SESENTA Y NUEVE

No había alma viviente en Gormenghast que recordara una tormenta comparable a aquel negro e interminable diluvio que, después de anegar la campiña circundante, siguió subiendo minuto a minuto y lamía ya los rellanos del primer piso.

Los truenos eran continuos. Los rayos se encendían y apagaban como si un niño jugara con un interruptor. Sobre la vasta extensión de agua, las pesadas ramas de los árboles arrancados flotaban y se sacudían como monstruos. Los peces del río de Gormenghast nadaban por todas partes y se los podía ver entrando por las ventanas inferiores del castillo.

Allí donde el terreno era elevado, donde una roca aislada o una atalaya quebraban la superficie, se congregaban animalillos de todo tipo que se apiñaban en masas heterogéneas sin preocuparse los unos de los otros. El más vasto de estos santuarios naturales era, por supuesto, la Montaña de Gormenghast, que se había convertido en una isla de trágica belleza con el denso bosque emergiendo de las aguas en su base y el cráneo chorreante parpadeando tétricamente con el reflejo de los vibrantes relámpagos.

El grueso de los animales todavía vivos se congregaba, naturalmente, en sus laderas, y sobre ella el cielo, aun siendo violento e inhóspito, nunca se veía libre de pájaros que volaban en círculo y gritaban.

El otro gran santuario era el propio castillo, hacia cuyas murallas nadaban los zorros exhaustos, acompañados por liebres, ratas, tejones, vencejos, nutrias y otras criaturas del bosque y del río.

Convergían desde todos los puntos cardinales, y sólo sus cabezas emergían de las aguas. Llegaban jadeantes y con los brillantes ojos clavados en los muros del castillo.

Aquel sombrío asilo, al igual que la Montaña (que se erguía enfrente, del otro lado de los lagos azotados por la lluvia que no tardarían en formar un mar interior), se había convertido en una isla. Gormenghast había quedado incomunicado.

Apenas los habitantes de Gormenghast se convencieron de que la que se había desatado sobre ellos no era una tormenta corriente y de que las ramificaciones exteriores del castillo se hallaban ya amenazadas y eran susceptibles de quedar aisladas de la mole principal y de que los edificios anexos, en particular los establos y las construcciones de madera, corrían el peligro de ser barridos por el agua, se ordenó la evacuación de los distritos más remotos, se convocó de inmediato a los Tallistas Brillantes y se trasladó al ganado de los establos al interior del castillo. Se destacaron grupos de hombres y muchachos con la misión de rescatar y guardar carros, arados y toda clase de aperos de labranza. Todo esto, junto con los carruajes y los arreos de los caballos, se almacenó temporalmente en la armería situada al este de uno de los patios interiores. El ganado y los caballos fueron concentrados en el gran refectorio de piedra, y se separó los animales mediante improvisadas barreras elaboradas principalmente con las ramas arrancadas por la tormenta que no dejaban de amontonarse bajo las ventanas meridionales.

Los Moradores de Extramuros, ya dolidos por el insulto de la interrumpida ceremonia, no estaban de humor para regresar al castillo, pero cuando la lluvia empezó a debilitar los cimientos de sus campamentos, se vieron forzados a acatar la orden que habían recibido y realizaron un malhumorado éxodo desde sus antiquísimos hogares.

Lejos de ser apreciada, la magnanimidad mostrada hacia ellos en momentos de peligro los resintió todavía más. En un momento en que no tenían más ocupación que recluirse y cavilar sobre la ruin ofensa sufrida a manos de la Casa de Groan, se veían obligados a aceptar la hospitalidad de su mascarón de proa. Echándose al hombro sus criaturas y sus escasas posesiones, una horda de embrutecidos descontentos entró en el castillo con el agua gorgoteando a la altura de sus rodillas.

Una extensa península del castillo, una construcción de tosca mampostería de un kilómetro y medio o más de longitud y varios pisos de altura fue asignada a los Tallistas. Allí, sobre el mohoso entarimado del suelo, marcaron sus territorios o emplazamientos mediante gruesas líneas trazadas con pedazos de yeso.

En esa atmósfera saturada floreció su amargura e, incapaces de desfogar su bilis contra Gormenghast, la gran abstracción, se volvieron unos contra otros. Se recordaron viejas cuentas pendientes y una especie de maldad inundó el alargado y sombrío promontorio. El rencor llenaba todos los pisos. Sus hogares de barro estaban destruidos. Se habían convertido en algo que jamás hubieran admitido en los días en que vivían en abierta miseria fuera de los muros del castillo: se habían convertido en seres dependientes.

