Exhaustos, permanecieron sentados uno al lado del otro y pasó mucho tiempo antes de que intercambiaran palabra. Titus había convencido a Fucsia para que se quitara el largo vestido rojo, lo había escurrido y lo había tendido ante el fuego que había vuelto a encender. Deseaba marcharse de la cueva. Ahora sólo era roca muerta. Era asunto acabado. Pero Fucsia, mareada por el cansancio, no estaría en condiciones de emprender el viaje de regreso hasta al menos una hora después.
Mientras se paseaba por la cueva, Titus reparó en algunos pájaros muertos sobre un saliente de roca, pero no había vuelto a sentir hambre.
Entonces oyó la voz de Fucsia, muy baja y grave.
—Pensé que estarías aquí. Ya me encuentro mejor. Deberíamos volver. El agua está subiendo.
Titus fue rápidamente hasta la boca de la cueva. Era cierto. Corrían peligro. Lejos de remitir, la lluvia era más intensa que nunca y se acumulaba en unas formidables masas de nubes.
Volvió de prisa junto a su hermana.
—Les dije que habías perdido la memoria —dijo—. Les expliqué que ya te había pasado antes. Has de decir lo mismo. Nos separaremos cerca del castillo. Vamos.
Se puso de pie y se pasó el húmedo vestido rojo por la cabeza. Tenía el corazón desgarrado por la decepción. Había temido por la seguridad de Titus y arriesgado el pellejo por él, pero esperaba que se sentiría orgulloso de ella. Con lo que le había costado llegar, y todo para encontrarlo con… ¡la Criatura!
Aferrándose feroz y dolorosamente a su orgullo, se juró que nunca le preguntaría, nunca hablaría de ella. Siempre había creído que no había nadie tan próximo a Titus como ella o que, de haberlo, él se lo diría. Sabía que sólo era su hermana, pero tenía una fe ciega en que, aunque le hubiera desafiado con lo de Pirañavelo, él la necesitaba más de lo que ella había necesitado a Pirañavelo.
Titus la miró mientras se metía la andrajosa y fatídica camisa por los pantalones.
—Está muerta, Fucsia.
Ella alzó la cabeza.
—¿Quién? —murmuró.
—La muchacha salvaje.
—¿La… muchacha… salvaje…? ¿Tan de repente?
—El rayo.
Fucsia se volvió hacia la boca de la cueva y empezó a avanzar hacia la tormenta.
—Oh, Dios —susurró como si hablara para sí—. ¿Es que no hay más que muerte y brutalidad? —Y, sin volverse, pero alzando la voz, añadió—: No me cuentes nada, Titus, no me lo cuentes. Prefiero no saber nada. Vive tu vida y yo viviré la mía.
Titus se reunió con ella en la boca de la cueva. Ante ellos se abría un panorama aterrador. El paisaje estaba saturándose de agua. No había tiempo que perder.
—Sólo tenemos una posibilidad —dijo Titus.
—Lo sé —dijo Fucsia—. El túnel.
Salieron juntos y recibieron el peso de la cascada que manaba del cielo. A partir de ahí, su viaje fue una pesadilla de agua. Una vez tras otra se salvaron mutuamente del traicionero aguacero mientras avanzaban vadeando las aguas hacia la entrada del largo pasadizo subterráneo. Sufrieron un centenar de incidentes. Sus pies se engancharon en hiedras submarinas, tropezaron con arbustos sumergidos, junto a ellos cayeron al agua las ramas de los árboles y por poco no les golpearon o los hundieron. En varias ocasiones se vieron obligados a volver sobre sus pasos y a dar grandes rodeos allí donde las aguas eran demasiado profundas o pantanosas. Cuando al fin llegaron a la alta pendiente de la colina estaban casi ahogados. Pero el túnel seguía allí y, aunque el agua había empezado a filtrarse por su negra garganta, su alivio al verlo fue tal que, sin pensarlo, se abrazaron. Durante un fugaz instante, el tiempo retrocedió y volvieron a ser hermana y hermano en un mundo sin amarguras.
