A Titus le pareció un lugar desolado, una fortaleza sin vida, de mudas bocas desdentadas y ciegos ojos sin párpados.
Se acercó a la base de los muros abandonados, donde un tramo de escaleras subía en perpendicular desde las profundidades de las aguas y, trepando por la pared verde y húmeda de hiedra, ascendía hasta un balcón a doce metros de altura, un balcón de piedra con una barandilla de hierro forjado de formas decorativas, pero tan corroído por la herrumbre que hubiera bastado el toquecito de un palo para que cayera a las aguas.
Cuando Titus saltó de su embarcación a los escalones de piedra y, arrodillándose, la alzó chorreando agua y la colocó cuidadosamente sobre un escalón, pues no tenía amarra, intuyó una nítida malevolencia. Era como si los inmensos muros espiaran cada uno de sus movimientos.
Se apartó los cabellos castaños de la frente y alzó la cabeza hacia la imponente mole de piedra. Sus cejas estaban juntas, los ojos entrecerrados, el mentón tembloroso adelantado en un gesto agresivo. No se oía nada, salvo el agua que chorreaba de los acres de hiedra.
A pesar de la desagradable sensación de ser observado, Titus reprimió el pánico que fácilmente hubiera podido sentir y, más por demostrarse a sí mismo que no tenía miedo de los muros y la hiedra que porque quisiera subir aquellas escaleras y descubrir qué se ocultaba detrás de los melancólicos muros, empezó a ascender por los peldaños resbaladizos que llevaban al balcón. Cuando Titus inició el ascenso, el rostro que había estado observándolo desapareció de una pequeña ventana próxima a la parte más alta del muro. Pero sólo por un instante, ya que reapareció por otra abertura con tal rapidez que era difícil creer que era el mismo rostro el que miraba el punto donde los escalones se perdían en el agua, donde la canoa de Titus estaba «varada». Pero no cabía duda. No era posible que dos rostros tuvieran tan idéntica imperfección, ni fueran tan cruelmente similares. Los ojos rojos y oscuros estaban clavados en la pequeña embarcación. La habían visto acercarse por la «bahía». Y repararon en lo veloz, ligera y maniobrable que era, pues respondía al más mínimo antojo de quien la llevaba.
Apartó los ojos de la canoa para concentrarse en Titus, que había subido ya una docena de escalones. Un par más y estaría justo debajo del pesado bloque de piedra que Pirañavelo había soltado y que estaba casi decidido a dejar caer sobre el joven.
Pero sabía que la muerte del conde, por muy gratificante que fuera, no aumentaría de forma concreta sus posibilidades de huida. De haber tenido la seguridad de que la piedra mataría a su señoría, no hubiera dudado en satisfacer lo que se había convertido en un ansia de matar. En cambio, si la piedra fallaba y se hacía añicos contra los escalones, Titus no sólo tendría el derecho a imaginar que había sido víctima de una emboscada —¿y quién sino él hubiera podido tender una emboscada al conde?—, sino que desbarataría sus planes más inmediatos. Porque no hay duda de que, una vez se recuperara de la impresión, Titus no se atrevería a seguir subiendo y volvería de inmediato a su embarcación. Y era el bote lo que Pirañavelo quería. Poder desplazarse de prisa por los tortuosos canales del castillo.
Obligado a ir de una madriguera a otra, de un escondite a otro por las aguas cada vez más crecidas, limitado siempre por la necesidad de estar cerca de almacenes y despensas, con un margen de maniobra cada vez más estrecho, se había hecho imprescindible que pudiera desplazarse con rapidez y silencio tanto por tierra como por agua. Había pasado hambre durante días, cuando las cocinas ambulantes se instalaron en un recodo de la espaciosa ala oeste y estaban tan bien vigiladas que era imposible robar nada.
