Le despertó el retumbar del primer trueno. Había en el ambiente oscurecido una luz sombría que sólo podía proceder de un amanecer lejano asfixiado por las nubes. Y, a la voz del trueno, empezaron a caer las grandes lluvias.
El peligro de la situación se hizo evidente de inmediato. Aquél no era un chaparrón cualquiera. Incluso los primeros frutos del cielo azotaban y levantaban el polvo del suelo con brutal deliberación.
El aire parecía salir de un horno. Titus se levantó de un salto, como si lo hubiesen pinchado con un palo. El cielo bullía y retumbaba. Las nubes bostezaban como hipopótamos; unos profundos agujeros o embudos se abrían y cerraban como bocas aquí y allí.
Reanudó la carrera en medio de una especie de penumbra. Las formas de árboles y rocas aparecían de pronto ante él y lo obligaban a doblar bruscamente a derecha e izquierda, pues no eran visibles hasta que los tenía encima.
Su objetivo inmediato era alcanzar los apretados árboles de la linde del bosque de Gormenghast, porque sólo bajo sus ramas podía resguardarse de la lluvia. Esta siseaba sobre el ralo follaje que le rodeaba, que no ofrecía ninguna protección, ni siquiera de aquel primer chaparrón de la tormenta.
A pesar de su violencia inicial, la lluvia no sugería ninguna sensación de apremio. Transmitía la impresión de que en el vasto cielo existía una reserva inagotable de energía.
Y mientras avanzaba a trompicones bajo la lluvia que se derramaba desde el dosel de hojas, un rayo se adelantó como un batidor a caballo e iluminó el terreno y, durante un momento, el mundo fue de acero mojado.
En ese instante, sus ojos recorrieron el paisaje centelleante y, antes de que la vasta oscuridad se impusiera de nuevo, alcanzó a ver un par de pinos solitarios sobre una colina rocosa. Reconoció el lugar de inmediato, pues el viento había partido uno de los pinos, que había sido recogido por las ramas superiores de su hermano.
Nunca había trepado a aquellos pinos ni se había cobijado bajo su sombra ni había escuchado el murmullo de sus agujas, pero le eran más que familiares porque, hacía años, los miraba cada vez que salía del largo túnel, el túnel que discurría desde los Salones Vacíos hasta apenas un kilómetro y medio de la cueva del señor Excorio.
Al ver los pinos a la luz de los relámpagos, el corazón le dio un vuelco. Pero la oscuridad cayó de nuevo y al momento quedó patente lo difícil que sería no sólo llegar a los pinos, sino desviarse en ese punto hacia la boca del túnel. Cuando los alcanzara, se encontraría en un lugar donde nunca había estado, pues, en el instante en que reconoció aquellos árboles, advirtió también que el resto del deslumbrante panorama le era desconocido. En la oscuridad, había seguido un camino extraño.
Pero aunque, a pesar de que la luz aumentaba por momentos, seguramente sería difícil saber hacia dónde avanzar cuando al fin llegara a los pinos (pues, naturalmente, sería imposible ver la boca del túnel que miraba hacia la cueva), era inútil demorarse en aquellas dificultades y, cambiando de dirección, Titus echó a andar por el terreno cubierto de ásperos hierbajos, ya anegados por el agua. El agitado «lago» le llegaba a los tobillos y el agua le salpicaba todo. Lo que antes fueran hilos de lluvia ya no eran hilos, ni siquiera cuerdas. El agua caía a borbotones, como si hubieran abierto un grifo al máximo o la estuviesen bombeando. Y sin embargo, persistía el terrible bochorno del aire, aunque el agua tibia que le chorreaba por el cuerpo mitigaba el calor.
Más allá de las empapadas praderas y de los bosquecillos de alisos, más allá de las pedregosas colinas peladas, donde empezaban a formarse grandes estanques, más allá de las viejas minas de plata y las canteras de grava, más allá de todo esto, en una zona de terreno más áspero que el que había encontrado hasta entonces, Titus tropezó por fin con un grupo de rocas gigantescas.
Para entonces la luz había conseguido filtrarse a través de las negras nubes cargadas de agua y, cuando trepó al lomo de la roca más grande, pudo ver los dos pinos, no a su derecha, donde esperaba encontrarlos, sino justo delante de él.
Pero no necesitaba acercarse más a ellos. No podría haber descubierto mejor observatorio que la roca sobre la que se hallaba. Ni le hacía falta forzar la vista para localizar accidentes del paisaje que le permitiesen determinar la posición de la boca del túnel. Porque allí, al este, a poco más de un kilómetro de distancia, se alzaba la alta hilera de árboles que dominaba las pendientes de grava verde que, cubiertas de toda clase de vida vegetal, descendían escalonadamente hacia donde, entre las rocas del valle, canturreaba el arroyuelo que Excorio había represado y que discurría a menos de un tiro de piedra de la que había sido la cueva del exiliado.