Desde las ventanas veían el oscuro aguacero. Cada día que pasaba, el hinchado horror del negro vientre preñado de las nubes confería al cielo un aire más denso y turbio. Desde las galerías superiores del distante límite del promontorio, los prisioneros, pues eso eran a todos los efectos a pesar de su nombre, podían vislumbrar la Montaña de Gormenghast. Con las primeras luces del alba o a la luz de los relámpagos durante la noche, veían cómo las aguas iban trepando por su falda. Se tomaba como referencia la rama horizontal de un árbol lejano o alguna peculiaridad de la roca cercana al límite del agua, y calcular a qué velocidad subía la riada se convirtió en el morboso objeto de su interés.

Y entonces encontraron una especie de desahogo, no procedente de fuentes externas, sino gracias a la previsión de un viejo tallista, y este desahogo de su frustración se materializó en la construcción de barcos. No se trataba de un trabajo de talla en el sentido creativo en el que destacaban, pero al menos era talla. En cuanto se lanzó la idea, ésta originó ondas que se difundieron de extremo a extremo de la península.

El hecho de no poder tallar había sido tan mortificante como el insulto que habían tenido que tragar. Sus limas y cinceles, sus sierras y martillos habían sido lo primero que reunieron cuando se disipó toda esperanza de permanecer en sus chozas. Pero no habían podido llevar con ellos la pesada madera o las raíces que siempre habían usado. De todos modos, en la presente situación, su antiguo material resultaría inútil. Se requería algo de naturaleza muy distinta para la construcción de barcas, balsas o piraguas y no pasó mucho antes de que las inútiles vigas que recorrían los techos, los paneles de las paredes interiores, las mismas puertas y, cuando era posible, los marcos y el entarimado del suelo empezaron a desaparecer. La competencia entre las familias para acumular, dentro de los límites marcados con tiza, pilas de tablas y maderas era implacable y sombría, sólo comparable con la subsiguiente rivalidad para construir no sólo la embarcación más estanca y marinera, sino la más bella y original.

No pidieron permiso; actuaron de manera espontánea, arrancando o desgajando paneles y entarimados. Pasaron horas encaramados a los techos entre vigas mugrientas y serraron buen pino y troncos de roble negro. Robaban de noche y de día negaban sus robos. Organizaron guardias y emprendieron expediciones; discutieron sobre la seguridad de los suelos, sobre qué maderas resultaba peligroso quitar y cuáles eran ornamentales. Aparecieron grandes agujeros en los suelos a través de los cuales los harapientos niños arrojaban polvo y basura sobre las cabezas de los Tallistas del piso inferior. La vida de los Moradores de Extramuros casi había vuelto a la normalidad. La amargura era su pan, y la rivalidad, su vino. Y las barcas empezaron a tomar forma y el aire se llenó del sonido de los martillos mientras en la penumbra, con la lluvia azotando las ventanas y los truenos retumbando, embarcaciones de mil formas crecían en belleza.

Entre tanto, en la planta principal del castillo queda poco tiempo para otra actividad que no fuera trasladar arriba, siempre hacia arriba, los incontables objetos de Gormenghast.

El segundo piso era, a esas alturas, inhabitable. Las aguas, que se habían nivelado llenando el interior de panal del castillo, se habían convertido en algo más que una amenaza para la propiedad. Un número creciente de los menos ágiles o inteligentes había perecido ya, atrapados o ahogados. Muchas puertas eran impracticables debido a la presión del agua o se perdía el rumbo entre los desconocidos canales.

Pocos eran los que no se dedicaban a la deslomante actividad de carretear un mundo de pertenencias decenas de escaleras arriba.

El ganado, tan necesario para la supervivencia de la población aislada, había cambiado de ubicación una y otra vez. Mientras se lo conducía por las escaleras más anchas, no era nada fácil controlar su pánico. Las robustas balaustradas cedían como si fueran cerillas, y la presión de los rebaños en ascenso había doblado las barandas de hierro. Se habían desprendido pedazos de la mampostería y un enorme león de piedra que coronaba una escalinata había caído por el hueco de la escalera arrastrando a la muerte en las frías aguas inferiores a cuatro novillas.

Los caballos subieron uno a uno: sus cascos piafaban en los peldaños y los ollares dilatados y el blanco de los ojos brillando en la oscuridad delataban su miedo.

