso vedado por arriba y por todos los lados. Sus ojos no se apartaban del brillante cuadrado de luz del otro lado de la ventana. De pronto, una ola mucho más poderosa que las anteriores lamió con su espuma el dintel de la ventana y golpeó con despecho el soporte de piedra. La oscura habitación se había llenado del chapoteo del agua aprisionada. No era un sonido muy fuerte, pero sí frío y cruel. Y entonces, de pronto, Pirañavelo oyó otra cosa… la lluvia que volvía. Su sonido sibilante trajo consigo una especie de esperanza.

No es que hubiera perdido la esperanza. Nunca la tuvo. No había pensado en esos términos. Se había concentrado de tal manera en lo que tenía que hacer, segundo a segundo, que no había contemplado la posibilidad de que llegara un momento en que todo estaría perdido. Es más, sentía un orgullo triunfal, porque veía aquella concentración de fuerzas del castillo como un tributo a su persona. Aquello no formaba parte del ritual de Gormenghast. Era algo original.

El espectáculo involuntario que ofrecían las embarcaciones iluminadas era único. No había sido planificado ni dictado. No hubo ensayos. Era necesario. Era necesario por el temor que le profesaban. Pero, mezclado con esta vanidad y este orgullo, estaba su propio miedo. No miedo a los hombres que estaban cerrando el cerco a su alrededor, sino al fuego. La visión de las antorchas distendió su rostro en una mueca vulpina y aguzó su astucia y su maldad. El recuerdo de su casi muerte cuando él y Bergantín se vieron envueltos por una única llama había calado tan hondo en él que la proximidad de una llama casi le hizo enloquecer.

En cualquier momento, del otro lado de la ventana, vería el oro de las olas salpicadas por la lluvia hendido por la proa de una embarcación, o tal vez varias, sin apenas separación entre ellas. O quizá una voz lo llamaría y le ordenaría que saliera.

Las embarcaciones de las linternas estaban ahora lo bastante cerca para que pudiera reconocer a sus tripulaciones a la luz de las llamas multicolores que ardían sobre las aguas.

De nuevo oyó pasos que venían de arriba y de nuevo volvió sus rojos ojos a las maderas podridas. Y cuando lo hizo le costó mantener el equilibrio, pues ahora no era sencillo cabalgar sobre las olas.

Cuando su mirada descendía del techo, reparó en algo que no había visto. Era un repecho formado fortuitamente por el dintel saliente de la ventana.

Al instante supo que aquél sería su escondite. Tenía la esperanza de que volviera la tempestad y dispersara la flotilla que subía y bajaba sobre las olas cada vez más altas.

No obstante, si se estaba preparando la tormenta, no disponía apenas de tiempo antes de que sus enemigos hicieran su primer movimiento. El tiempo no estaba del lado de nadie, ni del de ellos ni del suyo. Entrarían en cualquier momento.

Pero no era tarea fácil alcanzar ese repecho, donde las sombras eran más densas que en ningún otro lugar. Pirañavelo se puso en pie sobre la proa de la ligera embarcación y, al hacerlo, la popa se levantó muy por encima del agua. Con una mano se aferró a una vigueta del techo, por encima de su cabeza, y con la otra palpó la superficie del dintel buscando donde agarrarse. Y en todo momento, tuvo que mantener la canoa pegada a la pared, mientras las agitadas aguas de la cueva la sacudían arriba y abajo.

Era de vital importancia que ninguna ola empujara la canoa por el cuadrado de la ventana y dejara la proa a la vista de los que estaban fuera. Tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario, estirado como estaba en diagonal, con las manos sobre el repecho de piedra y el techo, los pies juntos en la volátil proa de la canoa, el agua moviéndose aquí y allá, subiendo y bajando, y aquella fina espuma por todas partes.

Por suerte para él, había logrado asirse firmemente con la mano derecha, pues sus dedos habían encontrado una profunda grieta en el saliente. No era la altura de este repecho lo que le hizo preguntarse si lograría auparse hasta allí, ya que, de pie en la canoa, quedaba sólo a unos treinta centímetros de su cabeza. Lo que resultaba desesperantemente difícil era sincronizar las diferentes cosas que tenía que hacer antes de estar finalmente agazapado sobre la ventana, con la canoa a su lado.

