Cuando Fucsia supo de la traición de Pirañavelo y comprendió que su primer y único asunto sentimental había tenido lugar con un asesino, su semblante se vio oscurecido por tal expresión de repugnancia y horror que, a partir de ese momento, su aspecto nunca se vio del todo libre de aquella mancha corrosiva.
Pasó mucho tiempo sin hablar con nadie, encerrada en su habitación, donde, incapaz de llorar, las emociones que pugnaban en su interior por encontrar una salida natural la dejaban exhausta. Al principio era sólo la sensación de haber recibido un golpe físico y el dolor de la herida. Sus brazos se sacudían y crispaban involuntariamente. Una negrísima depresión la ahogó. No tenía ningún deseo de vivir. El pecho le dolía. Era como si un gran miedo le colmara la caja torácica, una esfera de dolor que crecía y crecía. Durante la primera semana después de las devastadoras noticias, no pudo dormir. Pero luego la invadió una especie de insensibilidad, un sentimiento que nunca antes había abrigado. Surgió como una protección. La necesitaba, y la ayudaba a amargarse cada vez más. Empezó a cortar de raíz los pensamientos de amor que tan naturales le eran. Caminando de un lado a otro en su solitaria habitación, cambió y envejeció. Y llegó a convencerse de que no había razón por la que los demás no fueran tan hipócritas y despiadados como Pirañavelo. Odiaba el mundo.
Cuando Titus fue a verla, le sorprendió el cambio que se había operado en su voz y la desolada expresión de sus ojos. Por primera vez, comprendió que, además de su hermana, era también una mujer.
Por su parte, Fucsia advirtió también un cambio en él. El desasosiego de su hermano era tan real como su propia desilusión, su ansia de libertad tan apremiante como el ansia de amor de ella misma.
Pero ¿qué podía hacer él, y qué podía hacer ella? El castillo se cerraba sobre ellos, inconmensurable y desconocido como un día oscuro.
—Gracias por venir —dijo Fucsia—, pero ¡no hay nada de qué hablar!
Titus no dijo nada y se recostó contra la pared. ¡Su hermana parecía tan mayor! Titus empezó a dar con el talón a un trozo de yeso suelto que quedaba por encima del rodapié hasta que éste se desprendió.
—No puedo creer que esté muerto —dijo el muchacho al cabo.
—¿Quién?
—Excorio, por supuesto. Y todas las cosas que hizo. ¿Qué pasará con su cueva? Estará vacía para siempre, imagino. ¿Te gustaría…?
—No —dijo Fucsia, anticipándose a su pregunta—. Ahora no. Ya no. La verdad es que no quiero ir a ninguna parte. ¿Has visto al doctor Prune?
—Una o dos veces. Me pidió que te dijera que le gustaría verte, cuando puedas. No está demasiado bien.
—Ninguno de nosotros lo está —dijo Fucsia—. ¿Qué vas a hacer? Te veo muy cambiado. ¿Fue espantoso ver lo que ocurrió? No, no me lo digas. ¡No quiero hacer hincapié en ello!
—Hay centinelas por todas partes —dijo Titus.
—Lo sé.
—Y toque de queda. Tengo que estar en mi habitación antes de las ocho. ¿Quién es el hombre que está ahí afuera?
—No sé cómo se llama. Se pasa ahí la mayor parte del día y toda la noche. También hay un hombre en el patio, bajo ventana.
Titus se acercó a la ventana y miró abajo.
—¿De qué sirve que esté ahí? —dijo y, volviéndose, añadió—: Nunca lo cogerán. Esa condenada bestia es demasiado astuta. ¿Por qué no queman el castillo entero con él dentro y a nosotros con él, y al mundo, y acaban con este sucio asunto y con el podrido ritual y todo lo demás, y le dan una oportunidad a la hierba verde?
—Titus —dijo ella—, ven aquí.
Él se acercó con las manos temblorosas.
—Te quiero, Titus, pero no puedo sentir nada. Estoy como muerta. Incluso tú has muerto en mi interior. Sé que te quiero, eres la única persona a la que quiero, pero no puedo sentir nada, ni quiero. He sentido ya demasiado. Estoy asqueada de los sentimientos… Me asustan…
Titus dio otro paso hacia su hermana y ella lo miró. Un año antes se hubieran besado. Cada uno necesitaba el amor del otro. Ahora, lo necesitaban todavía más, pero algo se había torcido. Se había abierto una brecha entre ellos y carecían de puente.
Sin embargo le apretó el brazo un instante antes de dirigirse apresuradamente a la puerta y desaparecer de su vista.