Bellobosque y su esposa estaban sentados uno frente al otro en su salita, Irma, muy erguida, como tenía por costumbre, con la espalda tan tiesa como el palo de una escoba. Había algo irritante en aquella innecesaria rigidez. Puede que fuese apropiada para una dama, pero desde luego no era nada femenina. Irritaba a Bellobosque porque le hacía sentir que había algo malo en el modo en que él había usado siempre las sillas. A su modo de ver, un sillón estaba hecho para arrellanarse en él o para tenderse de lado. Estaba hecho para el disfrute humano, no para el envaramiento.
Y por eso había encorvado su viejo espinazo y dejado colgar sus viejas piernas y recostado la vieja cabeza mientras su esposa, sentada en silencio, lo miraba.
—… ¿Y por qué diantres se te ha ocurrido que vaya a arriesgar su vida para venir a atacarte a ti? —decía en ese momento—. Te engañas, Irma. Por extravagante que sea su persona, no hay motivo para que lleve sus halagos al extremo de matarte. Trepar hasta la ventana de tu dormitorio sería sumamente arriesgado. Todo el castillo le busca. ¿Crees de verdad que a él le importa si estás viva o muerta más de lo que puede importarle que lo esté yo o esa mosca del techo? Por todos los santos, Irma, sé razonable si puedes, aunque sólo sea por el amor que en otro tiempo te profesé.
—No hay necesidad de que hables de ese modo —replico Irma con un tono tan seco como el repicar de unas castañuelas—. Nuestro amor no tiene nada que ver con el asunto del que estamos hablando. Ni tampoco es cosa que pueda tomarse a broma. Ha cambiado, eso es todo. Ha perdido la lozanía.
—Y yo también —murmuró Bellobosque.
—¡Qué comentario tan obvio! —dijo Irma con forzada vivacidad—. Y qué banal… ¡He dicho qué banal!
—Te he oído, querida.
—Y éste no es momento para charlas superficiales. He acudido a ti como a una esposa le corresponde acudir a su marido. En busca de guía, sí, de guía. Eres viejo, lo sé, pero…
—¿Qué demonios tiene que ver mi edad con todo esto? —gruñó Bellobosque levantando del cojín su soberbia cabeza. Los bucles blancos como la leche se congregaron sobre sus hombros—. Nunca fuiste de las que piden consejo. Lo que quieres decir es que estás aterrada.
—Así es —dijo Irma.
Lo dijo con tanta serenidad y sencillez que ni siquiera reconoció su propia voz. Había hablado involuntariamente. Bellobosque volvió la cabeza bruscamente para mirarla. Apenas podía creer que fuera ella quien había hablado. Se levantó del sillón y cruzó la fea alfombra hasta donde Irma estaba sentada tiesa como un palo. Se acuclilló ante ella y tomó sus largas manos entre las suyas. Un sentimiento de compasión se agitaba en su interior.
Al principio Irma trató de retirarlas, pero él las retuvo. Trató entonces de decir «No seas ridículo», pero las palabras no le salieron.
—Irma —dijo Bellobosque por fin—. Intentémoslo de nuevo. Los dos hemos cambiado…, pero tal vez así debía ser. Me has mostrado facetas de tu naturaleza que jamás sospeché que existieran. Jamás. ¿Cómo hubiera podido adivinar, querida, que creías que la mitad de mi personal estaba enamorado de ti o que te irritaría tanto mi inocente costumbre de quedarme dormido? Tenemos espíritus distintos, necesidades distintas, vidas distintas. Nos hemos fundido en uno, Irma, es cierto; estamos integrados, pero no hasta tal extremo. Relaja tu espalda, querida. Relaja tu espinazo. Me hace más fácil hablar. Te lo he pedido tan a menudo, y con tanta humildad, pues sé que tu columna vertebral es tuya y sólo tuya…
—Mi querido esposo —dijo Irma—, estás hablando demasiado. Si fueras capaz de decir una sola frase, sonaría con mucha más fuerza. —Inclinó la cabeza hacia él—. Pero te diré una cosa —prosiguió—, me hace feliz verte ahí, agachado a mis pies. Hace que me sienta joven otra vez… o lo haría, lo haría si le pudieran echar el guante y terminaran ya con este suspense. Es demasiado, demasiado… noche tras noche… noche tras noche… ¡Oh!, ¿es que no te das cuenta de cómo atormenta eso a una mujer? ¿Es que no lo ves? ¿Es que no lo ves?
—Mi valiente esposa —repuso Bellobosque—. Dama de mis amores, repórtate. Aunque el asunto es siniestro, no hay necesidad de que te lo tomes como algo personal. Como te dije antes, Irma, eres irrelevante para él. Tú no eres su enemiga, ¿no es cierto? Ni tampoco su cómplice. O ¿es que lo eres?
