CINCUENTA Y OCHO

Fue una suerte para Titus que, al despertarse, el médico reconociera de inmediato la figura del joven contra el cristal.

Titus había trepado por la densa enredadera que crecía bajo la ventana de guillotina del médico y levantado con dificultad la hoja inferior. No había otra manera de entrar, pues llamar o tocar el timbre habría significado perder a Pirañavelo.

El doctor Prunescualo alargó la mano para coger la vela que tenía junto a la cama, pero Titus se adelantó en la oscuridad.

—No, doctor Prune, no la encienda…, soy Titus… y necesitamos su ayuda… con urgencia… siento que sea tan temprano… ¿Puede venir? Excorio está conmigo…

—¿Excorio?

—Sí, ha vuelto del exilio… pero porque le preocupábamos Fucsia y yo, y las leyes… pero de prisa, doctor, ¿viene usted? Estamos siguiendo a Pirañavelo…, está ahí fuera.

En un instante el médico se había puesto su elegante batín encontrado y se había colocado sus anteojos, un par de calcetines y sus pantuflas.

—Me siento halagado —dijo con su voz vivaz y pomposa, aunque agradable—. Me siento más que halagado. Abre la marcha, muchacho, abre la marcha.

Bajaron la oscura escalera y, al llegar al vestíbulo, el médico se esfumó pero reapareció casi al momento con dos atizadores, uno un objeto largo y pesado en forma de mortífero garrote y el otro un objeto corto y pesado de hierro con una empuñadura perfecta.

El médico los escondió tras la espalda.

—¿Qué mano? —preguntó.

Titus eligió la izquierda y recibió el objeto de hierro. Aun con un arma tan tosca en la mano, la confianza del muchacho aumentó de inmediato. No es que su corazón latiera a menor velocidad ni que fuera menos consciente del peligro, pero la acusada sensación de vulnerabilidad desapareció.

El médico no hizo preguntas. Sabía que aquel extraño asunto se iría aclarando a medida que pasaran los minutos y, de todos modos, en ese momento Titus no estaba en condiciones de dar ninguna explicación. Jadeante, había empezado a contarle al doctor que Excorio dejaría un rastro de tiza, pero se interrumpió pues no había tiempo para explicar y actuar a la vez. Antes de abrir la puerta principal, el doctor Prunescualo descorrió la cortina de la ventana del vestíbulo. Aunque todavía estaba muy oscuro, el patio ya no era una masa informe y negra. Los edificios del lado opuesto comenzaban a perfilarse y una mancha de color ébano que parecía flotar en el aire gris plomizo indicaba el lugar donde crecía el espino.

Titus estaba junto al médico y miraba por el cristal.

—¿Puede verle, doctor?

—¿Dónde se supone que debe estar, muchacho?

—Bajo el espino.

—Es difícil decirlo… difícil decirlo…

—Sería más fácil desde el otro lado, doctor. Podemos rodear el patio bajo los soportales… Si se ha marchado, no tenemos tiempo que perder, ¿verdad?

—A juzgar por lo que dices, seguro que no, Titus, aunque, ¡en el nombre de la culpa, la lechuza sabrá qué estamos haciendo! Sea como sea, ¡en marcha!

Se puso de puntillas y, alzando los brazos, los estiró hacia delante. El atizador de bronce que sostenía entre sus dedos extendidos parecía una maza o un cetro simbólico. Llevaba el batín estrechamente ceñido a la delgada cintura y sus delicadas facciones mostraban una curiosa y formidable expresión de expectante determinación.

Abrió la puerta y enfilaron el sendero del jardín. El doctor en pantuflas y Titus en calcetines y con los zapatos colgados del cuello, avanzaron rápida y silenciosamente bajo los soportales que bordeaban el patio hasta que Titus agarró al médico del brazo y lo retuvo. Allí estaba el espino, un negro grabado contra el sol naciente, pero faltaba la silueta de Pirañavelo.