Pero era tenaz como un hurón y lentamente, en grados infinitesimales, levantó su pierna derecha de la canoa y encajó la rodilla contra el borde interior del montante de piedra. La canoa seguía prácticamente vertical por la presión de su pie izquierdo sobre la proa. Tan vertical que, en una especie de genialidad febril, Pirañavelo se soltó de la vigueta que tenía sobre la cabeza y, con esa mano, alzó la canoa por encima del agua. Tenía los dos brazos ocupados… el uno sosteniéndolo y el otro sosteniendo la canoa para apartarla de la luz. La rodilla derecha, pegada contra el montante de piedra, le dolía. La otra pierna colgaba como un peso muerto.

Durante un breve lapso permaneció donde estaba, con el sudor chorreándole por el rostro rojiblanco y los músculos pidiendo a gritos que los liberara de tanta tensión. Y durante este lapso no tuvo la menor duda de que para aquello sólo había un fin posible, y era caer como una mosca muerta de la pared… caer al agua, donde, cabeceando a la luz de las antorchas bajo el dintel, sería recogido por el más próximo de sus enemigos.

Con todo, en el momento álgido de su dolor, empezó a tirar del peso de su cuerpo, tiró de él con la mano cuyo dedo encogido temblaba sujeto a la grieta del dintel. Centímetro a centímetro, gimiendo para sus adentros como un bebé o un perro enfermo, logró levantar el peso muerto de su cuerpo, hasta que, con una ligera contorsión a un lado, fue capaz de poner en juego la otra pierna. Pero no había ninguna irregularidad en la piedra lisa donde su dedo del pie pudiera encontrar apoyo.

Su ojo giró en un frenesí de desesperación. De nuevo pensó que caería al agua. Pero, mientras su ojo giraba, había reparado semiconscientemente en un gran clavo oxidado que sobresalía horizontalmente de la vigueta en sombras. Y este clavo menguaba y aumentaba de tamaño cuando volvió sus ojos de nuevo hacia él, con una idea imprecisa que no acertaba a descifrar rondándole por la cabeza. Sin embargo, lo que sus pensamientos no lograron definir, su brazo lo puso en práctica. Pirañavelo vio que se levantaba, su brazo izquierdo se levantaba por sí mismo; y vio que levantaba la canoa poco a poco, hasta que tuvo la proa por encima de la cabeza y, entonces, como si se tratara de colgar un sombrero de una percha, colgó su embarcación en el clavo oxidado. Ahora que tenía libre la mano izquierda, se aferró también con ella a la grieta del dintel y se impulsó de una forma relativamente indolora, hasta que se encontró a cuatro patas sobre el saliente de dos palmos del pesado dintel.

Donde antes hubiera una división definida entre las negras olas del interior y las olas amarillas que se agitaban en el exterior de la ventana, ya no había una separación tan marcada. Las lenguas de agua dorada se adentraban cada vez más en la habitación, y las lenguas negras se deslizaban con cada vez menos libertad a la luminosidad del exterior.

Ahora Pirañavelo estaba tumbado boca abajo sobre el saliente, a unos palmos del agua. Poco a poco, había empezado a inclinar la cabeza para mirar por la esquina superior de la ventana, que miraba al norte. Unas pocas ramas muertas de la enredadera que cubría el muro exterior ocultaban hasta cierto punto aquel ángulo de la ventana, y era la intención de Pirañavelo utilizarlas a modo de pantalla para tratar de hacerse una idea de las intenciones de sus enemigos.

Bajó la cabeza lentamente, hasta que de pronto los vio. Una sólida pared de naves rodeaba la entrada, ni a cuatro metros de distancia. Subían y bajaban sobre las peligrosas aguas. Caía una lluvia fina pero intensa que golpeaba los rostros mojados e iluminados por las antorchas.

