La lluvia siguió sin remitir durante poco menos de dos semanas. Una proporción tan grande del castillo se encontraba ya bajo las aguas que, a pesar de la lluvia, fue necesario instalar campamentos en las azoteas adecuadas, a las que se accedía a través de trampillas en los desvanes. La aglomeración en las zonas altas era espantosa.
La primera de las flotillas requisadas fue conducida a través de las aguas desde el promontorio de los Tallistas. En el viaje de regreso por las azoteas y los pisos superiores, se les permitió llevarse toda la madera suelta que encontraran.
La condesa disponía de una amplia y hermosa embarcación. Estaba diseñada para remeros y tenía un gran espacio en la popa para que se sentara y manejara el timón con comodidad.
Se proporcionó a los Tallistas pez y grandes bidones de pintura, y aquella sólida nave fue decorada con motivos en rojo, negro y dorado. Su proa se alzaba sobre el agua con una gracia imponente y tranquila, culminada con la cabeza tallada de un ave de presa, de un oscuro color escarlata, las plumas talladas del pescuezo y la calva frente, los ojos amarillos y circundados de pétalos, como las flores del girasol, y el pico curvo negro y siniestro. La idea del mascaron de proa había sido casi universalmente adoptada por los Tallistas, y se volcaba en ellos tanto esmero como en la estructura y seguridad de los navíos.
Un día, Titus fue informado de que habían creado una embarcación especialmente para él y que le aguardaba en un corredor meridional. Al punto fue solo al lugar donde estaba anclada. En cualquier otro momento, Titus habría gritado de alegría al recibir aquella esbelta y plateada criatura de los canales, tan exquisitamente equilibrada sobre las aguas, al permitírsele saltar de la mesa empapada e inamovible que asomaba a medias entre las aguas en el séptimo piso del castillo a aquella canoa que, a diferencia de las que había visto en los dibujos de sus libros de infancia, parecía ansiosa de hacerse a la mar a golpe de remo.
Lo cierto es que le gustaba, pero con cierta amargura. Parecía recordarle todo aquello que vagamente deseaba. Le recordaba los días en que casi no sabía que era conde, cuando no tener padre ni gozar del afecto de su madre parecía normal, cuando aún no había visto violencia ni muerte ni corrupción. Días en que no había un Pirañavelo suelto como una sombra maligna que lo oscurecía todo y le ponía los nervios a flor de piel. Y, aún más, la liviana canoa le recordaba los días en que nada sabía de la terrible antítesis que abrigaba en su interior, aquel tira y afloja de su cabeza y su corazón en direcciones opuestas, las lealtades divididas, el creciente y febril anhelo de escapar de todo lo que significaba Gormenghast, y el indeleble e irracional orgullo de su linaje, y el amor que sentía, tan profundo como el odio, hacia la más insignificante de las frías piedras de su hogar sin amor.
¿Qué otra cosa podría haber hecho aflorar las lágrimas a sus ojos cuando empuñó el remo que le tendían y hundió la pala azul en las sombrías aguas? Era el recuerdo de algo que había volado con la misma seguridad que había volado su infancia, algo tan liviano, rápido e indomable como sin duda lo sería aquella embarcación. Era el recuerdo de la Criatura.
Hundió el remo. Aquella artesanal obra maestra inclinó, por así decirlo, su amable y angosta cabeza, susurró una curva de plata hacia el norte y, deslizándose a través de una oscura galería, saltó adelante ante la aceleración de sus golpes de remo. Delante, en el límite de la perspectiva marcada por la oscilación del agua, un punto de luz se acercaba a gran velocidad mientras él se deslizaba sobre las aguas de un negro corredor inundado casi sin tocarlas y, con cada golpe de remo, se acercaba más y más al frío piélago revuelto por la lluvia.
Y entre tanto, su corazón lloraba y la belleza y la alegría de todo aquello eran los agentes de su dolor. Por rápido que cruzara, no podía dejar atrás su cuerpo o su mente. El remo se hundía y la embarcación volaba pero no podía dejar atrás su atormentado corazón. Volaba junto a él sobre las aguas sepulcrales.
