No es que Fucsia no luchara contra su creciente melancolía. Pero los negros humores que la acosaban con cada vez más frecuencia empezaban a ser demasiado para ella.
La niña emotiva, afectuosa y taciturna había tenido pocas posibilidades de convertirse en una mujer feliz. Aunque de pequeña hubiera sido de naturaleza alegre, todo lo que le había sucedido sin duda había espantado uno tras otro los luminosos pájaros de su pecho. Tal como eran las cosas, hecha de una arcilla más sombría, capaz de experimentar una profunda felicidad pero más fácilmente atraída hacia la oscuridad que hacia la luz, Fucsia era todavía más vulnerable a los crueles vientos de unas circunstancias que parecían haberla distinguido para un castigo especial.
Su necesidad de amor nunca se había visto satisfecha; su amor por los demás jamás fue sospechado o deseado. Exuberante como una oscura huerta, nunca la descubrieron. Había tendido sus verdes ramas, pero ningún viajero se detuvo a descansar bajo su sombra o probar su dulce fruto.
Con el pensamiento irremediablemente vuelto hacia el pasado, Fucsia no veía sino el malhadado progreso de una niña que, a pesar de su título y cuanto éste implicaba, era insignificante a los ojos del castillo, una niña inadaptada e indecisa, desgraciada y solitaria. Su afecto más profundo lo había dirigido a su vieja niñera, Tata Ganga, a su hermano, al doctor y, de un modo extraño, a Excorio. Tata Ganga y Excorio habían muerto. Titus había cambiado. Aún se querían, pero un muro de nubes se interponía entre ellos y ninguno de los dos era capaz de disiparlo.
Quedaba todavía el doctor Prune. Pero tenía tal exceso de trabajo que, desde el inicio del diluvio, no lo había visto. El deseo de ver al último de sus verdaderos amigos se había debilitado con cada negra depresión. Justo cuando más necesitaba el consejo y el amor del doctor, que hubiera dejado desangrarse el mundo para ir a ayudarla, Fucsia se heló por dentro y, encerrándose en sí misma, el fracaso de su vida y su feminidad frustrada la enfermaron y, revolviéndose en su improvisado dormitorio, cuatro metros por encima de las aguas, por primera vez concibió la idea del suicidio.
Es difícil decir cuál fue la más sombría de las causas que la llevaron a tan terrible pensamiento. ¿La falta de amor? ¿La ausencia de un padre o una verdadera madre? Su soledad. La espantosa decepción cuando Pirañavelo fue desenmascarado y el horror de haber sido mimada por un homicida. El creciente sentimiento de su inferioridad en todo menos en el rango. Muchas eran las causas, y cualquiera de ellas hubiera bastado para minar la voluntad de naturalezas más fuertes que la de Fucsia.
Cuando el primer atisbo de inconsciencia pasó por la mente, Fucsia alzó la cabeza postrada entre los brazos. Estaba sorprendida y asustada, pero también excitada.
Se acercó con paso vacilante a la ventana. La idea la había conducido a un reino de posibilidades tan vastas, pavorosas, definitivas y silenciosas que se le aflojaron las rodillas y miró fugazmente por encima del hombro, como si se supiera sola en su habitación con la puerta cerrada contra el mundo.
Ya ante la ventana, recorrió las aguas con la mirada perdida sin que nada alterase su pensamiento o le causara impresión.
Lo único que sabía era que se sentía débil, que no estaba leyendo todo aquello en ninguna obra trágica, sino que era cierto. Era cierto que estaba de pie ante la ventana y que había pensado en quitarse la vida. Se llevó las manos al pecho y el recuerdo del joven que muchos años antes había aparecido de pronto en otra ventana y al marcharse había dejado una rosa en su tocador cruzó fugazmente por su memoria y desapareció.
Todo era cierto, no era ninguna novela. Pero aún podía fingir. Fingiría que era la clase de persona que no sólo pensaba en quitarse la vida para que el dolor que sentía en el corazón desapareciera para siempre, sino el tipo de persona que sabría cómo hacerlo y tendría el valor necesario.
Y mientras cavilaba, se hundía cada vez más en un mundo de ensueños, como si de nuevo fuera la niña fantasiosa de hacía muchos años, aislada en su existencia secreta. Se había convertido en otra persona, joven y hermosa, valiente como una leona. ¿Qué haría una persona así? Caramba, una persona así se subiría al alféizar de aquella ventana que miraba sobre las aguas. Y… haría… y mientras la niña que llevaba dentro se entregaba al juego más antiguo del mundo, su cuerpo, siguiendo el curso de su imaginación, subió al alféizar de la ventana, donde permaneció de espaldas a la habitación.
No se sabrá nunca cuánto tiempo se hubiera quedado allí de no haber sido bruscamente devuelta a una repentina conciencia del mundo por el sonido de alguien llamando a la puerta pero, sobresaltada por el ruido y en precario equilibrio sobre el estrecho alféizar, tembló incontrolablemente y, al tratar de volverse sin el suficiente cuidado, resbaló y, echando mano a la jamba de la ventana, no encontró donde agarrarse y cayó, golpeándose la morena cabeza en la caída, y ya estaba inconsciente antes de que las aguas la acogiesen y la ahogaran a placer.