Pocos días después del asesinato del señor Excorio y de que el doctor y Titus derribasen la puerta y escaparan de aquellos pavorosos aposentos, los restos de las mellizas fueron amontonados en un solo ataúd y sepultados, por orden de la condesa, con toda la pompa y ceremonia que correspondía a las hermanas de un conde.
Ese mismo día, el señor Excorio fue sepultado en el Cementerio de los Servidores Escogidos, una pequeña parcela de terreno cubierto de ortigas. Al atardecer, la larga sombra de la Torre de los Pedernales caía sobre este sencillo osario en el que unos montones cónicos de piedras señalaban el lugar donde no más de una docena de sirvientes de excepcional lealtad reposaban en silencio bajo las altas malezas.
De haber podido ver su funeral, Excorio hubiese apreciado el honor de unirse a tan reducida y leal compañía de difuntos. Y de haber sabido que la condesa en persona, con ropajes de un negro tan intenso como el plumaje de sus cuervos, estaría al pie de la tumba, sin duda sus heridas habrían sanado.
El Poeta asumió las funciones de Maestro del Ritual, tarea nada fácil. Noche tras noche, su alargada cabeza en forma de cuña se inclinaba sobre los manuscritos.
Cuando Prunescualo comunicó a la condesa el hallazgo de las mellizas, las circunstancias de la muerte de Excorio y la huida de Pirañavelo, ésta se levantó de la recta silla en la que estaba sentada y, sin alterar lo más mínimo la expresión de su descomunal semblante, levantó la silla del suelo y le fue rompiendo las patas curvas una a una, metódicamente, luego, como distraída, las arrojó una tras otra a través de los cristales de la ventana más próxima.
Después de esto, se acercó a la ventana rota y se asomó por el irregular agujero. Una neblina blanca llenaba el aire y las cimas de los torreones parecían flotar.
Desde donde estaba, el doctor vio, por primera vez, el esbozo de un posible cuadro, y no es que lo pretendiera. Los cuadros que había conseguido pintar eran delicados y amables. Pero aquél en cambio era muy distinto. Veía, en el contraste de los bordes afilados y angulosos del cristal roto y la suave curva de los hombros de la condesa recortada en primer plano contra la abertura mellada, una imagen dinámica y extraordinaria. Y también en el intenso color cobrizo de su cabello, que destacaba sobre el gris perla de las cimas de los torreones que flotaban a lo lejos, y en la negrura de su traje y el mármol de su cuello y el brillo del cristal y el pálido amarillo del cielo y los torreones tan irregularmente circunscritos. La condesa era un monumento contra la ventana rota y, más allá de ésta, se extendía su reino, trémulo e impalpable en medio de la bruma blanca.
Pero el doctor Prunescualo sólo tuvo unos instantes para lamentarse de no haber aprendido nunca a pintar, pues de repente el monumento se dio la vuelta.
—Siéntese —dijo la condesa.
Prunescualo miró alrededor. El desorden del aposento le hacía difícil ver algo que pudiera servirle de asiento, aunque finalmente encontró un hueco en el rincón del antepecho de una ventana salpicado de alpiste.
La condesa se acercó y su mole se cernió sobre él. Mientras hablaba, no bajó la vista, sino que estuvo mirando por una pequeña ventana que quedaba sobre la cabeza del doctor. Al darse cuenta de que no volvía nunca los ojos hacia él y de que mirarla mientras hablaba o escuchaba no era ni advertido ni necesario y, lo que es más, que le producía dolor de cogote, el doctor optó por fijar la vista en los festones del traje que tenía delante, a pocas pulgadas de su nariz, o sencillamente por cerrar los ojos mientras conversaban.
Pronto fue evidente para el doctor que conversaba con alguien cuyos pensamientos se concentraban en la captura de Pirañavelo no sólo hasta el punto de excluir todo lo demás, sino con amenazador poderío y una simplicidad implacable.
Su voz grave era más pausada que nunca.
—Se suspenderá toda actividad cotidiana. Todo hombre, mujer y niño recibirá instrucciones para la búsqueda. Toda fuente o pozo conocido, toda cisterna, embalse o depósito tendrá centinela. Sin duda, la bestia tendrá que beber.
