I

Fue el hambre lo que finalmente le despertó. Durante un rato, se quedó tendido con los ojos todavía cerrados, creyéndose en su habitación del castillo, y tampoco cuando los abrió y descubrió a su derecha la áspera pared de roca y a la izquierda una tupida cortina de helechos pudo recordar dónde se encontraba. Y entonces advirtió un sonido rugiente y al instante recordó que había escapado del castillo y caminado bajo una eternidad de lluvia hasta que llegó a una cueva…, a la cueva de Excorio…, a la cueva en la que en ese momento descansaba.

Fue entonces cuando oyó que algo se movía. No era un sonido alto y sólo su cercanía lo hacía audible por encima del atronador rugido de la tormenta.

Primero pensó que sería alguno de los animales, quizá una liebre, y su hambre le hizo incorporarse cautelosamente sobre un codo y entreabrir la larga lengua de helechos.

Pero lo que vio le hizo olvidar el hambre como si jamás hubiese existido, le hizo retroceder hasta el muro de roca con un sobresalto mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza. ¡Porque era ella! Aunque no como la recordaba. ¡Era ella! Pero ¡qué distinta!

¿Qué le había hecho su memoria a la muchacha para que el ser que estaba viendo fuese tan radicalmente distinto de la imagen que guardaba de ella?

Allí estaba, la Criatura, acuclillada y balanceándose sobre los talones, increíblemente pequeña. La temblorosa luz de un fuego recién encendido le iluminaba el cuerpo mientras ella hacía girar sobre las llamas un pájaro espetado y, diseminadas por el suelo, se veían las plumas de una urraca. ¿Era aquélla la poética golondrina, la acróbata de miembros ligeros?

¿Era aquella diminuta criatura agachada en el polvo como una rana, que se rascaba el muslo con una sucia mano del tamaño de una hoja de haya, era ella quien había flotado por su imaginación con ritmos arrogantes que abarcaban el universo?

Sí, era ella. La visión se había contraído hasta alcanzar las diminutas y tangibles proporciones de la inflexible chicuela; lo etéreo se había convertido en arcilla.

En ese instante, ella volvió la cabeza y el rostro que Titus vio le conmocionó y exaltó. Todo cuanto en él había de Gormenghast se estremeció, se estremeció y enardeció con una suerte de ira. Todo cuanto en él había de rebelde gritó de alegría, la alegría de contemplar la esencia del desafío. La confusión que le inflamaba el pecho era absoluta. El recuerdo que tenía de ella como una criatura grácil y orgullosa se hizo añicos. Ya no era cierto. Se había convertido en algo trivial, superficial y empalagoso. Orgullosa y vital, con plena conciencia de ello, era grácil tal vez mientras volaba, pero no en ese momento. No había nada grácil en el modo en que su cuerpo se acuclillaba sobre el fuego con animal desinhibición. Aquello era nuevo y terreno.

En ese momento Titus, que se había enamorado de una arrogancia y de unos miembros con la belleza estilizada de una golondrina y por ello había deseado violenta y temerosamente estrecharla entre sus brazos, tomó conciencia de la existencia de aquellas nuevas dimensiones, de aquella oscura realidad de pájaros muertos, plumas desparramadas, posturas animales y, por encima de todo, de la inconsciente originalidad que impregnaba todos sus gestos.

Ella había vuelto la cabeza y Titus había visto su rostro, absolutamente original. No es que poseyera alguna peculiaridad destacable en sus rasgos y proporciones, sino que constituía un evidente indicador de todo lo que ella era.

Y sin embargo, no era una especial movilidad de sus rasgos lo que expresaba la independencia de su vida. La línea de la boca raramente se alteraba, excepto cuando, al devorar el pájaro asado, mordía con innecesaria ferocidad. No, antes que expresivo, el rostro era más bien una máscara. Simbolizaba su manera de vivir, no sus pensamientos inmediatos. Tenía el color de un huevo de petirrojo y lo cubría la misma profusión de pecas. Llevaba los cabellos, negros y espesos, recortados un poco por encima de los hombros. Su cuello torneado se erguía sobre los hombros y era tan flexible que la líquida facilidad con que lo volvía recordaba a una serpiente.

Eran esos movimientos y los de los menudos hombros y la velocidad de los dedos lo que comunicaba a Titus con más intensidad que cualquier expresión facial la calidad de su fanática independencia.