La sombría luz de la mañana ganaba fuerza y la lluvia, a través de cuyas sólidas cortinas había resultado imposible reconocer ningún objeto, empezó a remitir. Quedaba descartado que la lluvia quisiera darse un respiro y mucho más que el cielo se estuviese quedando sin agua. No, era sólo que las nubes retraían sus garras en las negras almohadillas de la tormenta como una bestia salvaje retrae sus zarpas sin más motivo que el de saborear la contracción.
No obstante, la lluvia seguía cayendo. Una masa de agua había quedado retenida, pero era imposible detener el desbordamiento. Titus ya no la notaba. Era como si siempre hubiese vivido en el agua.
Se sentó en la roca, prisionero de la mañana como una mosca atrapada en ámbar. A su alrededor, la lluvia que rebotaba en la chata superficie de la roca lanzaba al aire sus furiosas fuentes y borboteaba en las escarpadas pendientes. ¿Qué hacía allí, calado hasta los huesos, lejos de su hogar? ¿Por qué no estaba asustado? ¿Por qué no estaba arrepentido y avergonzado?
Estaba allí sentado, solo, con los brazos alrededor de las piernas encogidas y la barbilla sobre las rodillas, una cosa diminuta bajo aquellos continentes de nubes desbordadas.
Sabía que no era un sueño, pero era incapaz de librarse de la naturaleza onírica de todo aquello. La realidad estaba en él, en su anhelo de experimentar el terror de lo que ya consideraba amor.
Había oído hablar del amor, había intentado averiguar lo que era. No sabía nada del amor, y en cambio lo sabía todo. ¿Cuál, si no el amor, era la causa de su situación?
La cabeza vuelta, los miembros flotantes… pero no era la belleza. Era el pecado contra el mundo de sus padres. ¡Era su arrogancia! ¡Era su malicioso descaro! ¡Era la afrenta! ¡Era que Gormenghast no significaba nada para aquella muchacha flexible como un junco!
Sin embargo, no era tanto que ella fuera la expresión externa de todo lo que para él significaba la palabra «libertad» o que su yo físico y lo que ella simbolizaba se hubiesen fundido en una sola cosa; no era sólo eso lo que embriagaba a Titus; era algo más que una excitación abstracta lo que hacía temblar su cuerpo cuando pensaba en ella. Deseaba tocar aquellos miembros ligeros. Ella representaba para Titus la fantasía, la libertad. Pero era algo más que estas cosas. Era una criatura que respiraba el mismo aire que él y pisaba el mismo suelo, aunque hubiera podido ser fauno, tigresa, polilla, pez, halcón o vencejo. De haber sido cualquiera de esos seres no sería más distinta de él de lo que ya lo era. Se estremeció al pensar en esa disparidad. No era cercanía o semejanza ni afinidad o expectativa de ella lo que atraía a Titus. Era la diferencia lo que importaba, una diferencia que clamaba al cielo.
Y la lluvia seguía cayendo, rápida y entibiada por la tórrida atmósfera que atravesaba. Titus miraba los árboles que coronaban la prolongada colina bajo cuya sombra estaba la cueva. Unas cuantas millas al oeste, un enorme borrón mostraba el lugar donde se alzaba la Montaña de Gormenghast. Se veía marcada por las barras verticales de lluvia, como si fuera un animal enjaulado.
Titus se puso de pie, bajó de la roca y, al punto, sintió miedo. Le habían sucedido demasiadas cosas en poco tiempo. El recuerdo de la cueva le trajo el recuerdo de Excorio, y del recuerdo de Excorio tal como lo había visto por primera vez en su cueva brotó la imagen de aquel fiel servidor con un cuchíllo clavado en el corazón y la infame habitación donde sus tías yacían una al lado de la otra. Y el rostro de Pirañavelo flotó entre las líneas de lluvia, con su terrible dibujo en blanco y rojo como una máscara de alguna danza macabra expandiéndose y contrayéndose, los hombros, enjutos y muy altos, y por espacio de unos treinta y cinco metros Titus corrió, mareado, y más de una vez volvió la cabeza atrás y escrutó la lluvia a diestro y siniestro.
El trayecto hasta la cueva era largo, pero lo hubiera recorrido aunque no hubiera estado diluviando. Pensaba en ella como en un punto central desde el que aventurarse por los bosques y al que regresar.
Pero cuando la alcanzó, dudó en entrar. La vieja boca de piedra bostezaba, vacía. Ya no era como la recordaba. Era un lugar abandonado.
Por encima de la cueva, la colina ascendía en quebradas gradas de roca empapada, cubiertas de una apretada masa de helechos y arbustos e incluso de árboles que se inclinaban fantásticamente hacia el vacío.
Titus elevó la vista hacia donde las alturas superiores se perdían entre las nubes, pero sus ojos se vieron atraídos de nuevo a la boca de la cueva.
Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, en una posición característica que indicaba que estaba dispuesto a embestir a cualquier enemigo que pudiera presentarse. Sus indescriptibles cabellos parecían negros por la lluvia y se le pegaban al rostro.
