El doctor estaba exhausto. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y su rostro parecía cansado y consumido. Sus servicios eran requeridos sin descanso. La inundación había dejado a su paso un centenar de desastres menores.
En una larga sala que pasó a llamarse hospital, en las camas improvisadas no sólo había casos de fracturas y accidentes de todo tipo, sino también las víctimas del cansancio y de las diversas enfermedades provocadas por la humedad y las condiciones insalubres.
En ese momento, el doctor se dirigía a atender un accidente típico. Un nuevo caso de huesos rotos. Un hombre se había caído, al parecer, cuando intentaba subir una pesada caja por unas escaleras resbaladizas cuyos peldaños estaban cubiertos por el agua. Al llegar al lugar, comprobó que se trataba de una limpia fractura de fémur. Acomodaron al hombre en el centro de la espaciosa balsa, donde el doctor podía aplicar sus entablillados o llevar a cabo cualquier arreglo provisional que fuera necesario mientras su asistente, en la popa, les impulsaba hacia el hospital.
Hundiendo la larga pértiga con encomiable regularidad, el asistente impulsaba la balsa a velocidad constante por los pasillos. En esta particular ocasión, cuando se encontraban a medio camino de su objetivo, se deslizó con cautela bajo un arco de madera algo estrecho y complicado y asomó a lo que en otro tiempo debía de ser una sala de baile (pues en una de sus esquinas hexagonales emergían los niveles superiores de una adornada plataforma que sugería que, en el pasado, una orquesta llenó de música el lugar), cuando la balsa salió del estrecho pasadizo y se internó en aquella plétora de espacio, el doctor Prunescualo se dejó caer en el colchón enrollado que guardaba cerca de la popa de la balsa. A sus pies yacía el hombre al que había estado atendiendo, con la pernera del pantalón cortada hasta la cadera y el muslo entablillado. Los blancos vendajes, atados con firme y elegante resolución, se reflejaban en las aguas del salón de baile.
El doctor cerró los ojos. Apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor. La cabeza le daba vueltas pero, cuando oyó que su balsa era saludada por una especie de piragua que, impulsada a remo, venía hacia ellos desde el otro extremo de la sala, el doctor levantó un párpado.
Y en efecto, lo que se acercaba era una piragua, una cosa larga y absurda obviamente pergeñada por los hombres que la manejaban, pues los Tallistas jamás habrían permitido que semejante objeto saliese de sus talleres. A popa, con la mano en el timón, iba Percha-Prisma, quien, a todas luces, estaba al mando. Utilizando los birretes a modo de remos, los miembros de su tripulación, togada de negro, iban sentados uno detrás del otro y mostraban distintos grados de desaliento. Les desagradaba no poder mirar en la dirección en que circulaban y se resentían de la capitanía de Percha-Prisma y el consiguiente control que ejercía sobre su avance sobre las aguas. De todos modos, Bellobosque había designado a Percha-Prisma para el cargo y ordenado (sin llegar a imaginar que le obedecerían) que su personal ayudara a patrullar los canales. Impartir las clases, como es natural, era imposible y, ahora que la lluvia había cesado, los alumnos pasaban la mayor parte del tiempo saltando desde las almenas, torres, contrafuertes y cualquier punto elevado a las claras y profundas aguas, donde se dedicaban a nadar y bucear como una plaga de ranas, entrando y saliendo por las ventanas y sobre el extenso seno de la inundación y con sus agudos gritos resonando cerca y lejos.
Por eso el personal docente estaba libre de sus deberes. Tenían poco que hacer, como no fuera añorar los viejos tiempos e incordiarse mutuamente hasta que las pullas se volvieron cáusticas y malhumoradas y un tácito silencio se impuso sobre ellos y a ninguno le quedó nada interesante que decir sobre la inundación.
Opus Chiripa, el remero de popa, cavilaba sombríamente sobre el sillón que se habían tragado las aguas, el sillón que había ocupado durante más de cuarenta años, el mugriento, mohoso, espantoso y más necesario apoyo de su existencia, la famosa Cuna de Chiripa de la sala de profesores, que había desaparecido para siempre.