Estaban armados, no con armas de fuego como él había imaginado, sino con largos cuchillos, y al instante recordó la ley que decretaba que todos los homicidas debían morir de una forma lo más parecida posible a la muerte que habían dado a sus víctimas. Era evidente que el asesinato de Excorio había determinado la elección de las armas.

La luz de las antorchas llameaba sobre el escurridizo acero. La proa de las embarcaciones se acercaba cada vez más a la boca de la ventana.

Pirañavelo se incorporó y se puso en cuclillas. La luz del interior de la cueva había aumentado. Era como un crepúsculo dorado. Miró la canoa. Y entonces, de forma rápida y metódica, empezó a sacarse del bolsillo los escasos objetos que siempre llevaba consigo. Colocó el cuchillo y el tirachinas uno junto al otro con el mismo esmero que un ama de casa pone al arreglar la repisa de la chimenea. La mayor parte de la munición la dejó en el bolsillo, salvo una docena de piedrecillas que dispuso en tres líneas, como soldados en formación.

Después, sacó un espejito y un peine y, en la mortecina luz dorada que se filtraba en la cueva; se peinó.

Cuando quedó satisfecho con el resultado, volvió a meter la cabeza por la esquina del dintel y vio que las apretadas embarcaciones habían creado entre ellas algo parecido a una sólida muralla oscilante que le cerraba cualquier posibilidad de huida. Los hombres que abarrotaban aquella masa compacta estaban trasladando un pequeño bote desde un extremo y, mientras miraba, lo depositaron sobre las aguas turbulentas en el lado más próximo, de manera que la proa quedó a pocos palmos de la ventana-entrada.

Y entonces Pirañavelo reparó con sobresalto en que las dos barcazas se acercaban a la ventana cerrando filas, con lo que su vía de salida quedaba reducida a un estrecho pasadizo.

Con la aproximación de las barcazas, las antorchas que transportaban pudieron enviar su luz directamente a través de la ventana y sobre las aguas en el interior de la habitación bailó un resplandor tal que, de no haber estado sobre el dintel, habría quedado completamente expuesto.

Pero también reparó en que el resplandor de la superficie había privado al agua de su translucidez. Ya no parecía que los muros se prolongaran bajo el agua. Podría haber sido perfectamente un sólido suelo de oro que se sacudía como a causa de un terremoto y reflejaba su brillo en las paredes y el techo. Cogió el tirachinas y, llevándoselo a la boca, frunció los labios delgados e implacables y lo besó como una solterona marchita besaría el hocico de su perrito de aguas. Deslizó una piedra en el cargador de suave cuero y, mientras esperaba a que apareciera la proa de alguna barca o que una voz lo conminara a salir, una gran ola entró por la ventana y, girando por la habitación como enloquecida, volvió a salir dejando un remolino en el centro de la estancia. Al mismo tiempo oyó fuera un clamor de voces y gritos de advertencia, pues la resaca había barrido las bordas de varias de las inestables embarcaciones. Y, en el mismo instante, mientras blandía su arma y las amenazadoras aguas giraban a sus pies, ocurrió algo más. Bajo el sonido del agua, bajo el sonido de las voces del otro lado de la ventana, había otro sonido, un sonido que se evidenciaba no por su volumen o estridencia, sino por su persistencia. Era el sonido de una sierra. En la habitación de encima, alguien había traspasado el suelo podrido con un instrumento afilado silenciosamente, a fe de Pirañavelo, pues no había oído nada, y, en ese momento, el extremo de la sierra penetraba en la habitación subiendo y bajando con rapidez.

Pirañavelo había concentrado tanto su atención en lo que sucedía en el exterior, donde el pequeño bote de exploración había sido depositado sobre las aguas a poca distancia, que no había tenido ojos ni oídos para lo que ocurría encima de él.

Pero durante una tregua del oleaje y del griterío había oído de pronto el resuelto rasguñar de una sierra y, alzando la mirada, vio el dentado objeto brillando en la luz reflejada por las aguas como si fuese de oro, mientras penetraba y se retiraba, penetraba y se retiraba en el centro del techo.