—No seas ridículo.
—Muy bien. Estoy siendo ridículo. Tu marido, director de la escuela de Gormenghast, está siendo ridículo. ¿Y por qué? Porque he pillado el germen. Me lo ha contagiado mi esposa.
—Pero es que en la oscuridad… en la oscuridad… me parece verlo.
—Comprendo —dijo Bellobosque—. Pero si lo hubieras visto de verdad, te sentirías aún peor. ¡Aunque, en ese caso, podríamos reclamar la recompensa! —Bellobosque se dio cuenta de que le dolían las piernas y se puso de pie—. Mi consejo, Irma, es que tengas un poco más de confianza en tu marido. Puede que no sea perfecto. Puede que haya maridos con mejores cualidades, con perfiles más nobles, por ejemplo. O con cabellos como la flor del almendro. No soy yo quien debe decirlo. Y, naturalmente, puede haber maridos que hayan llegado a directores o cuyo intelecto sea más abierto o cuya juventud deslumbre con galantería. No soy yo quien debe decirlo. Pero yo te pertenezco tal como soy. Y tú me perteneces tal como eres. Y nos pertenecemos mutuamente tal como somos. Y ¿adónde nos lleva todo esto? A lo siguiente. Si todo esto es así y, sin embargo, te echas a temblar ante el menor ruido nocturno, asumo entonces que tu confianza en mí ha menguado desde aquellos primeros días en los que te tenía a mis pies. ¡Oh, has conspirado… conspirado…!
—¿Cómo te atreves? —exclamó Irma—. ¿Cómo te atreves? Bellobosque se había despistado. Había olvidado lo que trataba de probar con su argumentación. Un pequeño arrebato de mal genio surgido de algún pensamiento no formulado lo había cogido desprevenido. Trató de recobrarse.
—Conspirado —prosiguió— en pro de mi felicidad. Y en buena medida has tenido éxito. Me gusta que estés ahí sentada, aunque te preferiría menos tiesa. ¿No podrías relajarte, querida… sólo un poquito? Uno se cansa de tanta línea recta. Por lo que a Pirañavelo se refiere, sigue mi consejo: recurre a mí cuando estés asustada. Corre a mí. Vuela a mis brazos. Apriétate contra mi pecho, acaricia mis bucles con tus dedos. Encuentra consuelo. Si llegara a presentarse ante mí, sabes muy bien cómo le trataría.
Irma miró a su venerable marido.
—Desde luego que no lo sé —dijo—. ¿Cómo lo tratarías?
Bellobosque, que lo sabía menos aún que Irma, se acarició la larga barbilla y una sonrisa enfermiza le asomó a los labios.
—Lo que haría —dijo— no es cosa que un caballero pueda divulgar. Fe, eso es lo que necesitas. Fe en mí, querida.
—No podrías hacer nada —dijo Irma haciendo caso omiso de la sugerencia de su marido de que tuviera fe en él—. Nada de nada. Eres demasiado viejo.
Bellobosque, a punto de regresar a su sillón, se detuvo de espaldas a su mujer. Un dolor sordo empezó a oprimirle el pecho. El sentimiento de la negra injusticia que era la decadencia física lo invadió, pero una voz rebelde gritaba en su corazón «¡Soy joven, soy joven!», al tiempo que los testigos carnales de sus tres veintenas y media de años caían de rodillas al suelo.
Al momento Irma estaba a su lado.
—¡Oh, querido! ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
Le levantó la cabeza y le puso un cojín debajo. Bellobosque estaba perfectamente consciente. El sobresalto de encontrarse de pronto en el suelo lo había irritado un momento y lo había dejado sin aliento, pero eso era todo.
—Me cedieron las piernas —dijo, mirando el rostro ansioso que se inclinaba sobre él con su nariz extraordinariamente afilada—. Pero ya estoy bien.
En cuanto hubo dicho esto, se arrepintió, pues le hubiera venido bien una hora de atenciones.
—En ese caso, querido, será mejor que te levantes —dijo Irma—. El suelo no es lugar para un director.
—Ah, pero me siento muy…
—¡Vamos, vamos! —le interrumpió Irma—. No me vengas con bobadas. Voy a ver si las puertas están cerradas. Cuando vuelva, espero encontrarte sentado en el sillón —dijo, y salió de la habitación.
Después de patalear con irritación en la alfombra, el director se puso en pie con gran esfuerzo y, de nuevo en su sillón, le sacó la lengua a la puerta por la que había salido Irma, pero apenas lo hubo hecho se sonrojó de vergüenza y, desde la gastada palma de su mano, lanzó un beso en la misma dirección.