SESENTA Y CUATRO

Aquella noche en el balcón, su madre se sentó a su derecha, como una enorme desconocida, y el Poeta, figura extraña, a su izquierda. Debajo se extendía un vasto campo de rostros alzados. Delante, a lo lejos y fuera del alcance del resplandor de la gran hoguera, la Montaña apenas era visible contra el cielo oscurecido.

Se acercaba el momento en que debía invitar a los tres Tallistas triunfantes a adelantarse y en que él izaría las tallas con una cuerda y las colocaría donde la multitud pudiera verlas bien.

Las llamas de la hoguera en torno a la cual se congregaba la multitud se elevaban hacia el cielo. Su insaciable calor ya había reducido a cenizas un centenar de sueños.

Mientras miraba, uno de los doce vándalos hereditarios arrojó al aire un glorioso tigre con la rugiente cabeza echada hacia atrás y las cuatro patas recogidas bajo el vientre. Las llamas extendieron sus brazos para recibirlo y luego se enroscaron en torno a él y comenzaron a devorarlo.

Su deseo de escapar asaltó a Titus con una fuerza súbita y elemental. Detestaba el descomunal derroche que se estaba desarrollando a sus pies. El calor de la noche le mareaba. La proximidad de su madre y del distraído Poeta lo intranquilizaba. Sus ojos se volvieron a la Montaña de Gormenghast. ¿Qué había más allá de ella? ¿Había otra tierra…? ¿Otro mundo? ¿Otra forma de vida?

¡Si abandonara el castillo! La idea de hacerlo lo hizo temblar con una mezcla de miedo y excitación. Su pensamiento era tan revolucionario que miró de soslayo a su madre para ver si había oído las elucubraciones de su mente.

¡Si abandonara Gormenghast! Era incapaz de aventurar las implicaciones que tal cosa conllevaría. No conocía ningún otro lugar. Había pensado antes en escapar. Escapar como idea abstracta. Pero nunca había considerado seriamente adónde escaparía o cómo viviría en algún lugar donde nadie le conociera.

Y entonces lo invadió un miedo sedicioso a no ser en realidad una persona de importancia, el miedo a que Gormenghast no fuera de importancia y que ser conde e hijo de Sepulcravo, descendiente directo del Linaje, fuera algo sólo de interés local. La idea era sobrecogedora.

Alzó la cabeza y miró más allá de los miles de rostros de debajo. Asintió con una inclinación de la cabeza en una suerte de pomposa aprobación mientras una nueva talla era arrojada a la gran hoguera. Contó una veintena de torreones a su izquierda. «Todos míos», se dijo, aunque las palabras resonaron huecamente en su cabeza, pero, de pronto, sucedió algo que impulsó su terror y su esperanza hacia las alturas, que lo llenó de una alegría tan grande que no la podía contener, que lo zarandeó y lo libró de indecisiones arrojándolo a una tierra iluminada por un resplandor turbulento y cruel, de negros calveros y de una magia insoportable.

Pues, mientras miraba, algo sucedió con gran rapidez. Un cuervo negro como el carbón, de plumas exquisitamente cinceladas y cabeza ladeada y cuyas garras aferraban una nudosa rama, estaba a punto de ser arrojado a las llamas cuando, mientras él miraba como en sueños, una ondulación en la silenciosa y sofocada multitud mostró el lugar donde una solitaria figura se abría paso con insólita celeridad. El vándalo hereditario había agarrado el cuervo de madera por la cabeza y echado el brazo hacia atrás. Las llamas saltaban y crepitaban y le iluminaban la cara. El brazo se adelantó, los dedos aflojaron la presa y el cuervo surcó el aire girando sin cesar en dirección al fuego cuando, tan rápido e impredecible como el curso de un sueño, algo saltó de entre el cuerpo de la multitud iluminada por el fuego y, con una mezcla indescriptible de gracia y ferocidad, sujetó el cuervo en el aire en el cenit de su salto y, levantándolo por encima de su cabeza, continuó sin pausa o lapso en su soberbio ritmo de vuelo y, aparentemente flotando sobre el muro cubierto de hiedra, desapareció en la noche. Durante más de un minuto, nada se movió. Un terrible desconcierto atenazaba a los testigos. La conmoción individual que todos sufrían se veía intensificada por el estado de aturdimiento de la masa. Había sucedido algo impensable, algo tan flagrante que la cólera que no tardaría en manifestarse quedaba contenida, por así decir, por un muro de desconcierto.

