Ahora que las aguas habían alcanzado su punto más alto, era de vital importancia peinar sin tardanza los lugares donde podía ocultarse Pirañavelo, rodearlos con cordones de hombres escogidos que, al ir cerrándose sobre cada zona, por tierra y agua, tarde o temprano acabarían por dar con la bestia. Ahora, más que nunca, debía contar con cada hombre. Con un grueso lápiz azul, la condesa había rodeado con un círculo diferentes zonas en el mapa de Gormenghast. Los capitanes de la búsqueda habían recibido instrucciones. Ni una hendidura debía quedar sin explorar, ni un desagüe sin comprobar. Con las aguas en su actual nivel, sería difícil levantar tan astuta presa, pero con cada día que pasara las posibilidades de capturar a Pirañavelo descenderían, igual que descendía la riada, pues cada nuevo piso que abría sus laberínticos pasadizos multiplicaba las guaridas para el fugitivo y le permitía adentrarse más en la oscuridad.
Por supuesto, el descenso de las aguas sería lento y gradual, pero la condesa era terriblemente consciente de la importancia del factor tiempo, ya que jamás volvería a tener a Pirañavelo en una red tan tupida. Que las aguas retrocedieran un único nivel significaba un centenar de nuevos horizontes a cada lado, con sus incontables pasadizos de piedra húmeda. No había tiempo que perder.
El campo de maniobras lo formaban los tres pisos más altos, secos, y el «piso de los barcos», húmedo, donde las coloridas obras de los Tallistas se desplazaban veloces de un lado a otro, o yacían ladeadas bajo gruesas repisas esperando a que las repararan, o atadas a la baranda de escalinatas olvidadas, proyectando sus exuberantes sombras sobre las negras aguas. Pero este campo de maniobras, los tres niveles secos y el húmedo, no eran las únicas zonas a tener en cuenta a la hora de trazar el plan maestro. La condesa no debía olvidar los afloramientos aislados del castillo. Afortunadamente, la mayor parte de las ramificaciones dispersas y casi interminables de la estructura principal de Gormenghast estaban bajo el agua y no le eran de ninguna utilidad al fugitivo. Pero había cierto número de torreones hacia los cuales el joven muy bien podía haber ido a nado. Y estaba también la Montaña de Gormenghast.
Por lo que se refería a esta última, la condesa no temía que hubiera escapado allí, no sólo porque comprobaba los barcos cada tarde y se había asegurado de que no hubiera ningún ladrón, sino porque una sarta de embarcaciones, cual abalorios de colores, se hallaba por orden suya en continua rotación en torno a las cumbres del castillo y le hubiera cerrado el paso de día o de noche.
Su estrategia se basaba en el hecho de que el joven debía comer. En cuanto a la bebida, tenía un mundo entero de agua al alcance de su boca.
Habían descartado la posibilidad de que hubiera podido morir por accidente o de hambre a causa del cadáver que ese mismo día habían encontrado flotando boca abajo junto a un pequeño bote. El hombre no llevaría muerto más de unas pocas horas. Y tenía un guijarro alojado en la frente.
El cuartel general de la condesa estaba ahora en una estancia larga y estrecha situada justo encima del «piso de los barcos».
Allí recibía los mensajes; daba órdenes; preparaba los planes; estudiaba los diferentes mapas y daba instrucciones para que se confeccionaran rápidamente otros de las zonas sin explorar, para poseer un conocimiento tan sólido hasta de los más mínimos detalles como tenía de su plan maestro.
Una vez terminó con los preparativos, se levantó de la mesa a la que había estado sentada y, tras mirar con los labios fruncidos al jilguero que tenía al hombro, se disponía a moverse con esa pesada e implacable deliberación que la caracterizaba cuando un mensajero llegó jadeante.
—¿Y bien? —dijo ella—. ¿Qué pasa?
—Lord Titus, milady… está…
—¿Está qué? —Y volvió la cabeza bruscamente.
—Está aquí.
—¿Dónde?
—Fuera, señora. Dice que trae noticias importantes.
La condesa fue inmediatamente hacia la puerta y, al abrir, encontró a Titus sentado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, las ropas empapadas hechas jirones, las piernas y los brazos magullados y llenos de arañazos, los cabellos grises de tan sucios.
