SESENTA Y TRES

El Día de las Tallas Brillantes estaba al caer. Los Tallistas habían dado los toques finales a sus creaciones. La expectación en el castillo era todo lo intensa que podía esperarse pues, al mismo tiempo, la terrible conciencia de que Pirañavelo podía volver a atacar en cualquier momento ocupaba la mayor parte de los pensamientos. Porque el hombre de rostro bicolor había atacado con precisión cuatro veces en los últimos ocho días y, en cada uno de los casos, se había encontrado un pequeño guijarro junto a los cráneos fracturados de las nuevas víctimas, o alojados en el hueso, sobre los ojos. Estas muertes, tan malignas por su falta de propósito, se produjeron en distritos tan distantes uno de otro que no proporcionaron ninguna pista sobre el posible paradero del escondrijo del homicida. Su mortífero tirachinas había sembrado un frío terror por todo Gormenghast.

Pero, a pesar del miedo predominante, la inminencia del tradicional Día de las Tallas había aportado a los corazones de los habitantes una suerte de animación de carácter menos terrible. Se volvieron con alivio hacia aquella ancestral ceremonia como si se tratara de algo en lo que podían confiar, pues se había celebrado cada año desde que tenían memoria. Se volvieron hacia la tradición como un niño se vuelve a su madre.

El largo patio donde tendría lugar la celebración había sido fregado y vuelto a fregar. El tintineo metálico de los baldes, el siseo y chapoteo del agua, el sonido de los cepillos habían resonado en el angosto patio, un amanecer tras otro, durante la última semana. La alta muralla meridional estaba especialmente inmaculada. El andamiaje al que los fregones se habían encaramado como monos mientras hurgaban entre las toscas piedras, raspando los intersticios y eliminando con agua hasta el último vestigio del polvo acumulado en grietas y nichos, ya había sido retirado. La piedra centelleante de esta muralla ofrecía una majestuosa perspectiva y, flanqueándola en toda su longitud a metro y medio del suelo, sobresalía la repisa de los Tallistas. La sólida repisa o estribo era de tan espléndida anchura que hasta la más grande de las tallas polícromas cabía holgadamente en ella. Ya la habían encalado en preparación del gran día, al igual que la porción de muro sobre ella, hasta una altura de cuatro metros. Las plantas y enredaderas que, en el curso del pasado año, habían conseguido colarse entre las piedras, fueron cortadas, como era habitual, a ras de la piedra.

Era allí, en aquel patio tan artificialmente lustroso, donde los Tallistas de las Moradas de Extramuros se derramarían como una marea oscura y harapienta, cargando sobre los hombros o en los brazos sus pesadas tallas de madera o, si la obra pesaba demasiado para un solo hombre, ayudados por sus familias. Los niños corretearían alrededor, descalzos, con los negros cabellos sobre los ojos, y sus voces agudas y excitadas cortarían el aire como estiletes.

Porque el aire estaba cargado de un peso opresivo. La brisa que pudiera haber se desplazaba, tórrida, como abanicada por las alas apolilladas de algún pájaro enorme y enfermizo.

Aquella atmósfera sofocante intensificó aún más el terror a Pirañavelo y, por esa razón, la ceremonia de las Tallas Brillantes se esperaba con más impaciencia, pues era un alivio para mente y espíritu enfrascarse en algo cuyo único fin era la belleza.

Sin embargo, a pesar de la consumada factura y la fluida delicadeza de las tallas, no había amor entre sus celosos autores. Las rivalidades entre familias, los viejos agravios, un centenar de amargas disputas, se recordaban sin excepción en aquella ceremonia anual. Las viejas heridas volvían a abrirse o se enconaban. Belleza y amargura coexistían una junto a otra. Unas manos envejecidas semejantes a garras y agrietadas por largos años de ingrato trabajo sostenían en alto un delicado pájaro de madera con las alas, delgadas como el papel, extendidas para el vuelo y una mancha carmesí flameándole en el pecho.

La penúltima tarde todo quedó listo. El Poeta, ya Maestro del Ritual en plenas funciones, había llevado a cabo su último recorrido de inspección acompañado por la condesa. En la mañana del siguiente día se abrieron las puertas de la Muralla Exterior y los Tallistas Brillantes enfilaron el sendero de cinco kilómetros que llevaba al Patio de los Tallistas.