Entonces, al aproximarse a una ventana casi superada por las aguas, se dio cuenta de lo peligrosamente cerca de la superficie que estaba el dintel. La luz exterior había ganado una considerable intensidad durante la última hora, y el reflejo del cuadrado luminoso era tan potente que Titus había tenido la falsa impresión de que toda la superficie iluminada era una abertura por la que podía pasar. Pero en ese momento veía que sólo disponía de la mitad superior para pasar. Avanzando raudo hacia la ventana, se echó atrás de repente y, con la cabeza por debajo del nivel de la borda y con los ojos cerrados, oyó un leve rasgado cuando, enfilando la ventana, la delicada proa de la nave rozó el dintel.
De pronto tenía el ancho cielo encima. Un mar interior se extendía ante él. Llovía copiosamente pero, comparado con el prolongado diluvio que habían acabado aceptando como normal, aquello era navegar con buen tiempo. Dejó que aminorase la velocidad de la canoa y, cuando se detuvo con un bamboleo, la hizo girar con un golpe de remo y allí, ante él, las moles superiores de su reino aparecieron quebrando la superficie: grandes islas de roca pelada en la que las inclemencias del tiempo habían salpicado con incontables ventanas semejantes a cuevas o los nidos del águila marina. Archipiélagos de torres, formaciones de puños macilentos coronadas por nudillos de roca y otras torres con cabezas tan quebradas que parecían altos y siniestros púlpitos, negras tribunas para la tutela del mal.
En ese momento, una náusea de frío vacío resonó en su interior como si sacudieran un badajo en la hueca campana de sus entrañas. Una exquisita sensación de soledad creció en su pecho como una burbuja de vidrio en expansión.
La lluvia había dejado de caer. Las aguas revueltas habían quedado silenciosas e inmóviles y habían adquirido una negra tanslucidez. A flote sobre un elemento abismal, miró abajo, donde, muy lejos, crecían los árboles, serpenteaban los senderos conocidos, hacia donde los peces nadaban entre los castaños y, lo más extraño de todo, hacia el sinuoso cauce del río de Gormenghast, tan lleno de agua que ninguna era suya.
¿Qué había en todo aquello que le llenaba los ojos de admiración y placer, qué relación tenía todo aquello con la expoliadora inundación, la destrucción de tesoros, la muerte de muchos, la cacería de Pirañavelo, quien, llevado lentamente hacia arriba, seguía escondido? ¿Era allí donde vivía Fucsia? ¿Y el doctor y la condesa, su propia madre, quien, por lo visto, después de intentar acercarse a él, había vuelto a alejarse?
En un estado de sobreexcitada melancolía, empezó a avanzar sobre las quietas aguas, hundiendo el remo de cuando en cuando. Una luz mortecina jugueteaba sobre las aguas que caían en finas cascadas de los tejados sin canalones.
Al aproximarse a las islas de Gormenghast, divisó hacia el norte la armada de los Tallistas como joyas dispersas en las aguas grises. Justo delante de él estaba el muro a través de una de cuyas ventanas se había deslizado tan peligrosamente. Lo que quedaba de la ventana y de las que había a ambos lados estaba ahora sumergido, y Titus supo que se había evacuado otro piso del castillo central.
Este muro, que formaba la roma nariz de un largo promontorio de roca, tenía su réplica un kilómetro y medio hacia el este. Entre ambos se extendía una vasta y sombría ensenada cuya superficie no se veía alterada por nada. Al igual que su gemelo, aquel promontorio no tenía ventanas abiertas sobre el nivel de las aguas. El agua tenía que subir todavía unos cuatro metros para poder colarse o afectar a la siguiente hilera de ventanas. Pero al volver la vista hacia la base o curva de la gran bahía, donde, de haber sido una verdadera bahía, probablemente se extenderían las arenas de una playa, Titus vio que las ventanas más alejadas de aquella hilera de riscos, desde allí no mayores que un grano de arroz, distaban, a diferencia de las de los promontorios, de ser regulares.
Aquellos muros cubiertos de hiedra eran peculiares desde muchos puntos de vista. Unas escaleras de piedra trepaban por las fachadas y llevaban a algunas aberturas en el muro. Como ya había observado, las ventanas parecían salpicar las verdes fachadas del acantilado con una indiscriminada y caprichosa profusión que no permitía adivinar cómo se sostenían las estructuras interiores.
Hacia esa base de la bahía comenzó Titus a remar sobre las aguas límpidas, frías como la muerte, con todas sus maravillas anegadas por la lluvia.