Sentado tras él en la piragua iba Franegato, mal remero donde los haya. Que Franegato se mostrara triste y taciturno no era nada nuevo. Si Chiripa rumiaba sobre la muerte de un sillón, Franegato lo hacía sobre la muerte de todas las cosas, y llevaba haciéndolo desde que se tenía memoria. Siempre había sido un inútil y un desastre para él y para los demás y, por eso, después de tanto tiempo sondeando las profundidades, aquella inundación era para él insignificante.
Mulfuego, el tripulante más difícil de controlar para Percha-Prisma, estaba sentado como una mole de estúpida y tozuda exasperación detrás del desdichado Franegato, quien parecía en continuo peligro de ver mordida su nuca por los lapidarios dientes de Mulfuego y de salir catapultado del asiento y acabar en la otra punta del salón de baile. Tras Mulfuego se sentaba Florimetre, el último en admitir que el silencio era lo mejor que podía sucederles. La cháchara era para él como la vida, y el que en ese momento se sentaba mirando la musculosa espalda de Mulfuego no era sino una sombra del en otro tiempo insulso aunque exaltado bromista.
Esta tripulación tenía sólo dos miembros más, Jirón y Mustio. Sin duda el resto del personal docente había conseguido embarcaciones en alguna parte o, como aquellos caballeros, habían improvisado algo ellos mismos o a lo mejor hasta habían desatendido la orden de Bellobosque y se habían quedado en los pisos superiores.
Naturalmente, Jirón y Mustio, que hundían los birretes en las aguas cristalinas, eran los que más cerca estaban de la balsa que se aproximaba. Mustio, el remo de proa, volvió la avejentada cara para ver a quién saludaba Percha-Prisma y alteró durante unos instantes el equilibrio de la piragua, que se inclinó peligrosamente del lado de babor.
—Pero ¡hombre! Pero ¡hombre! —gritó Percha-Prisma desde popa—. ¿Es que pretende usted hacernos zozobrar, caballero?
—Tonterías —gritó Mustio ruborizándose, pues aborrecía que le amonestaran por encima de las cabezas de sus siete colegas. Sabía que su comportamiento había sido absolutamente abominable para un remero de proa, pero volvió a gritar—: ¡Tonterías!
—¡Por favor, caballero! ¡No discutamos ahora ese asunto! —dijo Percha-Prisma, entornando los párpados sobre sus ojillos negros y elocuentes y volviendo a medias la cabeza de manera que la parte inferior de su porcina nariz captó la poca luz que reflejaban las aguas—. Pensé que le bastaría con haber puesto en peligro a sus colegas, pero no. Desea justificarse, como todos los hombres de ciencia. Mañana usted y Florimetre intercambiarán sus puestos.
—¡Oh, señor! ¡Aquí estoy la mar de cómodo! —dijo Florimetre irritado.
Percha-Prisma se disponía a comunicarle al maleducado de Florimetre un par de confidencias sobre la naturaleza del motín, cuando el doctor pasó a su lado.
—Buenos días, doctor —dijo Percha-Prisma.
Despertándose de un sueño intranquilo, pues incluso después de haber oído el grito de Percha-Prisma sobre las aguas había sido incapaz de mantener los ojos abiertos, el doctor se obligó a incorporarse y volvió los fatigados ojos hacia la piragua.
—¿Alguien me ha dicho algo? —gritó con un valiente esfuerzo por mostrarse jocoso, aunque se sentía como si sus miembros fueran de plomo y le ardía la coronilla—. ¿He oído una voz sobre las olas? Vaya, vaya, ¡pero si eres tú, Percha-Prisma, por todo lo irregular! ¿Cómo está, almirante?
Pero aun mientras el doctor lanzaba una de sus espléndidas sonrisas a todo lo largo de la piragua, como un anuncio de dentífrico, cayó hacia atrás en el colchón y, sin prestar atención a Percha-Prisma y los otros, el asistente que empuñaba la larga pértiga dio un gran impulso a la balsa que la impelió hacia delante alejándola de los profesores en dirección al hospital, donde esperaba convencer al doctor para que se echara un par de horas a pesar de los tullidos y los sufrientes, de los muertos y los moribundos.