No le sorprendió, pues Excorio también había desaparecido. Sin pérdida de tiempo, cruzaron el patio a la carrera y, con las primeras luces del alba, vieron de inmediato en el suelo una débil marca de tiza. Titus se arrodilló. Estaba claro que se trataba de una tosca flecha que apuntaba hacia el norte, pero debajo había unas palabras garabateadas que no eran tan fáciles de descifrar, aunque, finalmente, Titus consiguió desentrañar la frase «cada veinte pasos».

—Me parece que pone «cada veinte pasos» —susurró Titus.

Juntos contaron los pasos mientras avanzaban cautelosamente hacia el norte, con los atizadores en mano, escrutando la oscuridad que se abría ante ellos en busca de una señal de Excorio o de peligro.

Más o menos al vigésimo paso encontraron otra flecha que les indicaba el camino y que confirmó la interpretación dada por Titus a la tosca caligrafía de Excorio. A partir de entonces, avanzaron con más seguridad. Parecía claro que primero encontrarían al señor Excorio y que, mientras no armaran ruido, no corrían ningún peligro desplazándose con rapidez de una flecha a la siguiente. Había ocasiones en que, por necesidad, las flechas estaban muy juntas, cuando los caminos se bifurcaban o había que tomar una nueva dirección. Otras veces, cuando los altos muros se levantaban a ambos lados o tenían por delante una milla de pasadizos sin puertas y no había una dirección alternativa que pudiese confundir a quienes le seguían, Excorio no se había molestado en dejar marcas durante largos trechos. Había ocasiones en las que la longitud de esas arterias de piedra era tal que, sin saberlo, más de una vez el médico y Titus habían entrado en un nuevo corredor antes de que Pirañavelo, en el otro extremo, lo hubiera abandonado. Sólo Excorio podía aventurar que, delante y detrás de él, sus amigos y su enemigo caminaban bajo el mismo techo interminable.

Aunque Titus se había dado mucha prisa en llamar al médico, había una considerable distancia entre ellos y el señor Excorio, pues en cuanto Titus se alejó de Excorio, Pirañavelo había bostezado y se había perdido como una exhalación en la noche.

La luz aumentó y Titus y el doctor pudieron acelerar el paso y ver en qué parte del castillo se encontraban. Las flechas de tiza se habían convertido en breves y bruscas marcas sobre el suelo. De pronto, al doblar una esquina, tropezaron con el segundo de los mensajes del hombre de la barba. Lo había garabateado al pie de una escalera de piedra. «Más rápido —decía—. Lleva prisa. Alcanzadme pero en silencio».

Para entonces, la luz era lo bastante intensa para que ambos comprendieran que no sabían dónde estaban. Ninguno de los dos reconocía las construcciones que se alzaban alrededor, los sinuosos pasadizos, los cortos tramos de escalera y las largas pendientes no transitadas; corrían por un mundo nuevo, un mundo cuyos detalles les eran extraños, nuevo para ellos aunque, incuestionablemente, hecho de la materia de sus recuerdos y reconocible de un modo general y casi abstracto. Nunca habían estado en aquel lugar, pero no les era ajeno: todo era Gormenghast.

Eso no significaba sin embargo que no hubiera peligro. Era evidente que se encontraban en una provincia abandonada. La temprana hora no explicaba aquel silencio. Reinaba una atmósfera de abandono, hueca y vacía de voces, que nada tenía que ver con el alba o con multitud de durmientes.

Si había camas, estarían rotas y vacías. Si había multitudes, serían las de la hormiga y el gorgojo.

Y entonces iniciaron una serie de viajes a través de la penumbra de los patios abiertos mientras el cielo en lo alto iba tornándose rojo. El doctor, absolutamente fuera de lugar en tan tenebroso escenario, avanzaba con sorprendente rapidez, con el atizador de bronce asido con ambas manos a la altura del pecho, la cabeza erguida y los faldones del batín ondeando al viento.