Por un momento, el aire melancólico de la entrada apagó su deseo de volver a ver el lugar. Se había detenido a unos cuatro metros de la boca y divisaba entre la lluvia el oscuro y seco túnel que conducía al espacioso interior.
Mientras permanecía allí, vacilante, con la cabeza adelantada y las ropas chorreantes que se le pegaban al cuerpo como algas, se hizo patente lo mucho que lo habían cambiado los últimos meses. Sus ojos eran todavía tan claros como el agua de manantial y había en ellos una chispa de obstinación, pero su habitual gesto ceñudo había creado un surco permanente entre ellos. Allí se le había formado un nido de arrugas casi imperceptibles. Las infantiles proporciones de su rostro evidenciaban claramente que no tenía más de diecisiete años, pero la sombría expresión que había devenido tan típica de él era más propia de alguien que le doblara la edad.
Esta oscuridad de su rostro no era en modo alguno resultado de experiencias trágicas o tristes. Había vivido sus momentos de soledad, de miedo, de frustración y, recientemente, de horror, pero, como cualquier otro niño, había gozado de dorados días de despreocupación, de risas y emociones. No era un acobardado y pesaroso hijo del infortunio. Si acaso, era demasiado vital, demasiado consciente. Era eso lo que, finalmente, lo había obligado a llevar una máscara, a mirar ceñudo a sus condiscípulos mientras, en el mismo momento, su corazón latía con violencia y su imaginación corría desbordada. Fruncía el ceño porque así conseguía que lo dejaran solo. Y cuando estaba solo podía dedicarse a cavilar durante horas sobre su suerte, entregarse a nocivos y desenfrenados arrebatos de rebelión contra su herencia y contra el ritual que tanto le molestaba; y, a la inversa, podía sentarse en su pupitre tranquilamente mientras sus pensamientos volaban sobre los dominios de Gormenghast y maravillarse de todo lo que Gormenghast era y de que se tratara de su mastodóntico legado.
Su vitalidad física había encontrado una vía de escape en la solitaria exploración del castillo y la campiña circundante, pero eran las expediciones de su imaginación, de sus ensoñaciones, las que lo alejaban cada vez más de la compañía de los otros.
Era prácticamente huérfano. Que, en el fondo, demasiado profundamente para que ni ella misma lo reconociera, su madre albergara una extraña necesidad de él como hijo del Linaje no le servía de nada, pues no tenía conocimiento de ello.
La soledad no era nueva para él. Pero desafiar a su madre y a sus súbditos como lo había hecho ese día sí era una novedad y la conciencia de su traición provocó que, por primera vez desde que escapó del balcón de los Tallistas, sintiera una terrible soledad. Soledad no sólo porque estaba lejos de su hogar, sino por la conciencia de su aislamiento interior.
Dio un paso hacia la cueva. La apretada lluvia que le caía sobre la cabeza le había aplastado los cabellos y su cráneo mostraba su forma como si fuera un peñasco. Sus mejillas algo rollizas, su nariz chata y su ancha boca distaban mucho de ser hermosas pero, contenidas en el óvalo de la cara, revelaban una especie de sencilla armonía original y agradable a la vista.
Sin embargo, su hábito de encapotar y fruncir el ceño para ocultar sus sentimientos hacía que pareciera mayor de sus diecisiete años, y se hubiera dicho que era un hombre joven y no un muchacho quien se acercaba a la cueva. Apenas decidió no esperar más y franqueó el tosco arco natural, le sorprendió verse libre del golpeteo de la lluvia. Hasta tal punto se había acostumbrado a él que, allí de pie en el polvo seco bajo el techo abovedado del túnel, sintió un repentino bienestar, como si le hubieran quitado un peso de encima.
Y entonces otra oleada de fatiga se abatió sobre él y no pudo pensar en nada que no fuera dormir en un lugar seco. Dentro de la cueva, la atmósfera era cálida, pues, a pesar de su violencia, la lluvia no había logrado aliviar el calor. Ansiaba tumbarse, con su recién estimada ligereza en el cuerpo, y sin que nada le cayera encima desde las alturas, dormir eternamente.
Ahora que estaba en el interior de la cueva, el melancólico ambiente de abandono había perdido intensidad. Quizá estaba demasiado cansado, y sus emociones, demasiado embotadas para tener conciencia de tales sutilezas.
Cuando llegó a la gran cámara interior, espaciosa, con sus repisas naturales y sus frondosos helechos, apenas podía mantener los ojos abiertos. Apenas notó que varios animalillos del bosque se habían refugiado allí y, sentados en los salientes de piedra o acurrucados en el suelo cubierto de helechos, lo observaban con ojos brillantes.
Se arrancó del cuerpo las ropas pegadas como un autómata y, tambaleándose hasta un oscuro rincón de la cueva, se tendió bajo los brazos arqueados de un gran helecho y cayó en un sueño incontenible.