El doctor sugirió una reunión de funcionarios, la elaboración de un plan de campaña y de un horario de turnos para los centinelas y grupos de búsqueda, y la formación de bandas temibles reclutadas entre la sangre joven de los estratos inferiores de la vida del castillo, donde no faltaba el mal humor y donde el precio que se pondría a la cabeza de Pirañavelo alentaría su intrepidez.
Coincidieron en que no había tiempo que perder pues, | con cada hora que pasaba, el fugitivo podía estar replegándose a algún distrito abandonado o urdiendo alguna emboscada o construyendo un refugio incluso en el mismo corazón de la actividad del castillo. No había en la tierra lugar más terrible o apropiado para jugar al escondite que aquella tenebrosa madriguera.
Había que designar jefes y repartir armas. El castillo tenía que ponerse en pie de guerra. Se impondría el toque de queda y, dondequiera que se ocultara, desde las criptas a las aguileras, el sonido de los pasos y el resplandor de las antorchas no debían conceder un momento de respiro al asesino. Tarde o temprano cometería el primer error. Tarde o temprano el rabillo de algún ojo vería la punta de su sombra. Tarde o temprano, si no se cejaba en la búsqueda, lo encontrarían en algún pozo, bebiendo como un animal, o huyendo con su botín de algún almacén.
Por primera vez, la condesa estaba utilizando su poderoso cerebro. El doctor nunca la había visto así. Si en ese momento hubiesen entrado sus gatos en la habitación o un pájaro se hubiera posado revoloteando en su hombro, es dudoso que reparara en su presencia. Sus pensamientos estaban tan concentrados en la captura de Pirañavelo, que no había movido un músculo desde que ella y el doctor comenzaran a hablar. Sólo sus labios se movían. Había hablado despacio y con serenidad, pero su voz sonaba opaca.
—Seré más lista que él —dijo la condesa—. Las ceremonias proseguirán.
—¿El Día de las Tallas Brillantes? —inquirió el médico—. ¿Se celebrará como es habitual?
—Como es habitual.
—¿Y se permitirá entrar a los Moradores de Extramuros?
—Naturalmente —dijo ella—. ¿Qué podría impedírselo?
¿Qué podría impedírselo? Era Gormenghast quien hablaba. Un demonio podía rondar por el castillo con las manos ensangrentadas, pero las ceremonias tradicionales lo dominaban todo, colosales, inmemoriales, sacrosantas. Dos semanas más tarde se celebraría su día, el de los Moradores del Barro, y las tallas policromas serían expuestas en la blanca repisa de piedra que el muro del largo patio formaba en su base. Y por la noche, cuando rugieran las hogueras y todas las estatuas, a excepción de las tres elegidas, quedaran reducidas a cenizas en las llamas, Titus, de pie en el balcón, con los Moradores de Extramuros abajo, en la oscuridad iluminada por el fuego, mostraría las obras maestras una por una. Y cuando levantara cada talla por encima de su cabeza, sonaría un gong. Y cuando los ecos de la tercera reverberación se acallaran, ordenaría que fuesen llevadas a la Galería de las Tallas Brillantes, donde Rottcodd dormía y el polvo se acumulaba y las moscas se paseaban por las altas ventanas de tablillas.
Prunescualo se puso en pie.
—Tenéis razón —dijo—. No debe haber ninguna alteración, señoría, a excepción de la eterna vigilancia y una persecución infatigable.
—Nunca hay alteraciones —replicó la mujer—. Nunca hay alteraciones. —Volvió la cabeza por primera vez y miró al médico—. Lo atraparemos —dijo.
Su voz, suave y densa como el terciopelo, contrastaba de un modo tan ominoso e incongruente con el implacable punto de luz que centelleaba en sus ojos entrecerrados, que el doctor se dirigió a la puerta. Necesitaba una atmósfera menos cargada. Mientras aferraba el pomo, vio la ventana destrozada y, a través de la dentada abertura en forma de estrella, las torres flotantes. La bruma blanca parecía más hermosa que nunca, y más fabulosos los torreones.