En contraste, Titus a su lado parecía un mendigo. El cabello le caía por la cara, llevaba la chaqueta encima del pijama, los pantalones, medio desabrochados y los zapatos, colgados alrededor del cuello. Los calcetines se le habían desgastado y, aunque el puño seguía rodeando sus tobillos, la planta había desaparecido y tenía los pies llenos de cortes y magulladuras. Pero el chico apenas lo notaba.

Habían aumentado la velocidad hasta el punto de correr cuando parecía seguro hacerlo. Pero, siempre que llegaban a una esquina, invariablemente se detenían y espiaban con cautela antes de continuar. Las marcas de tiza nunca les faltaron, aunque del hecho de que las gruesas flechas blancas se hubieran convertido en breves rayas colegían, no sólo que el avance de Excorio se había acelerado, sino también que la barra de tiza se le estaba acabando.

La visibilidad había dejado de ser un problema, pues avanzaban bajo la luz desnuda. Sin duda era ya imposible que el señor Excorio se acercara demasiado a su presa. Y, sin embargo, a pesar de la prisa que se daban, todavía no lo habían alcanzado. El sudor relucía en la frente del doctor y tanto él como Titus estaban cada vez más cansados. Los desconocidos edificios iban quedando atrás, uno tras otro, patio tras patio, salón tras salón, pasadizo tras pasadizo, dando vueltas y revueltas en un laberinto de piedra iluminado por el alba.

El médico se detuvo mecánicamente una vez más en la esquina de un alto muro y asomó la cabeza para obtener una perspectiva de la siguiente extensión o arteria que tenían por delante. Pero, en lugar de doblar la esquina, su cuerpo retrocedió un poco y su brazo se echó hacia atrás.

Cuando su mano hubo encontrado a Titus y agarrado su codo, atrajo al muchacho a su lado. Juntos vieron la enjuta y barbuda figura. Se encontraba al otro extremo de un estrecho callejón cuyo suelo estaba cubierto por una capa de polvo y yeso de un palmo de espesor, en una postura casi idéntica a la de ellos, porque también él se había detenido en una esquina desde la cual espiaba y, como ellos, tenía los ojos fijos en algún objeto de vivido e inmediato interés, pues incluso a aquella considerable distancia, el médico pudo apreciar la tensión de su cuerpo de espantapájaros.

De haber llegado unos segundos más tarde no lo habrían encontrado pues, mientras lo miraban, dobló la base de la alta y afilada esquina y lo perdieron de vista. Titus y el médico salieron apresuradamente tras él y, cuando alcanzaron el ángulo de piedra que Excorio acababa de abandonar, asomaron la cabeza con cautela hasta obtener una buena vista de otro extenso corredor con el suelo cubierto de yeso caído de color ceniciento. Y allí, al final del mismo, una réplica de la imagen que habían visto un minuto antes, pues Excorio estaba junto a otra esquina de piedra. Era como si estuvieran reviviendo el incidente, porque, visualmente, no difería en ningún detalle. Esta vez sin embargo no esperaron a que el señor Excorio desapareciera. A una señal del médico, echaron a correr hacia él. Era evidente que Pirañavelo estaba todavía a la vista, porque el señor Excorio, absorto e inmóvil como un insecto palo, no hizo ningún movimiento hasta que Titus y el doctor estuvieron a poca distancia. Entonces, al oír el débil sonido del yeso quebrándose bajo los pies de Titus, volvió su rostro accidentado sobre el hombro y los vio.

Se tocó la frente con la mano y echó una mirada inquisitiva al médico, y luego se llevó un dedo a los labios mientras descubría sus dientes irregulares en una sonrisa. El médico inclinó el cuerpo, espléndidamente envuelto en su batín, en dirección a la macilenta figura. Entre tanto, Titus se desplazó hasta la esquina y, asomándose, vio, a una distancia de unos veinte metros, algo que le alborotó el corazón. Era el Maestro del Ritual, Pirañavelo, el hombre de la cara roja y blanca. Era su enemigo, a quien había desafiado hacía mucho tiempo en el aula, el pálido y ágil funcionario del reino, la persona que había frustrado su felicidad y había apartado de él a su hermana.

