El efecto que su repentina aparición causó en la Criatura fue tan violento que Titus dio un paso atrás. Entorpecida por el nuevo atuendo, saltó a un lado de la cueva donde el suelo estaba sembrado de piedras y, como un relámpago, cogió una y se la tiró a Titus con brutal velocidad. Éste apartó la cabeza, pero la áspera piedra le rozó la mejilla y le lastimó y la sangre empezó a correrle por el cuello.
El dolor y la sorpresa que le inflamaron el semblante contrastaban con las inescrutables facciones de la Criatura. Pero era el cuerpo de Titus el que estaba quieto y el de ella el que se movía.
La muchacha había trepado por la pared de roca en su lado de la cueva y saltaba de cornisa en cornisa en un intento de rodear el tosco círculo de pared bajo la cúpula. Titus se interponía entre ella y la entrada del túnel y en ese momento la muchacha saltó a una posición desde la que podría balancearse por encima de Titus y dejarse caer del lado de la tormenta y, por consiguiente, huir.
Pero, percatándose justo a tiempo de lo que ella pretendía, Titus retrocedió un poco más en el túnel y le bloqueó así la vía de escape. Desde esa posición todavía podía verla. Frustrado su plan, la muchacha saltó de nuevo a una de las cornisas más altas que ya había usado y allí, cuatro metros por encima de Titus, con la cabeza perdida entre los helechos que colgaban del techo, posó la mirada en él sin que su pecoso rostro dejara traslucir ninguna expresión, aunque movía la cabeza continuamente de un lado a otro, como una víbora.
El efecto del golpe en la mejilla despertó a Titus de su éxtasis. Afloró su mal genio y su miedo hacia ella disminuyó, no porque la Criatura no fuera peligrosa, sino porque había recurrido a un método de combate tan vulgar como tirar una piedra. Eso era algo que no podía entender.
Si ella hubiese podido arrancar piedras del techo ahogado de helechos las habría arrancado y se las estaría tirando. Pero incluso mientras la miraba con irritado estupor, Titus sentía por ella un anhelo irracional porque ¿qué hacía sino desafiar, a través de él, al corazón de Gormenghast? Era justamente esa solitaria insurrección lo que primero le llenó de asombro y emoción. Y, aunque el escozor de su mejilla le enfurecía y le hacía desear zarandearla, golpearla y someterla, la gracia con la que volaba de una peligrosa repisa a otra con la larga prenda mojada golpeteando las rocas le había hecho desear sus pequeños pechos y sus esbeltos miembros. Deseaba aplastarlos y dominarlos. Y sin embargo, estaba furioso.
No alcanzaba a comprender cómo la muchacha había sido capaz de desplazarse por la pared de roca con la camisa entorpeciéndole los movimientos, y menos aún a tal velocidad. Las largas mangas aleteaban alrededor de sus manos, pero de algún modo se las arreglaba para asomar los dedos entre los pliegues, una y otra vez, para agarrarse a los salientes.
La muchacha se había detenido y aguardaba acuclillada en las sombras cercanas al techo. La tela mojada se le pegaba al cuerpo adoptando las formas de sus esbeltos miembros como si los hubiesen esculpido. Titus, que la miraba desde abajo, gritó de pronto con una voz que no parecía la suya:
—¡Soy tu amigo! ¡Tu amigo! ¿Es que no me entiendes? ¡Soy lord Titus! ¿Me oyes?
La cara semejante a un huevo de petirrojo lo miró por entre los helechos, pero no hubo más respuesta que lo que sonó como un lejano siseo.
—¡Escúchame! —gritó de nuevo Titus más fuerte que antes, aunque el corazón le latía con tanta violencia que apenas podía articular las palabras—. Te he seguido. ¿No me entiendes…?, te he seguido… ¡Oh!, ¿es que no me entiendes? Me he escapado… —Se acercó un paso más a la pared, de manera que la tuvo casi encima—… ¡Y te he encontrado! ¡Así que háblame, por lo que más quieras! ¿Por qué no dices nada?
Titus vio que la muchacha abría la boca y, en ese momento, podría haber sido un gigantesco fantasma, algo demasiado ajeno a este mundo para ser contenido en las dimensiones terrenas de aquella cueva, algo inconmensurable. Y su boca abierta le dio la respuesta a su pregunta.
—¡Pues habla! —gritó Titus—. ¿Por qué no hablas?
Y eso precisamente era lo que ella no podía hacer, porque el primer sonido que Titus le oyó proferir no guardaba ninguna relación con el habla humana. Ni tampoco su tono daba a entender que le estuviera contestando siquiera en un lenguaje propio. Fue un sonido solitario y aislado que no pretendía comunicar nada. Era interior y tenía una curiosa entonación.
Tan divorciado estaba aquel sonido innominado de los sonidos reconocidos de la garganta humana que a Titus no le cupo duda, no sólo de que ella era incapaz de emplear una lengua civilizada, sino además de que la muchacha no había comprendido una palabra de lo que le había dicho.