Pero desde entonces habían cambiado de sitio al menos tres veces y, ahora que parecía que la lluvia había cesado por fin, tenía la insensata esperanza de que quedarían definitivamente instaladas en aquel alto subático, sobre el cual, en un altillo casi a oscuras, había establecido su cuartel general. En el techo de este lóbrego refugio una trampilla se abría a un tejado inclinado de tejas y quedaba oculta por unos tramos de hiedra. Pero era la trampilla del suelo la que, al abrirla con una ternura y un sigilo más propios de quien maneja a un lactante, le permitía satisfacer una de sus necesidades más apremiantes, pues allá abajo estaban los almacenes. De madrugada, cuando era necesario, descendía silenciosamente centímetro a centímetro por una larga cuerda y llenaba el saco que llevaba consigo con las provisiones menos perecederas. Siempre había una docena o más de miembros del personal durmiendo en el suelo pero, como era de esperar, los centinelas estaban apostados en el exterior, y no suponían ningún peligro.
Sin embargo, ése no era su único escondrijo. Sabía que tarde o temprano las aguas bajarían. Las cocinas recuperarían su carácter nómada. Era imposible predecir en qué dirección oscilaría la vida del castillo en su lento viaje de bajada, pisando los talones a las aguas menguantes.
Las extensas azoteas le proporcionaban siete baluartes secretos. Y en los áticos y los tres pisos secos de debajo tenía por lo menos otros cuatro refugios tan seguros, cada uno a su manera, como su altillo sobre la cocina. Las aguas habían permanecido a un mismo nivel durante tres días, unos palmos por encima de la mayoría de rellanos del noveno piso, y eso le permitió preparar con antelación algunos santuarios acuáticos.
Pero cuánto más sencillo y seguro sería poder explorar los canales con una embarcación como la que veía allá abajo.
No. No podía permitirse hacer caer aquella piedra. Había muchas posibilidades de que fallara. La poderosa tentación de aplastar con un solo golpe la vida del heredero de Gormenghast —y no dejar tras él más que piedra y ladrillo—, la embriagadora tentación de arriesgarse e intentarlo era difícil de resistir.
Pero ante todo estaba su supervivencia y, si se desviaba lo más mínimo de la ventaja que tenía, entonces sin duda llegaría el fin, si no ahora, muy pronto. Porque sabía que estaba caminando sobre el filo de una navaja. Y se vanagloriaba de ello. Se había metido en la piel de un Satanás solitario, como si jamás hubiera disfrutado de las florituras del lenguaje, de las delicias del poder civil. Aquello era la guerra. Pura y dura. La simplicidad de la situación le atraía. El mundo se cerraba sobre él, con sus armas preparadas, deseando su muerte. Y él debía burlar al mundo. El juego más sencillo y elemental.
Pero su rostro no era el de alguien que juega. Ni siquiera era el rostro del Pirañavelo de hacía unos años… cuando jugaba. Ni el del pecado en acción, porque algo nuevo le había sucedido. Las terribles marcas que lo convertían en un mapa, el blanco del mar, el rojo, los continentes y las islas dispersas, apenas se veían. Pues eran los ojos lo que acaparaba toda la atención.
A pesar de la astucia y la agilidad de su mente, ya no vivía en el mismo mundo en el que lo hacía cuando asesinó a Excorio. Algo había cambiado. Y era su mente. Su cerebro era el mismo, pero la mente había cambiado. Ya no era un criminal porque él lo hubiera elegido. Ya no podía elegir. Ahora vivía entre abstracciones. Su cerebro consideraba dónde ocultarse, qué hacer si se producían ciertas contingencias, pero su mente flotaba por encima de todo esto en un éter rojo. Y el reflejo de su mente llameaba en sus ojos, llenando sus pupilas de una luz sangrienta y pardusca.
Mientras miraba hacia abajo como un ave de presa desde el risco de su ventana, muy abajo, su cerebro veía una canoa, divisaba a Titus de pie en el balcón de piedra. Vio a Titus volverse y, tras un momento de vacilación, penetrar en los pasadizos putrefactos y desaparecer de la vista.
Pero su mente no veía nada de esto. Su mente estaba enzarzada en una guerra de dioses. Su mente avanzaba sobre una tierra de nadie, por campos cubiertos de cadáveres, al ritmo de las cornetas teñidas de sangre. ¡Ser solitario y perverso! ¡Ser un dios acosado! ¿Qué podía haber más absoluto?
