SESENTA Y SIETE

Mientras Titus dormía, un zorro empapado y algunos pájaros que se posaron en los salientes de roca cercanos al techo abovedado se sumaron a los pequeños animales del bosque. Tendido bajo la cortina de helechos, el muchacho resultaba casi invisible. Su sueño era tan profundo que los rayos que habían empezado a juguetear en el cielo e iluminaban la boca de la cueva no le afectaban. El trueno, cuando sonaba, era igualmente incapaz de despertarlo, aunque era cada vez más potente. Pero se acercaba sin pausa, y el último de aquellos bramidos de toro le hizo revolverse en sueños. Había caído la tarde, pero la atmósfera se había ensombrecido de tal modo que había menos luz en ese momento que cuando Titus se sentó sobre la «atalaya» de piedra.

El volumen del bramido y del siseo de la lluvia aumentaban sin cesar y el ruido del agua golpeando las piedras y la tierra fuera de la boca de la cueva sólo permitía oír los truenos más potentes. Sentada sin moverse, una liebre con las orejas replegadas sobre el lomo no le quitaba la vista de encima al zorro. La cueva estaba llena del estruendo de los elementos y, sin embargo, reinaba en ella una suerte de silencio, un silencio dentro del ruido: el silencio de la quietud, porque nada se movía.

Cuando el siguiente relámpago desolló el paisaje, arrancándole el negro pellejo de manera que toda su anatomía se viera expuesta al aluvión de luz, los reflejos de aquella luz cegadora bailotearon sobre los muros de la cueva y pájaros y bestias relumbraron como tallas radiantes entre los radiantes helechos y sus sombras se extendieron sobre los muros y se contrajeron de nuevo como si estuviesen hechas de goma elástica. Y Titus se removió bajo la arcada de gigantescas hojas lanceoladas que lo protegían del pasajero resplandor, por lo que no se despertó y no pudo ver que la Criatura estaba en la boca de la cueva.