Allí estaba, sentado en el borde de una pileta baja de piedra parecida a un abrevadero empotrada en el muro, junto al corredor sembrado de yeso. Más allá se abría una arcada de la que colgaba un desgastado pedazo de arpillera que no dejaba ver lo que había del otro lado.

Mientras Titus miraba, la figura sentada encogió las rodillas, de manera que sus pies quedaron sobre el borde del abrevadero. Había vuelto los hombros y el rostro ligeramente hacia el lado opuesto y Titus no pudo distinguir qué se había sacado del bolsillo. Pirañavelo se había llevado las manos a la boca y, de pronto, cuando la estridente primera nota de una flauta de bambú resonó por el corredor, todo quedó claro. Durante un rato, imposible saber cuánto, los tres observadores escucharon a la solitaria figura, el hábil juego de sus dedos sobre los agujeros y sus estridentes y lastimeras improvisaciones. Sólo el médico pudo apreciar la habilidad y frialdad de su ejecución, su carácter brillante y vacío.

«¿Es que no hay nada que no sepa hacer? —musitó Prunescualo para sí—. Por todo lo versátil, me da escalofríos».

La música terminó y Pirañavelo estiró brazos y piernas y, guardándose la flauta en el bolsillo, se puso de pie. En ese momento, Titus ahogó una exclamación y los dos hombres lo arrancaron al instante de la esquina. Durante unos instantes no se atrevieron ni a respirar. Pero no se oyó ningún sonido de pasos acercándose a ellos desde el corredor contiguo. ¿Qué había visto Titus? Ni el médico ni Excorio se atrevieron a preguntarle pero, al poco, este último se asomó furtivamente por la esquina y vio lo que había sobresaltado al muchacho. El mono de Pirañavelo lo había desconcertado también a él. Durante un buen rato había sido incapaz de distinguir qué era lo que se sentaba sobre el hombro de su presa o saltaba a su lado y en otros momentos desaparecía de la vista. No había sumado su figura a la silueta que aguardaba bajo el espino y a Excorio sólo se le ocurrió que el animal debía de estar aferrado al costado de su amo y durante largos períodos se perdía bajo los pliegues de su capa.

Pero en ese momento saltaba junto a su amo o se erguía sobre dos patas, y los largos brazos delgados le caían hasta el suelo mientras sus manos arrugadas hurgaban entre los fragmentos de yeso.

Por tanto, el silencio era doblemente necesario. Lo que pudiera pasar inadvertido para Pirañavelo podía ser oído por su mono sin dificultad.

Pero el descubrimiento de lo que había sobresaltado a Titus fue de escasa importancia comparado con el hecho de que Excorio mirase a tiempo de ver al hombre y su mono pasando a través de la arpillera y bajo la arcada. Un momento más tarde y no habrían tenido manera de saber si había torcido a derecha o a izquierda. Tal como fueron las cosas, habría sido difícil de determinar de no ser por la reveladora oscilación de la desgastada arpillera.

¿Qué había del otro lado? No había motivo para suponer que se produciría otra repetición de aquella persecución de esquina en esquina. A excepción de lo fatigoso del viaje y la constante necesidad de silencio, hasta aquel momento no habían tropezado con dificultades o peligros, pero mientras miraban los colgajos de tela, que todavía oscilaban un poco en el aire estancado, supieron que la persecución entraba en una nueva fase.

Titus aferró el corto atizador de hierro como si quisiera exprimirle la vida. El médico sacudió la cabeza, dilató las narices y caminó en puntillas hasta el lugar por el que había desaparecido Pirañavelo. Excorio, que insistió en ir delante, ya había apartado apenas un centímetro un pliegue de la cortina y miraba hacia su izquierda. Lo que vio hizo que la sangre se le agolpara en la cabeza y que la mano le temblara con violencia.