Habían pasado tres minutos desde que el conde desapareció en las fauces del edificio. Antes de entrar en acción, Pirañavelo había dado tiempo para que se adentrara en la fortaleza. Cabía la posibilidad de que volviera a salir, pues los salones de abajo eran oscuros y siniestros. Pero no lo hizo y llegó el momento de que Pirañavelo saltara. El descenso se hizo desesperadamente largo. La sangre golpeaba en las sienes del asesino. Se le revolvió el estómago y, por un momento, perdió la conciencia. Cuando su reflejo, que volaba a su encuentro desde las profundidades, quedó roto en la superficie y la espuma del agua saltó como en una fuente, el cuerpo de Pirañavelo siguió cayendo en el agua hasta que, al fin, cuando sus pies rozaron ligeramente la cabeza de una veleta sumergida, empezó a subir de nuevo hacia la superficie.
Las aguas perturbadas habían recobrado la quietud. Pirañavelo estaba mareado por el esfuerzo de la larga caída, tenía náuseas por el agua que había tragado y le dolían los pulmones, y sin embargo, cuando se lanzó hacia la escalinata de piedra, no habrían transcurrido más que un par de segundos.
La alcanzó y trepó los escasos peldaños que le separaban de la canoa, que yacía tranquilamente sobre el costado, y la echó al agua sin perder un instante. Subió ágilmente y aferró el remo que había en el interior. Sus primeras paletadas lo dirigieron a toda velocidad hacia una de las pocas ventanas que quedaban al nivel del agua, siguiendo los muros cubiertos de hiedra.
Por supuesto, Pirañavelo debía ocultarse de inmediato. La gran bahía que tenía ante él era una trampa mortal. ¡Incluso un pez que asomara la cabeza hubiera sido visto al instante! El joven conde podía regresar en cualquier momento. Debía desaparecer por la primera de las ventanas sin dejar rastro. Mientras remaba velozmente sobre las aguas, mantuvo en la medida de lo posible la cabeza vuelta hacia atrás por si reaparecía el conde. Si le descubrían, debía dirigirse inmediatamente a uno de sus escondites. No había ninguna posibilidad de que le atraparan, pero por muchas razones, que le vieran sería muy inconveniente. No albergaba ningún deseo de que el castillo supiera que podía desplazarse por agua ni que deambulaba por zonas tan alejadas como aquellos ceñudos montículos; bien podía ser que reforzaran la vigilancia y aumentaran el número de centinelas.
Hasta el momento había tenido suerte. Había sobrevivido al salto. Su enemigo no le había oído cuando cayó al agua; había divisado una ventana por la que podría deslizarse sin dificultad y tras cuyas oscuras mandíbulas podría ocultarse hasta que cayera la noche.
De vez en cuando, mientras se deslizaba pegado a los oscuros muros, durante unos minutos se veía obligado a volver la cabeza para corregir el rumbo de la canoa, pero la mayor parte del tiempo sus ojos estaban clavados en el balcón vacío al que su enemigo podía regresar en cualquier momento.
Fue cuando apenas le quedaban tres o cuatro largos por salvar, cuando, antes de penetrar con la canoa en el castillo, se concentró en hacer una entrada impecable y no pudo ver que Titus había salido al balcón.
No pudo ver que, en cuanto reparó en la ausencia de su barca, Titus se había inclinado hacia delante y había escudriñado la bahía, hasta que sus ojos se posaron en el único objeto que se movía: la canoa, que estaba virando para entrar por la ventana. Sin pensarlo un instante, Titus se ocultó tras el marco de la puerta y desde allí siguió observando, con el cuerpo tembloroso por la excitación. Incluso a aquella distancia los hombros encorvados del saqueador eran inconfundibles. Hizo bien en ocultarse tan de prisa pues, cuando la canoa hubo virado y se deslizaba ya al interior del castillo, como si quisiera estrellar su delicada proa contra su flanco, Pirañavelo, sabiendo que había hecho un trabajo perfecto, volvió de nuevo su atención al balcón lejano y, cuando vio que estaba vacío, desapareció en el interior del muro como una serpiente bajo una roca.