SETENTA Y CUATRO

Irma no había escatimado esfuerzos para amueblar su casa. Había volcado en ella mucho trabajo, mucha reflexión y, en su opinión, mucho gusto. La paleta de colores había sido meticulosamente estudiada. No había ni una sola nota discordante en todo el lugar. De hecho, era tan exquisito que Bellobosque nunca se sintió a gusto en ella. Suscitaba en él un sentimiento de inferioridad, y detestaba las cortinas de color azul celeste y las alfombras de color gris paloma, como si fuera culpa de ellas que Irma las hubiese elegido. Pero todo eso le importaba bien poco a Irma. Sabía que él, como hombre que era, lo ignoraba todo sobre cuestiones «artísticas». Como cualquier mujer, ella se había expresado con un ostentoso despliegue de tonos pastel. Nada desentonaba porque nada tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Entre los colores, todo susurraba seguridad, todo era refinamiento.

Pero llegaron las vandálicas aguas y el trabajo y la reflexión y el gusto y el refinamiento, oh, ¿adónde habían ido a parar? ¡Era demasiado, demasiado! ¡Que todo el amor que había volcado se hundiera bajo aquella lluvia brutal y malvada, innecesaria y estúpida, que esa cosa, esa cosa, ese elemento inútil e irracional llamado lluvia hubiera reducido su arte a barro y pulpa!

—¡Detesto la naturaleza! —exclamó—. ¡Detesto a esa bestia inmunda…!

—¡Vaya, vaya! —musitó Bellobosque mientras se mecía en una hamaca y miraba una de las vigas del techo. Les habían asignado una pequeña buhardilla en la que podían ser desgraciados en medio de una relativa comodidad—. No puedes hablar de la naturaleza en esos términos, mi ignorante criatura. ¡Válgame Dios, no! Caramba, ya lo creo que no.

—¡Naturaleza! —exclamó Irma desdeñosamente—. ¿Crees que me asusta? ¡Que haga lo que le dé la gana!

—Tú misma eres parte de la naturaleza —dijo Bellobosque tras una pausa.

—¡Oh, no seas estúpido!, tú… tú… —Irma no pudo continuar.

—Muy bien, ¿qué soy yo, entonces? —murmuró Bellobosque—. ¿Por qué no dices lo que piensa tu vacía cabecita femenina? ¿Por qué no me llamas viejo como haces siempre que te enfadas por algo? Si no eres naturaleza o parte de ella, ¿qué demonios eres?

—¡Soy una mujer! —gritó su esposa con los ojos llenos de lágrimas—. Y mi hogar está bajo… bajo… la lluvia… infame…

Haciendo un gran esfuerzo, el señor Bellobosque descolgó sus enflaquecidas piernas por un lado de la hamaca y, cuando tocaron el suelo, se levantó y avanzó en dirección a su esposa arrastrando los pies temblorosamente. Era muy consciente de que realizaba una noble acción. Estaba muy cómodo en la hamaca, y sabía que había muy pocas posibilidades de que se agradeciera su caballerosidad, pero así era la vida. Uno tenía que hacer ciertas cosas para mantener su estatus espiritual pero, dejando eso aparte, el terrible berrinche de Irma le había sacado de quicio. Debía hacer algo. ¿Por qué tenía ella que armar tanto alboroto por el asunto? La voz de su esposa le había traspasado la cabeza como un puñal.

Pero, oh, también resultaba patética. ¡Mira que despotricar de la naturaleza! ¡Qué exasperantemente ignorante era! ¡Como si la naturaleza tuviera que haberse detenido al llegar a su tocador! ¡Como si a una riada se le pudiera susurrar: «Chist, chist, menos ruido… menos… ruido! Ésta es la habitación de Irma… lavanda y marfil, ¿sabes?… lavanda y marfil». ¡Mira que tener que cargar con una mujer así!… Y, sin embargo… sin embargo… ¿era sólo la compasión lo que le llevaba a ella? Lo ignoraba.

Se sentó junto a Irma bajo una pequeña claraboya y la rodeó con un brazo largo y flácido. Ella se estremeció por un momento pero en seguida recuperó su habitual rigidez, aunque no le pidió que retirara el brazo.

Sentados uno al lado del otro en la pequeña buhardilla, con el gran castillo debajo, semejante a un cuerpo gigantesco con las arterias llenas de agua, se quedaron mirando el punto donde un pedazo de yeso se había desprendido de la pared opuesta y había dejado un pequeño dibujo en gris en forma de corazón.