Mientras la observaba, la Criatura arrojó los huesos de la urraca por encima del hombro y, hundiendo la mano en las sombras, sacó de la oscuridad que ella misma proyectaba la talla del cuervo. Dándole vueltas y más vueltas, la miró con atención, pero ni un vestigio de expresión asomó a su cara. Dejó el cuervo a su lado en el suelo, pero la tierra era irregular y la talla cayó de bruces. Sin un segundo de vacilación, lo golpeó con el puño cerrado, como un niño golpearía un juguete en un momento de enfado, y, entonces, poniéndose de pie en un solo movimiento fluido, lo apartó de su camino con un puntapié y el cuervo quedó tirado de lado contra la pared.

De pie, la muchacha se convirtió en algo distinto. Era difícil reconciliarla con la criatura que había estado acuclillada junto al fuego. Se había transformado en un arbolillo. Tenía la cabeza vuelta hacia donde la lluvia caía a raudales, a la entrada de la cueva. Durante un momento, miró la anegada abertura sin mostrar ninguna expresión y luego se dirigió hacia ella, pero al tercer paso se detuvo con el cuerpo tenso y su cabeza giró sobre su cuello. Sus hombros no se habían movido pero, mientras volvía la cabeza, sus ojos escrutaron veloces las paredes de la cueva. Algo la había inquietado.

Su cuerpo esbelto estaba preparado para una acción inmediata. De nuevo sus ojos volaron sobre las paredes atravesando las sombras y, durante un momento, detuvieron su vuelo y, desde su oscuro nicho, Titus vio que la muchacha había descubierto su camisa, empapada y rota, tirada en el suelo.

La muchacha se dio la vuelta y, con un paso a la vez ligero y aprensivo, se acercó a la prenda, que yacía en medio del charco que ella misma había creado. Se acuclilló junto a la camisa y volvió a ser una rana, una criatura casi repulsiva. Sus ojos no dejaban de recorrer la cueva con sospecha y, durante unos instantes, se demoraron en los helechos gigantes que, arqueándose sobre Titus, lo ocultaban entre sus sombras.

Girando la cabeza, miró hacia la boca de la cueva, pero sólo durante un segundo, pues con el siguiente movimiento recogió la camisa y la sostuvo ante sus ojos. El agua chorreaba de los pliegues de la prenda y ella empezó a retorcerla con una fuerza sorprendente y luego la extendió sobre el suelo y la miró con la inexpresiva cabeza ladeada como la de un pájaro.

Medio entumecido por su incómoda postura, Titus se vio forzado a tumbarse para descansar los brazos y estirar la pierna. Cuando volvió a incorporarse sobre un codo, la muchacha ya no estaba junto a la camisa, sino de pie a la entrada de la cueva. Sabía que no podía quedarse donde estaba para siempre. Antes o después tendría que revelar su presencia… y estaba a punto de ponerse de pie sin importarle las consecuencias cuando el resplandor del relámpago le mostró la silueta de la Criatura recortada contra la luz, con la espalda ligeramente arqueada y la cabeza echada hacia atrás para recibir el chorro de lluvia translúcida que, dorada como el relámpago, le caía directamente en la boca vuelta hacia arriba. Durante esa fracción de segundo fue una criatura recortada en papel negro, con el contorno de la cabeza meticulosamente trazado y la boca abierta de par en par, como si quisiera beberse el cielo.

Y entonces se hizo la oscuridad y Titus la vio salir de las sombras y volverse cada vez más visible a medida que se aproximaba a los rescoldos del fuego. Era evidente que la camisa la fascinaba, porque, al llegar junto a ella, se detuvo y la miró, ora desde un ángulo, ora desde otro. Finalmente, la cogió del suelo y, pasándosela por la cabeza y metiendo los brazos en las mangas, se la puso y se quedó allí de pie como si vistiera un camisón.

Titus, cuya concepción de la Criatura había ido de un extremo a otro de su mente, de manera que ya no sabía si era rana, serpiente o gacela, fue incapaz de asimilar la extraña transfiguración que se alzaba a pocos pasos de él.

Todo lo que sabía era que aquello que había buscado tan ávidamente estaba con él en la cueva; que, como él, se había refugiado allí de la tormenta y ahora, como una niña, miraba la camisa que le caía en húmedos pliegues casi hasta los tobillos.

Y olvidó lo que en ella había de salvaje, olvidó su ignorancia, la sangre impura y la velocidad. Sólo veía la inmovilidad. Sólo veía la gracia engañosa de su cabeza inclinada hacia delante. Y, viendo sólo esto, apartó los helechos y se puso de pie.