Vio un corto pasadizo en el que desembocaba otro corredor más ancho envuelto en las sombras. Las paredes y también el suelo de este otro corredor estaban revestidas de ladrillo y eso era todo lo que tenía de especial, pero sin embargo la visión del mismo hizo que el sudor corriera por la frente y las palmas de las manos de Excorio. ¿Por qué razón, pues, al fin y al cabo sólo estaba viendo algo semejante a lo que había visto cien veces aquella misma mañana? Pero lo cierto era que existía una diferencia. Había visto aquellos ladrillos antes. Se encontraba en los límites de sus dominios. Sin darse cuenta, desplazándose a través de las ignotas regiones interiores del castillo, había llegado a las afueras de los Salones Vacíos, el mundo que había hecho suyo. Ahora ya no estaba perdido. Por un itinerario propio, Pirañavelo los había conducido a un territorio que el señor Excorio creía impenetrable.

¿Qué estaba haciendo allí, allí donde hacía mucho tiempo el señor Excorio había oído aquella risa lastimera que le había helado la sangre, allí donde noche tras noche y día tras día en vano había buscado el origen de los gemidos, allí donde, desde entonces, la quietud había descendido como un peso muerto, de manera que no se había atrevido a regresar, pues el silencio se había vuelto más terrible que la demoníaca risa?

Sólo él sabía estas cosas. Se pasó el dorso de la mano sobre los ojos.

Sin detenerse a hacer siquiera una señal a los dos que venían detrás, se acercó grotescamente a la bifurcación caminando en puntillas y volvió a ver al joven a su izquierda. De haber doblado a la derecha, Pirañavelo se habría adentrado en los distritos que el señor Excorio conocía tan bien. Sin embargo, al doblar a la izquierda, lo introduciría en el laberinto en el que tantas veces se había extraviado buscando la habitación embrujada.

El señor Excorio sabía muy bien que mantener a la vista a Pirañavelo no sería tarea fácil. Existía la doble dificultad de seguirlo a la suficiente distancia para no perderlo y, además, sin ser vistos ni oídos.

Nada resultaría más embarazoso para ellos que ser descubiertos, porque Pirañavelo no estaba incurriendo en ningún delito desplazándose velozmente por aquel lugar abandonado. Si alguien estaba cometiendo un acto infame, ésos eran ellos al seguirle los pasos al Maestro del Ritual.

Pero no fue necesario que Excorio advirtiera al médico y al muchacho de la necesidad aún mayor de guardar un silencio absoluto pues, en cuanto empezaron a deslizarse por el corredor de ladrillo, todos sintieron que el mundo se cerraba sobre ellos.

Iniciaron así la travesía de un dédalo tan enrevesado que hacía pensar que a los albañiles de aquellos muros sombríos se les había ordenado que construyeran un laberinto con el único propósito de torturar la mente y paralizar la memoria. No era de extrañar que Excorio no hubiera hecho otra cosa que dar palos de ciego por aquella tortuosa región. Y, sin embargo, a pesar de la confusión y de la necesidad de concentrarse en no perder de vista a Pirañavelo, sus instintos habían empezado a trabajar por su cuenta y le decían que, por caminos tortuosos y contradictorios, estaban regresando a las proximidades del frío corredor de ladrillo del que habían partido. Pirañavelo había aminorado la marcha. La cabeza se le hundía en el pecho, pero no con aire de abatimiento sino de abstracción. Sus pies se movieron aún más despacio, hasta que dio la sensación de callejear sin rumbo. Cuando tropezaba con cortos tramos de escalera, los bajaba con una especie de descoyuntado movimiento de las piernas, como si su cuerpo hubiera olvidado su propia existencia. Doblaba las esquinas moviéndose como en sueños, con el cuerpo relajado en ángulos tan extraños que resultaban casi peligrosos.