Semejante profanación de una ceremonia sagrada no tenía precedente.

La condesa fue una de las primeras en reaccionar. Por primera vez desde la huida de Pirañavelo, la movía una ira descomunal que nada tenía que ver con el rebelde de rostro rojiblanco. Se puso de pie y, aferrando la balaustrada con mano de hierro, escrutó la noche. La aglomeración de nubes colgaba del cielo con una terrible cercanía y peso cada vez mayor. El aire sudaba. La multitud empezó a murmurar y a moverse como abejas en una colmena. Bajo el balcón sonaron algunos gritos airados, próximos, brutales, terribles.

¿Qué era la muerte de unos pocos hierofantes a manos de Pirañavelo comparada con aquella puñalada en el corazón del castillo? El corazón de Gormenghast no era su guarnición ni sus pasajeros moradores, sino ese algo invisible que ahora había sido herido ante sus ojos. Los gritos se alzaban y las hinchadas nubes empujaban hacia abajo y Titus, el último en moverse, volvió la mirada hacia su madre en una pasada de soslayo. Mareado por la tensión, se levantó despacio.

Sólo él de cuantos se habían visto fundamentalmente afectados por el profano insulto a la tradición lo estaba por motivos personales. La conmoción que había sufrido era única. Titus no había sido arrastrado al torbellino de la conmoción general. Estaba solo en su singular excitación. Nada más ver a aquella vivaz criatura, se sintió transportado en un instante a un día pasado, un día en el que ya había dejado de creer y que había relegado al mundo de los sueños: el día en que, entre los espectrales robledos, había visto, o creyó ver, una criatura llevada en alas del aire, con la pequeña cabeza vuelta hacia un lado. Hacía tanto tiempo… Se había convertido en poco más que una neblina de su mente, un vapor.

Pero era ella. No había duda de que todo había sido real. La había visto antes, cuando, perdido en el robledal, había pasado junto a él flotando como una hoja. ¡Y ahí estaba de nuevo! Más alta, por supuesto, del mismo modo que él lo era también, pero no menos ligera, no menos sobrenatural.

Recordó cómo la efímera contemplación de la criatura había despertado en él la conciencia de la libertad. Pero ¡cuánto más ahora! A pesar de que el calor del aire era terrible, tenía el espinazo helado por la excitación.

Volvió a mirar alrededor con una astucia que no era propia de su carácter. Todo seguía como antes. Su madre estaba todavía a su lado, con las grandes manos sobre la balaustrada. La hoguera rugía y escupía rojas ascuas al aire oscuro y sofocante. Alguien entre la multitud gritaba: «¡La Criatura! ¡La Criatura!», y otra voz repetía con espantosa regularidad: «¡Lapidadla! ¡Lapidadla!». Pero Titus no oía nada de esto. Retrocediendo despacio, al fin se dio la vuelta y, en unos pocos pasos, se plantó en la habitación que había tras el balcón.

Entonces echó a correr, cada zancada un crimen. Corrió por oscuros pasadizos en cualquiera de los cuales muy bien podía acechar Pirañavelo con su rostro de caballo pío. Le dolía la mandíbula de excitación y miedo. La ropa se le pegaba a la espalda y los muslos. Doblando incontables esquinas, a veces extraviándose y chocando otras con las toscas paredes, encontró por fin un tramo de anchos peldaños que llevaba al exterior. A su derecha, a kilómetro y medio de distancia, la luz de la hoguera se reflejaba en las nubes abultadas que pendían sobre ella como las espectrales colgaduras del lecho de una bruja.

Ante él, la noche ocultaba la Montaña de Gormenghast y las amplias pendientes del bosque, pero corrió hacia ellas como un ave migratoria vuela ciegamente a través de la oscuridad hacia el país que necesita.