Una docena de hombres pasaba el día subiendo montones de heno a las salas superiores. Habían tenido que abandonar los carros y los arados, al igual que una larga lista de irreemplazable maquinaria e impedimenta pesada de todo tipo.

En cada piso se abandonaba a merced de las aguas ascendentes un batiburrillo de cosas. La armería era un rojo estanque de herrumbre. Una docena de bibliotecas se habían convertido en pantanos de pulpa. Había cuadros flotando por los largos corredores o que poco a poco eran descolgados de sus alcayatas. Las grietas en la madera y el ladrillo y las pequeñas cuevas entre las piedras quedaron limpias de la compleja vida insectil. Donde generaciones de lagartos habían llevado su secreta existencia ahora sólo había agua. El agua se elevaba como el terror, de viscoso centímetro en viscoso centímetro.

Las cocinas fueron trasladadas a la más alta de las zonas disponibles. Recoger y transportar las mil y una cosas necesarias para alimentar al castillo había sido en sí misma una epopeya, como también lo había sido el frenético embalado y evacuación de la Biblioteca Central de los manuscritos tradicionales, las leyes sagradas del Ritual y los millares de volúmenes de referencia sin los cuales la compleja maquinaria de la vida del castillo jamás podría reinstaurarse. Los pesados arcones cargados de los sacrosantos y amarillentos documentos fueron trasladados de inmediato a las buhardillas más altas, y se pusieron dos centinelas de guardia.

A medida que los rellanos se llenaban de los objetos rescatados, los hombres, exhaustos, con las camisas pegadas a la espalda y las frentes reluciendo como la cera a causa del sudor que acababa entrándoles en los ojos, maldecían la tormenta, maldecían el agua, maldecían el día en que nacieron. Parecía que aquella magna labor de acarrear al hombro cajas gigantescas por escaleras tortuosas, de tirar de cuerdas sólo para oír cómo se rompían con un chasquido y la carga se precipitaba de cabeza por los pisos que tanto les había costado salvar, el dolor de sus cuerpos y muslos, aquella terrible fatiga, se desarrollaba desde siempre. La mecánica de cuerdas e instrumentos, de un centenar de improvisados inventos, de palancas y manivelas, el chirrido de poleas caseras, el gradual traslado escaleras arriba de materias primas y metales, de combustible, grano y tesoros, de vinos y acopios de maderas diversas, todo esto no tenía fin. Procedentes de almacenes, depósitos, bodegas y naves, procedentes de polvorines, trasteros y arcas, de graneros y arsenales, procedentes de las espléndidas alcobas de días pasados donde las grandes piezas enmohecían, procedentes de las habitaciones privadas de incontables funcionarios, procedentes de los refectorios y dormitorios de los hierofantes… procedentes de todos estos lugares, todas las cosas ascendían: mobiliario, bienes muebles, las obras de la vanidad y las obras de arte, desde las enormes mesas de roble tallado al más ínfimo de los brazaletes de plata.

Pero toda esta actividad no carecía de organización. Tras ella había un cerebro activo. Un cerebro que había estado dormitando desde la juventud, que llevaba tanto tiempo privado de un objetivo que había hecho falta nada menos que la rebelión de Pirañavelo para obligarlo a bostezar y desperezarse. Ahora estaba plenamente despierto. Pertenecía a la condesa.

Era ella quien había dado las primeras órdenes, quien había convocado a los Tallistas Brillantes, y quien, con un gran mapa del distrito central de Gormenghast desplegado ante sí, permanecía sentada a una mesa en uno de los rellanos principales y, coordinando las múltiples actividades de salvamento y reubicación, no había dado tiempo a sus súbditos para que pensaran en el peligro que corrían, sino únicamente en sus deberes inmediatos.

Desde donde estaba sentada, podía ver los últimos objetos rescatados del rellano inferior. El agua casi había alcanzado el quinto peldaño de aquella escalera. Miró a los cuatro hombres que se afanaban sobre un largo arcón negro. Mientras lo movían, iba chorreando el agua que lo llenaba. Paso a paso fue izado al ancho rellano. Una infinidad de objetos flotaban en el agua. Cada piso había entregado a la crecida su cuota de cosas perdidas, olvidadas o sin valor. Las regiones inferiores alzaban sus bienes flotantes centímetro a centímetro hasta las zonas superiores, donde, reforzadas por nuevas flotillas recién botadas, la heterogénea resaca crecía sin cesar.