Pero cuando al fin llegó ante una determinada puerta, se enderezó con un respingo, estiró los dedos y al instante volvió a vérselo alerta. Emitió un sonido entre dientes y el mono salió de entre los pliegues de su capa y se le sentó sobre el hombro. Durante un momento, cuando el mono volvió la cabeza y sus negros ojos miraron con atención desde su carita arrugada, el camino por el que habían llegado, el médico pensó que lo había visto. Pero no retiró atrás la cabeza ni hizo ningún movimiento y la criatura, con su rostro desnudo, su disfraz de lentejuelas y su gorrito adornado con una pluma que oscilaba de un lado a otro, finalmente se rascó y se dio la vuelta. Sólo entonces el médico y sus compañeros retrocedieron hasta internarse más en las sombras.

Mientras, Pirañavelo escogió una llave del manojo que llevaba en el bolsillo y, tras una breve pausa, la hizo girar con dificultad en la cerradura, pero no llegó a tocar el pomo de la puerta. Dio la espalda a ésta y estudió el corredor por el que había venido golpeándose ligeramente los dientes con la uña del pulgar.

Era evidente que, por alguna razón que sólo él conocía, recelaba de entrar. El mono cambió de posición sobre su hombro y, al hacerlo, su larga cola rozó el rostro de Pirañavelo. Por lo visto eso bastó para irritar a su amo, porque la bestezuela acabó en el suelo, donde se acurrucó gimoteando.

Cuando Pirañavelo apartó la vista de su lastimada mascota, su atención se fijó en los montones de basura, piedras y maderas rotas que cubrían el suelo del pasadizo lateral a poca distancia de allí. Mientras los miraba, la ira fue abandonando su rostro, sus rasgos se serenaron y las comisuras de su boca se elevaron hasta formar una línea fija.

Por un instante, los tres observadores temieron haber perdido a Pirañavelo, porque de pronto éste desapareció de su campo de visión. Afortunadamente para ellos, el mono se quedó donde estaba, ante la puerta, acariciándose el brazo lastimado. De haber seguido a Pirañavelo, se lo hubieran encontrado de frente, porque en menos de un minuto éste regresó trayendo una larga pértiga rota.

Y entonces comenzó una actividad que desconcertó por completo a los ocultos espectadores. Con sumo cuidado, Pirañavelo hizo girar el pomo y soltó el pestillo. La puerta estaba libre pero apenas la abrió unos milímetros. Se apartó entonces de ella y, blandiendo la pértiga rota como si fuera un ariete, empujó suavemente el negro panel de madera de la misteriosa puerta, que giró sobre sus goznes sin dificultad abriendo una rendija que permitió a Pirañavelo ver una parte del interior de la habitación. Sin mover la pértiga, los ojos del joven la recorrieron en toda su longitud y luego espiaron por la estrecha abertura. Era evidente que lo que veía le interesaba sobremanera. Se puso de puntillas, inclinó la cabeza a un lado y luego retiró la pértiga y la dejó a sus pies. Sólo en ese momento, al verlo sacarse un pañuelo del bolsillo y atárselo alrededor de la cara de manera que sólo se le veían los ojos, el médico, Excorio y Titus advirtieron un olor pútrido y nauseabundo. Pero la extraña representación que se desarrollaba ante sus ojos atraía de tal modo su atención que al principio apenas lo notaron. De nuevo Pirañavelo empuñó la pértiga y, empujando la puerta con la mayor cautela, fue viendo cada vez más del interior de la habitación que, a todas luces, estaba deseando inspeccionar. Cuando la hoja estuvo lo suficientemente abierta como para permitir la entrada de una persona, se detuvo.

En ese momento, el mono, cuyo gorrito emplumado había caído entre el polvo, empezó a acercarse inquisitivamente a su amo. Era evidente que el brazo le dolía. A pesar de su impaciencia por explorar la habitación, una o dos veces volvió la vista con aprensión hacia Pirañavelo, mostrando los dientes en una mueca nerviosa. Pero su naturaleza inquieta se impuso y, brincando sobre las patas traseras, se colgó del pomo de la puerta con sus manitas. Pirañavelo empujó entonces de nuevo con la larga pértiga, esta vez con más fuerza, y mientras la puerta oscilaba hasta quedar medio abierta, el mono, oscilando con ella, se soltó del pomo y cayó sobre la gran alfombra putrefacta que había dentro. Pero no cayó solo porque, en cuanto sus cuatro patas tocaron el suelo, un hacha cayó desde encima de la puerta con un desagradable golpe sordo y cercenó la larga cola del mono al clavar su mortífero filo en el suelo. El agudo alarido de la pequeña criatura, consternadoramente humano, resonó en el hueco distrito, repitiéndose una y otra vez mientras, fuera de sí por el dolor, la sorpresa y la rabia, el animal corría como un loco por la habitación, saltando de silla en silla, del banco de la ventana a la repisa de la chimenea, de armario en armario, derribando jarrones, lámparas y adminículos de todo tipo a diestra y siniestra en sus frenéticos circuitos.