Habían olvidado que el túnel fuera tan largo, tan sumamente oscuro, tan saturado de barbarie vegetal, de raíces traicioneras y de inmunda podredumbre. A medida que se acercaban al castillo, el agua era más y más profunda, pues el paisaje que rodeaba Gormenghast formaba un declive gradual y los inmensos laberintos de desordenadas edificaciones se hallaban en el centro de una inconmensurable depresión.
Cuando al fin pudieron ponerse derechos y salieron del túnel y empezaron a vadear los corredores que llevaban a los Salones Vacíos, el agua les llegaba a la cintura.
Su avance era exasperantemente lento. Se abrían paso dificultosamente por el pesado elemento, con las aguas negras arremolinándose en torno a ellos. A veces subían escaleras y podían descansar un poco en el escalón más alto, pero no podían quedarse mucho, porque el agua no dejaba de subir. Fue una suerte que Titus estuviera familiarizado con la ruta que les condujo gradualmente hasta aquel lugar detrás de la gigantesca escultura por donde, hacía mucho tiempo, había escapado de Bergantín para perderse en aquellos húmedos pasadizos que en ese momento transitaban.
Al fin llegó, el alto detrás de la estatua. Titus iba delante y rodeó la base de la escultura y, asomándose con cautela, miró a derecha e izquierda del oscuro corredor. Estaba desierto, lo que no era de extrañar. Allí, como en todas partes, el agua se extendía como una enorme alfombra en lento movimiento. Resultaba evidente que el aguacero había penetrado por todas partes y que se había evacuado el piso inferior de Gormenghast. Su habitación estaba en la planta de arriba y la de Fucsia quedaba también por encima del nivel de las aguas. Fucsia se había reunido con él, y se disponían a internarse en el agua y emprender los caminos separados que les llevarían a sus respectivas habitaciones, cuando oyeron un chapoteo y Titus arrastró a su hermana hacia atrás. El sonido se repetía con regularidad y, cuando se hizo más fuerte, vieron en el agua el reflejo de una tenue luz roja que se acercaba desde el oeste.
Esperaron conteniendo el aliento y, al poco, vieron la chata proa de una batea o balsa estrecha que se deslizaba ante sus ojos. Un hombre más bien mayor iba sentado en un banco bajo en el centro. Sostenía en cada mano una corta pértiga que hundía simultáneamente a cada lado de la embarcación. No tenían que hundirse mucho antes de golpear la piedra del fondo e impulsar la batea con suavidad y sin prisas. En la proa había una linterna roja, y atravesada en la popa había un arma de fuego amartillada.
Tanto Titus como Fucsia habían visto a ese hombre antes. Era uno de los muchos centinelas o vigilantes que habían sido destacados para patrullar los pasadizos inferiores. Estaba claro que ni la tormenta ni la desaparición de Titus habían provocado una relajación de la búsqueda, día y noche, de la bestia de rostro bicolor.
En cuanto la luz de la linterna y su rojo reflejo se perdieron en la distancia, los hermanos vadearon el corredor hasta la escalinata más próxima.
Mientras la subían se dieron cuenta, incluso antes de alcanzar el primero de los extensos pisos, de que se había operado un gran cambio. Pues al alzar la mirada vieron, sobresaliendo por encima de la baranda de piedra, altas pilas de libros y muebles, tapices y vajillas, pilas de canastas con objetos más pequeños, alfombras y espadas, de tal modo que el rellano parecía un gran almacén o bazar.
Y tumbados en las mesas o repantigados en las sillas en todas las posturas de la fatiga posibles había un buen número de hombres exhaustos. Todavía se veían algunas linternas encendidas, pero nadie parecía despierto y nada se movía.
Pasando de puntillas junto a los durmientes y dejando sendos regueros de agua a su paso, Titus y Fucsia llegaron al fin a la bifurcación de dos corredores. No tenían tiempo para entretenerse o hablar, pero se detuvieron un momento y se miraron.
—Aquí nos separamos —dijo Fucsia—. No olvides lo que te he dicho. Perdiste la memoria y te descubriste en los bosques. Yo no te he encontrado. En ningún momento nos hemos visto.
—No lo olvidaré —dijo Titus.
Se dieron la espalda y, siguiendo caminos divergentes, desaparecieron en la oscuridad.