Titus no levantó la vista. No tenía fuerzas. Se había derrumbado. De un modo algo confuso, sabía dónde estaba, pues había forzado sus músculos en largas y difíciles escaladas, había avanzado por pasadizos inundados con el agua hasta los hombros, había gateado por tejados inclinados, concentrado en una única cosa: llegar a aquella puerta ante la que se había desplomado. La puerta de la habitación de su madre.
Al cabo abrió los ojos. Su madre estaba pesadamente arrodillada a su lado. ¿Qué hacía ella allí? Cerró los ojos. Tal vez estaba soñando. Con una voz distante, alguien decía: «¿Dónde está ese brandy?», y entonces notó que lo incorporaban, y el frío borde de un vaso en los labios.
Cuando volvió a abrir los ojos, sabía exactamente dónde estaba y por qué.
—¡Madre! —dijo.
—¿Qué tienes? —Su voz sonaba apagada.
—Le he visto.
—¿A quién?
—A Pirañavelo.
La condesa se puso rígida. Era como si a su lado Titus tuviera un ser hecho más de hielo que de carne.
—¡No! —exclamó ella por fin—. ¿Por qué habría de creerte?
—Es la verdad.
La condesa se inclinó sobre él y, aferrando sus hombros con sus poderosas manos, lo sacudió con una engañosa ternura, como si quisiera apaciguar el torbellino que se agitaba en su propio corazón. A través de la suave presión de sus dedos, Titus sintió la fuerza asesina de sus brazos.
Al cabo, ella dijo:
—¿Dónde? ¿Dónde le has visto?
—Puedo llevaros hasta allí…, hacia el norte.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Horas… horas… entró por una ventana… en mi bote… lo robó.
—¿Te vio él a ti?
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Al norte, dices. ¿Más allá del barrio de la Piedra Negra?
—Mucho más allá. Cerca de la Piedra Canina y del Puntal del Ángel.
—¡No! —exclamó la condesa con una voz tan fuerte y ronca que Titus reculó apoyándose en el codo. Se volvió hacia él.
—Entonces ya lo tenemos. —Entrecerró los ojos—. ¿Y no tuviste que avanzar a rastras por el Tajo… con su borde afilado? ¿Por dónde si no podías volver?
—Lo hice, sí. Así es como volví.
—¿Desde los Pedestales del Norte?
—¿Es así como se llaman, madre?
—Así es. Has estado en los Pedestales del Norte, más allá de la Roca Sangrienta y las Minas de Plata. Sé dónde has estado. Has estado en los Dedos Gemelos, donde empieza la Pequeña Sark y se estrecha el farallón. Entre los Gemelos debe de haber agua. ¿Me equivoco?
—Hay lo que parece una bahía —dijo Titus—, si es a eso a lo que te refieres.
—¡El distrito será rodeado de inmediato! ¡A todos los niveles!
Se levantó con aire imponente y, dirigiéndose a uno de los hombres, dijo:
—Que avisen inmediatamente a los capitanes de la búsqueda. Llévate al muchacho. Acuéstalo. Dale de comer. Proporciónale ropa seca. Y que duerma un poco. No tendrá mucho tiempo para descansar. Que todas las embarcaciones patrullen en los Pedernales día y noche. Quiero que se reúna a todas las partidas de búsqueda y se las concentre en la vertiente sur. Envía a todos los mensajeros. Partiremos dentro de una hora.
Se volvió para mirar a Titus, que se había incorporado sobre una rodilla y se puso en pie, y la miró.
Ella le dijo:
—Ve a dormir un poco. Has hecho bien. Gormenghast será vengado. El corazón del castillo es sólido. Me has sorprendido.
—No lo hice por Gormenghast —dijo Titus.
—¿No?
—No, madre.
—Y entonces ¿por qué o por quién lo has hecho?
—Ha sido un accidente —dijo Titus, y su corazón latía violentamente—. Estaba allí por casualidad. —Sabía que debía detener su lengua. Sabía que estaba hablando un lenguaje prohibido. La emoción de contar la peligrosa verdad le hacía temblar. No podía contenerse—. Me alegra que lo hayáis localizado gracias a mí —dijo—, pero no es por la seguridad o el honor de Gormenghast que he venido a vos. No, aunque podáis cercarlo gracias a mí. No puedo seguir pensando en mí deber. No de esa forma. Yo le odio por otros motivos.
