III

De pronto Titus supo que estaba solo en el suelo. La manga de la camisa continuaba apretada en su puño, pero la Criatura se había ido.

Había olvidado que existiera otro mundo, un mundo en el que tenía una hermana y una madre, en el que era conde. Se había olvidado de Gormenghast.

Y entonces oyó el agudo grito de escarnio que nunca olvidaría. Se levantó de un salto y corrió tambaleándose hacia la entrada de la cueva. Allí la vio, de pie bajo el aguacero, con el agua hasta las rodillas, desnuda como la lluvia. El rayo caía continuamente, ora iluminándola como si ella misma fuese una criatura de fuego, ora parpadeando sobre su cuerpo con una fosforescencia amarilla.

Mientras la miraba, una especie de éxtasis le arrebató. No sentía que la hubiese perdido, sino sólo el ciego y jactancioso orgullo de haber tenido entre sus brazos a aquella criatura desnuda que en ese momento volvía a chillar desdeñosamente en un lenguaje propio.

Era el fin. En el fondo, Titus sabía que no podía esperar nada más. Sus dientes se habían clavado en el oscuro corazón de la vida. La miró casi con indiferencia, porque todo formaba ya parte del pasado, y hasta el presente era insignificante frente a su orgulloso recuerdo.

Pero cuando, desde el corazón de la tormenta, se desató aquella ardiente llamarada y, abriéndose camino entre el deslumbrado diluvio, consumió a la Criatura como si fuera una hoja seca, y cuando Titus supo que el mundo la había perdido para siempre, algo en su interior se desvaneció, algo escapó o se consumió del mismo modo que ella se había consumido. Algo había muerto y desaparecido sin dejar rastro.

A los diecisiete años entró en un nuevo país. Era su juventud lo que había muerto. Su mocedad ya era cosa del recuerdo. Se había convertido en un hombre.

Se volvió sobre sus pasos y regresó junto a Fucsia, que se había recostado contra la pared. No pudieron decir palabra.

¡Qué penosamente humana era! Cuando separó los largos mechones que le cubrían el rostro y vio su indefensión y cuando ella le apartó la mano con la cansada desilusión de una mujer que le doblaba la edad, por primera vez fue consciente de su propia fuerza.

En un momento en el que debería estar destrozado por la escena que acababa de presenciar, por la muerte de su imaginación, descubrió que no sentía ningún pesar. Era él mismo. Era libre por primera vez. Había aprendido que existían estilos de vida distintos del de su gran hogar. Había completado una experiencia. Había vaciado la brillante copa de la aventura de un solo trago. El cristal de esa copa yacía hecho añicos en el suelo. Pero con la belleza y la fealdad, el hielo y el fuego de ella en la lengua y en la sangre podía empezar de nuevo.

La Criatura estaba muerta… muerta… el rayo la había matado pero, de no haber estado Fucsia presente, habría gritado de felicidad porque había crecido.