A partir de ese momento, el día floreció como un rosal, con sus cien capullos y sus mil espinas. El gris Gormenghast se inyectó en sangre, se inundó de oro, tomó el frío de azules tan diversos como el azul de las flores y las aguas se tiñeron con toda clase de verdes, desde el oliva al verdemar, y de suntuosos ocres; los tonos de la tierra y el aire llamearon y refulgieron, temblaron en las aguas.

Y ahí venían los oscuros e irritables mendigos, cargando en los brazos aquellas sólidas figuras. Al caer la tarde, la larga repisa de piedra estaba cargada de sus formas coloreadas, sus pájaros, sus bestias, sus fantasías, sus saltamontes gigantes, sus reptiles y sus ritmos de hoja y flor, sus cien cabezas que se volvían sobre sus cuellos, que se inclinaban o se erguían sobre los hombros con más orgullo que cualquier cabeza de carne y hueso.

Allí estaban, formando una larga fila expectante cuyas sombras se proyectaban en el muro meridional, detrás de ellos. De entre todas aquellas tallas, tres serían escogidas como las más originales y perfectas y se sumarían a las que se exhibían en la poco frecuentada Galería de las Tallas Brillantes. El resto serían quemadas esa misma noche.

La elección era un asunto prolongado y meticuloso. Los Tallistas veían a los jueces desde lejos mientras esperaban sentados en el patio con sus familias o recostados contra el muro opuesto. Hora tras hora, la decisiva operación proseguía y lo único que se oía eran los gritos y llantos de las decenas de chiquillos. Alrededor de las seis, los sirvientes del castillo sacaron las largas mesas y, uniendo extremo con extremo, las dispusieron en tres largas hileras que luego fueron bien pertrechadas de hogazas de pan y cuencos de espesa sopa.

Cuando empezó a caer la noche, la elección estaba casi concluida. El cielo se había tapado y una insólita oscuridad se cernía sobre la escena. El aire se había vuelto intolerablemente denso. Los niños dejaron de corretear por el patio, aunque otros años habían jugado incansablemente hasta la medianoche. En esta ocasión, se sentaron junto a sus madres en medio de un formidable silencio. Levantar un brazo significaba cansarse y sudar profusamente. Muchos rostros se volvieron al cielo, donde un mundo de nubes congregaba sus sombríos continentes, hilera tras hilera, como el follaje de algún cedro fabuloso.

Como menor de edad, Titus no participaba directamente en la elección de las Tres propiamente dicha, pero había que contar con su aprobación técnica una vez que se tomara la decisión final. Recorría inquieto la hilera de tallas, abriéndose paso entre la multitud, que se apartaba con deferencia cuando él se acercaba. El peso de la cadena de hierro que le colgaba del cuello y de la piedra que llevaba atada a la frente era casi insoportable. Había visto a Fucsia, pero la había vuelto a perder entre la multitud.

—Va a caer una tormenta de padre y muy señor mío, muchacho —dijo una voz a su espalda—. ¡Por todo lo torrencial, vaya si lo será!

Era Prunescualo.

—Eso parece, doctor Prune —dijo Titus.

—¡Tiene todo el aspecto, mi joven acechador de villanos!

Titus volvió la vista al cielo, que parecía haber enloquecido. Se hinchaba y desplazaba, pero no como movido por la brisa o alguna corriente de aire, sino por sus propios impulsos inmundos.

Era eso, un cielo inmundo, y cada vez crecía más. Acumulaba porquería de los tórridos tugurios del infierno. Titus apartó los ojos de su amenaza indescriptible y volvió a mirar al doctor. El rostro le relucía de sudor.

—¿Has visto a Fucsia? —preguntó.

—La vi antes —dijo Titus—, pero la he vuelto a perder. Anda por aquí cerca.

El médico irguió la cabeza y miró alrededor; la nuez se le marcaba, angulosa, y los dientes le relampaguearon en una sonrisa que Titus advirtió forzada.

—Quisiera que la viese, doctor Prune…, tiene un aspecto terrible.

—Desde luego que la veré, Titus, lo antes posible.

En ese momento se acercó un mensajero. Titus era requerido por los jueces.

—¡Anda, ve! —exclamó el médico, con esa nueva voz que había perdido su timbre—. ¡Anda, ve, jovencito!

—Adiós, doctor.