El silencio era espeso y terrible… y entonces, por fin, llegaron las palabras de la condesa, como piedras de molino.
—¿Qué… motivos?
Había algo tan frío e implacable en su voz que Titus palideció. Había hablado como nunca se había atrevido a hacerlo. Había ido más allá de las fronteras establecidas. Había respirado el aire de un mundo innombrable.
De nuevo, la voz fría e inhumana.
—¿Qué motivos?
Titus estaba agotado pero, de pronto, de su debilidad física brotó una nueva oleada de fuerza moral. No había planeado descubrirse, ni dejar que su madre viera el menor atisbo de su secreta rebelión, y sabía que, de haberlo planeado, jamás hubiera sido capaz de dar voz a sus pensamientos. Y sin embargo, ahora que se había exhibido con los colores del traidor, se ruborizó y, alzando la cabeza, exclamó:
—¡Te los diré!
Los mugrientos cabellos le caían sobre los ojos. Éstos centelleaban desafiantes, como si una docena de años de represión hubieran encontrado por fin una vía de escape. Había ido demasiado lejos y ya no podía volver atrás. Su madre se alzaba ante él como un monumento. A través de una bruma de debilidad y apasionamiento, Titus veía sus contornos. No hizo ningún movimiento.
—¡Te los diré! Mis razones eran éstas. ¡Ríete si quieres! Me robó el bote. Le hizo daño a Fucsia. Mató a Excorio. Me asustó. No me importa si eso es una rebelión contra las Piedras…, ante todo es un robo, crueldad y asesinato. ¿Qué me importa el simbolismo que pueda tener? ¿Qué me importa si el corazón del castillo es sólido o no? ¡Yo no quiero ser sólido! Cualquiera puede ser sólido si hace siempre lo que le dicen. ¡Yo quiero vivir! ¿Es que no lo ves? ¿No lo ves? Quiero ser yo mismo, y llegar a ser lo que yo haga de mí mismo, una persona, una persona real y no un símbolo. ¡Ésos son mis motivos! Hay que atraparlo y acabar con él. Mató a Excorio. Hizo daño a mi hermana. Me robó el bote. ¿No es eso suficiente? Al infierno con Gormenghast.
En medio de un silencio insoportable, la condesa y el resto de los presentes oyeron que alguien se acercaba con rapidez.
Pero pasó una eternidad antes de que los pasos se detuvieran y una figura pesarosa se plantara ante la condesa y aguardara con la cabeza gacha y las manos temblorosas el permiso para comunicar su mensaje. Apartando la mirada del rostro de su hijo, la condesa se volvió por fin al mensajero.
—Bien —susurró—, ¿de qué se trata?
El hombre levantó la cabeza. Por unos momentos fue incapaz de decir nada. Sus labios se separaron pero no emitieron sonido alguno, y sus mandíbulas temblaban. En sus ojos había una luz que hizo que Titus se acercara con un temor repentino.
—¡Fucsia no! ¡Fucsia no! —exclamó, pues incluso al pronunciar las palabras tenía la mortífera certeza de que algo le había ocurrido.
El hombre, aún de cara a la condesa, dijo:
—Lady Fucsia se ha ahogado.
Al oír estas palabras, algo le sucedió a Titus. Algo imprevisible. Ahora sabía lo que debía hacer. Sabía lo que era. Ya no tenía miedo. La muerte de su hermana fue como el último clavo de un engranaje, lo había completado, como una estructura se completa y queda lista para su uso cuando el último martillazo aún resuena en sus oídos.
La muerte de la Criatura había sido el fin de su adolescencia.
Cuando el rayo la mató, se convirtió en hombre. La elasticidad de la niñez desapareció. Su cerebro y su cuerpo se habían retorcido como un muelle. Pero la muerte de Fucsia había tocado el muelle. Y ahora ya no era sólo un hombre. Era ese algo más extraño aún, un hombre en movimiento. El muelle retorcido de su ser se distendió. Se había puesto en marcha.
Y lo que lo impulsaba en su propósito era la ira. Una ira ciega que le había transformado. Su estallido egoísta, por bien que dramático y muy peligroso en sí mismo, no era nada comparado con la feroz soltura de su lengua, que como una válvula de escape de su furia y su pesar asombró a su madre, al mensajero y a los funcionarios, que siempre lo habían conocido como un pelele reservado y taciturno.