¿Qué podía hacer para demostrarle que no era su enemigo, que no tenía ningún deseo de vengar la sangre de su mejilla? Pensar en la herida le dio una idea y de inmediato se arrodilló, sin quitarle la vista de encima, y tanteó el suelo en busca de una piedra mientras los ojos de la muchacha seguían sus movimientos con la concentración de un gato. Titus percibía la tensión de su cuerpo, que vibraba bajo la camisa. Cuando sus dedos se cerraron sobre una piedra, se puso de pie y tendió la mano mostrando el proyectil en la palma abierta. Por fuerza debía darse cuenta de que estaba en disposición de lanzar la piedra contra ella. Mostró la piedra durante unos instantes y luego la tiró hacia atrás por encima del hombro. Al caer, el pedrusco resonó en la sólida roca de la pared que tenía detrás. Sin embargo, ninguna expresión cruzó el pecoso semblante. Lo había visto todo, pero Titus dudaba que hubiera tenido algún sentido para ella. Pero mientras la miraba, se dio cuenta de que la muchacha se aprestaba para cambiar de posición o realizar algún intento de huida. Durante una centésima de segundo, sus ojos se habían apartado fugazmente como para recordarse los puntos de apoyo cercanos y los salientes peligrosos, y de nuevo apartó los ojos del rostro del muchacho, pero esta vez se fijaron en algo que estaba detrás de Titus, al otro lado de la cueva. Rápido como el pensamiento, éste volvió la cabeza y vio algo de lo que se había olvidado por completo, esto es, las dos amplias chimeneas naturales que perforaban la roca y, a cuatro metros sobre la entrada, conducían al exterior.
Así que era aquello lo que intentaría hacer. Sabía que la muchacha no podría alcanzar aquellos respiraderos circulares desde donde estaba, pero si lograba rodear la cueva podría saltar desde el lado opuesto al cañón de la chimenea superior y de allí salir a espacio abierto donde, sin duda, se escabulliría por las paredes tapizadas de musgo gris y chorreantes de lluvia.
Porque la lluvia seguía cayendo con fuerza. Era el trasfondo inevitable de todo lo que hacían. Ya no eran conscientes del continuo bramido, de la voz del trueno o de los relámpagos intermitentes. Se habían convertido en algo normal.
Entonces, la Criatura saltó desde el lugar donde estaba acuclillada y en un instante se encontró en una ancha cornisa un par de metros a su derecha. No parecía haber realizado ningún esfuerzo muscular. Era puro vuelo. Pero, una vez allí, tiró de la camisa de Titus para sacársela por la cabeza, como si se desembarazara de una vela; sin embargo, durante el salto se le había enredado en el cuerpo y, momentáneamente cegada por los pliegues que le cubrían la cara, perdió pie en un instante de pánico y, calibrando mal la superficie de la cornisa, perdió el equilibrio y, con un grito ahogado, cayó al suelo.
Sin darse cuenta, cuando ella saltó a la cornisa más ancha, Titus la había seguido, como atraído por la magia de su movilidad, de manera que, cuando perdió el equilibrio, él estaba a pocos metros de donde la muchacha habría dado con sus huesos en el suelo. Antes de que hubiese caído una distancia mayor que su estatura, Titus ya se había colocado debajo con las rodillas flexionadas, los brazos alzados, las manos abiertas y la cabeza echada hacia atrás.
Pero lo que cogió era tan insustancial que, debido a la conmoción de su ligereza, cayó al suelo con ella en brazos. Las piernas se le doblaron por la sorpresa, como si les hubieran estafado el peso, por ligero que fuera, que estaban dispuestas a sustentar. Había cogido una pluma y ésta le había derribado. Aun así sus brazos se cerraron sobre el duende que se debatía entre la tela fría y húmeda y Titus la sujetó con furiosa energía con el peso de su cuerpo pues, al caer, habían rodado por el suelo y él la había forzado a quedar debajo.
No podía verle la cara, pues la envolvía estrechamente la camisa mojada, pero su forma estaba allí mientras la muchacha sacudía la cabeza de un lado a otro. Era como la cabeza de una estatua de mármol desgastada por el mar, sumergida durante siglos bajo innumerables mareas, excepto donde una franja del tejido tensa sobre la frente adoptaba la forma de las sienes. Titus, cuyo cuerpo se había fundido con su imaginación en una palpitante lujuria, la sujetó aún más brutalmente con el brazo derecho y tiró de la camisa con el izquierdo hasta que el rostro de la muchacha quedó libre.
Y era tan pequeño que Titus empezó a llorar. Era el huevo de un petirrojo y su cuerpo se debilitó cuando el primer beso virgen que temblaba en sus labios pidiendo ser liberado se desvaneció. Apoyó la mejilla en la de ella. La muchacha había dejado de moverse. Las lágrimas corrían por el rostro de Titus y sentía cómo humedecían la mejilla de ella. Levantó la cabeza. Había llegado muy lejos y sabía que no habría culminación. Sentía el vértigo de una especie de gloria.
La muchacha había vuelto la cabeza a un lado sobre el suelo y miraba fijamente algo. Su cuerpo se había puesto rígido. Durante un momento se había fundido y había sido como un arroyo en sus manos, pero se había vuelto de nuevo como el hielo.
Lentamente, Titus volvió la cabeza y allí estaba Fucsia, chorreando lluvia, con los cabellos empapados colgándole como serpientes por la cara y con las manos en ésta.