Pirañavelo entró de inmediato en la habitación, ahora salpicada con la sangre del mono. Ya no había cautela en su actitud. A la sufriente criatura no le dedicó ni una mirada pero, de haberlo hecho, habría advertido que, al verlo, el mono había interrumpido sus carreras y se había acuclillado, tembloroso, en el respaldo de una silla. Tenía los ojos fijos en Pirañavelo y en ellos había un odio húmedo y letal, como si toda la maldad y la hiel de los viles trópicos flotara bajo aquellos pequeños párpados grises. Culpaba de su dolor y humillación al hombre que lo había echado de su hombro, y mientras observaba a su dueño, enseñaba los dientes y se frotaba las manos. La sangre manaba abundantemente del muñón de su cola. Por supuesto, Titus, el médico y el señor Excorio desconocían lo que le había sucedido al mono, lo que había provocado su estremecedor alarido, pero la urgencia de aquel grito humano los sacó de sus escondrijos y los llevó ante la puerta. Al instante vieron que Pirañavelo había abandonado aquella primera habitación y presumiblemente había bajado los tres o cuatro peldaños que conducían a un segundo aposento. En cuanto el mono los vio, corrió hacia ellos. Cuando estuvo junto a Titus se irguió sobre las patas traseras y empezó a hacer una serie de muecas que, en otras circunstancias, habrían sido divertidas pero que, en ese momento, rompían el corazón. Sin embargo, no tenían tiempo para aquello, había demasiado en juego. Tenían los nervios a flor de piel. Estaban casi exhaustos y, sobre todo, continuaban en la odiosa situación de estar siguiendo a un hombre sin ninguna autorización ni excusa razonable. No obstante, la última media hora había intensificado en gran medida sus sospechas. En el fondo de sus corazones, sabían que habían hecho bien, y ahora estaban preparados para cualquier cosa que pudiera presentarse.

Tan sombríos eran sus temores, tan fantásticas sus especulaciones, que, cuando se acercaron cautelosamente a la segunda puerta y echaron un vistazo al aposento inferior, y vieron allí, en el centro de la gran alfombra que ocupaba toda la habitación, los dos cadáveres tendidos uno junto al otro, ataviados con sus casi descompuestos trajes de púrpura imperial, el pulso no se les alteró. Los excesos vividos en las últimas horas habían agotado sus emociones, pero sus cerebros discurrían velozmente.

El doctor, que se tapaba la cara con su pañuelo de seda, sabía desde hacía un rato que la muerte flotaba en el aire. Fue también el primero en saber que estaban viendo los restos de Cora y Clarisa Groan. Titus no sospechaba que estaba contemplando a sus tías. Simplemente miraba los esqueletos. Nunca antes había visto esqueletos.

El señor Excorio tardó unos momentos en recordar el invariable púrpura de las gemelas. De inmediato quedó claro para todos que allí había habido juego sucio.

Se lo indicaba la remota ubicación de esas estancias, la doble muerte, las paredes sin ventanas, el hecho de que Pirañavelo poseyera una llave y su familiaridad con los corredores de acceso, pero, sobre todo, su conducta presente. Pues mientras lo miraban, el joven, seguro de estar solo, empezó a comportarse de un modo que quienes le observaban sólo pudieron interpretar como una forma de locura o, si no de locura, de algo tan extravagante como para rozar sus arbitrarias fronteras.