Durante unos instantes, la condesa observó las negras aguas que anegaban el hueco de la escalera antes de volverse a un grupo de mensajeros que aguardaban ante ella.

En el momento en que se daba la vuelta, un nuevo mensajero apareció jadeando. Había ido a verificar los rumores que habían llegado al centro del castillo de que los Tallistas Brillantes se habían entregado a la construcción de barcos y habían poco menos que desguarnecido el promontorio.

—¿Y bien? —dijo la condesa mirando al mensajero.

—Es cierto, señoría. Están construyendo embarcaciones.

—Ah —dijo la condesa—. ¿Y qué más?

—Piden toldos, señoría.

—Toldos. ¿Por qué?

—Al igual que aquí, los pisos inferiores se han inundado. Se han visto obligados a botar sus barcas, sin terminar, por las ventanas. Carecen de protección contra la lluvia. Los pisos superiores les han negado la entrada, pues ya están abarrotados.

—¿Qué clase de barcos?

—De todas las formas, señoría. De una factura excelente.

La mujer apoyó la barbilla en su gran mano.

—Preséntate al Maestro de las Colgaduras Rústicas. Que envíe todo el lienzo que se haya salvado. Informe a los Tallistas de que sus embarcaciones serán requisadas en caso de emergencia. Han de construir todos los navíos que puedan. Que venga el Custodio de las Barcas Fluviales. Disponemos de algunas embarcaciones propias, ¿no?

—Creo que sí, señoría. Pero no muchas.

—¡El siguiente mensajero! —exclamó la condesa.

Un anciano se adelantó.

—¿Y bien? —dijo ella.

—No veo señal de que la tormenta vaya a escampar —dijo—. Por el contrario…

—Bien —terció la condesa.

Ante esta afirmación, todos los ojos se volvieron hacia ella. Al principio no daban crédito a sus oídos. Pero al mirarse los unos a los otros los cerca de veinte funcionarios y mensajeros que la rodeaban comprobaron que no habían entendido mal. Todos estaban igual de atónitos. La mujer había hablado con voz queda y grave, casi en un susurro. «Bien», había dicho. Era como si hubiesen oído un pensamiento privado.

—¿Está aquí el Jefe de Rescate Pesado?

—Sí, señoría. —Una fatigada y barbuda figura se adelantó.

—Deje descansar a sus hombres.

—Sí, señoría, lo necesitan.

—Todos lo necesitamos. ¿Y qué? Las aguas suben. ¿Tiene la lista de prioridades?

—Sí.

—¿Tienen los jefes de cada sección su copia de trabajo?

—La tienen.

—Dentro de seis horas, las aguas estarán a nuestros pies. Dentro de dos horas hay que convocar a todas las manos. No será posible pasar la noche en este nivel. La Escalera Ajedrezada es la más ancha. Tiene mi orden de prioridades: ganado, carne, maíz, y así sucesivamente, ¿lo tiene?

—Naturalmente, señoría.

—¿Están cómodos los gatos?

—Disfrutan de las doce buhardillas azules.

—Ah… y entonces… —perdió el hilo.

—¿Señoría?

—… y entonces, caballeros, empezaremos. Las aguas crecidas nos unen, ¿no es así, caballeros?

Los otros se inclinaron en un perplejo asentimiento.

—Cada hora que pasa disminuyen las habitaciones utilizables. Nos estamos viendo forzados a subir, pero todo tiene un límite. Díganme, caballeros, ¿pueden los traidores vivir del aire? ¿Pueden masticar las nubes o tragar el trueno o llenarse la panza de relámpagos?

Los caballeros negaron con la cabeza y se miraron.

—¿O pueden vivir bajo la superficie del agua como la piraña que veo a mis pies en la oscuridad? No. Él es como nosotros, caballeros. ¿Están apostados los centinelas, como de costumbre? ¿Está vigilada la cocina?

—Lo está, señoría.

—¡Ya es suficiente! Estamos perdiendo el tiempo. Dé la orden de que se conceden dos horas de descanso. Retírense.

Se levantó mientras la audiencia se retiraba a propagar sus instrucciones y se inclinó sobre la pesada balaustrada que circundaba la escalinata. El agua había subido medio escalón desde que le empezaran a hablar de las barcas de los Tallistas. Se apoyó allí, como algo de un tamaño sobrenatural, con los pesados brazos cruzados sobre la balaustrada y un mechón de sus rojos cabellos colgando sobre la ancha frente pálida, mientras su mirada se concentraba en el punto donde las negras aguas giraban en el hueco de la escalera.