¡Fucsia muerta! Fucsia, su oscura hermana, su querida hermana.
—Oh, Dios santo, ¿dónde? —exclamó—. ¿Dónde la han encontrado? ¿Dónde está ahora? ¿Dónde? Debo ir a su lado. —Se volvió hacia su madre—. Es la bestia rojiblanca —dijo—. Él la ha matado. Él ha matado a vuestra hija. ¿Quién sino podría matarla? O tocar uno solo de sus cabellos. Oh, era más valiente de lo que nunca pensasteis, vos que jamás la quisisteis. Oh, Dios, madre, preparad a vuestros capitanes. A cada hombre armado. Mi fatiga ha desaparecido. Iré en seguida. Conozco la ventana. Y aún no ha oscurecido. Podemos rodearle. Pero con botes, madre. Es la forma más rápida. No es necesario llegar a los Pedestales del Norte. Enviad los barcos. Todos. Yo lo vi, madre, vi al asesino de mi hermana.
Titus se volvió de nuevo al portador de aquellas aciagas noticias.
—¿Dónde está ella?
—El doctor ha habilitado una habitación especial cerca del hospital. Está con ella.
Y entonces se oyó la voz de la condesa, baja y grave. Se dirigía al principal de los funcionarios presentes.
—Quiero que se avise a los Tallistas de que se requiere su presencia. Necesitaremos todas las embarcaciones que haya, acabadas o no. Las que ya estén en el castillo se dispondrán a lo largo del muro oeste. Y se repartirán las armas inmediatamente. —Y entonces, volviéndose al mensajero que había dicho dónde estaba Fucsia, dijo—: Guíanos.
La condesa y Titus siguieron al hombre. Ninguno de ellos dijo palabra hasta que estuvieron casi en el hospital, y entonces la condesa, sin volverse a su hijo, dijo:
—De no ser porque estás enfermo…
—No estoy enfermo —la interrumpió Titus.
—Muy bien, entonces —repuso la condesa—. Lo tendrás sobre tu conciencia.
—Con mucho gusto.
Aunque no podía sentir miedo, Titus se maravilló de su propia audacia. Pero era una emoción insignificante comparada con el dolor hueco que le había producido la noticia de la muerte de su hermana. Demostrar valor entre los vivos, ¿qué era eso comparado con la ira que sentía hacia Pirañavelo, a quien responsabilizaba de la muerte de Fucsia? Y las mareas de soledad que se habían abatido sobre él lo ahogaron en unos mares que no conocían el temor de los vivos, ni siquiera de una madre como la suya.
Cuando la puerta se abrió, vieron la figura alta y delgada del doctor Prunescualo de pie junto a una ventana abierta, con las manos a la espalda, muy quieto y extrañamente tieso. Era un cuartito con vigas bajas y tablas desnudas en el suelo, pero estaba meticulosamente limpio. Saltaba a la vista que acababan de fregarlo, tablas, paredes y techo.
Apoyada en la pared izquierda había una camilla sostenida en cada extremo por cajas de madera. Sobre la camilla yacía Fucsia, con una sábana hasta los hombros, con los ojos cerrados. No parecía ella.
El doctor se volvió. No pareció reconocer a la condesa ni a Titus. Los miró sin verlos, y tan sólo rozó levemente el brazo de Titus al pasar, pues apenas vio a la madre y el hermano de su niña favorita, camino de la puerta.
Tenía las mejillas húmedas, y sus gafas estaban tan empañadas que tropezó al llegar a la puerta y no fue capaz de encontrar el pomo. Titus le abrió, y por un instante se quedó mirando a su amigo, que se quitó las gafas en el pasillo y se puso a limpiarlas con un pañuelo de seda, con la cabeza gacha, la mirada fija en sus manos, con esa especie de concentración tan intensa del pesar.
En la habitación, madre e hijo se quedaron solos, y permanecieron codo con codo cada uno en su propio mundo. De no haberse sentido tan hondamente conmovidos, la situación hubiera podido resultar embarazosa. Ninguno de los dos sabía ni le importaba lo que sucedía en el pecho del otro.
El rostro de la condesa no expresaba nada, pero hubo un momento en que levantó un poco un extremo de la sábana sobre los hombros de Fucsia, con una ternura infinita, como si temiera que su niña pudiera tener frío y corriera el riesgo de despertarla.