En cuanto entró en la terrible habitación, el propio Pirañavelo se dio cuenta de que se estaba comportando de manera extraña. Podría haberse detenido en cualquier momento, pero ello hubiese significado cerrar una válvula, reprimir lo que pedía a gritos ser liberado, y él distaba mucho de ser inhibido. Su control, raramente perdido, nunca le había impedido expresarse. En la medida en que aquella nueva expresión necesitaba desahogarse, se entregaría a aquello que le dictara su instinto. Se observaba, pero sólo para no perderse nada. Él era el vehículo a través del cual actuaban los dioses, los oscuros dioses primordiales del poder y la sangre.

Allí, a sus pies, reposaban los despojos de las gemelas en descomposición: el púrpura de las ropas les cubría las costillas en putrefactos pliegues, sus calaveras sobresalían de manera terrible, las cuencas estaban fijas en el techo. En no menor grado que sus rostros ahora desvanecidos, aquellas calaveras eran idénticas, excepción hecha de una de las cuencas vacías en la que una araña había tejido con meticuloso arte una delicada tela en cuyo centro se debatía una mosca, de manera que, en cierto modo, Cora o Clarisa había recuperado una cierta animación.

Si bien no comprendía lo que estaba sucediendo, cuando el homicida de rostro de caballo pío comenzó a pavonearse como un gallo alrededor de los cadáveres de las mujeres a las que había recluido, humillado y matado de hambre, el doctor se hizo una idea de lo que en ese momento pasaba por el cerebro de Pirañavelo. Se dio cuenta de que éste no estaba en modo alguno loco en ninguno de los sentidos comúnmente aceptados del término pues, de cuando en cuando, repetía una serie de pasos como si quisiera perfeccionarlos. Era como si se identificara con algún guerrero o demonio arquetípico, un demonio que, aunque carecía de sentido del humor, poseía un macabro regocijo, una suerte de mortífera frivolidad que apuntaba al corazón mismo de la naturaleza humana, que lo hería, lo aguijoneaba, jugaba con él hurgando aquí y allá como si estuviese armado con una brizna de hierba.

Cuando, cada uno a su modo, Excorio y el doctor se dieron cuenta de lo que sucedía en la habitación, fueron conscientes de que Titus no debería estar allí. Ya no era un niño, pero aquél no era espectáculo para un muchacho. No obstante, no podían hacer nada al respecto. Separarse sería de una imprudencia suprema. De todos modos, jamás podría encontrar solo el camino de regreso. Afortunadamente, aún no habían hecho ningún movimiento para interrumpir al criminal, pero aquel silencio ominoso en el que sólo se oían los pasos de Pirañavelo no duraría para siempre.

El doctor estaba consternado pero, a la vez, como hombre inteligente y curioso que era, fascinado por lo que veía. No así Excorio. Aunque él mismo un excéntrico, despreciaba y aborrecía cualquier forma de excentricidad en los demás y lo que en ese momento presenciaba tuvo el efecto de cegarlo con una suerte de furia burguesa. Sólo una cosa le alegraba, que el advenedizo se había desenmascarado y que, de ahora en adelante, la batalla quedaba formalmente declarada.

Sus ojillos estaban fijos en el enemigo, su cuello, estirado como el de una tortuga, y la luenga barba cayéndole inmóvil sobre el pecho. El cuchillo de monte temblaba en su mano.

No era la única arma que temblaba. El corto y pesado atizador que Titus aferraba distaba de mantenerse firme. El joven conde estaba francamente aterrorizado por lo que veía. Una porción de suelo había cedido bajo sus pies y él había caído en un mundo subterráneo del que nada sabía, un lugar donde un hombre podía pasearse como un gallo sobre las costillas y calaveras de sus víctimas. Un lugar en el que la corrupción de sus cuerpos viciaba el aire. El doctor se había agarrado el brazo para controlarse.

De pronto, la tensión se intensificó. Pirañavelo se había detenido un momento para anudarse el cordón del zapato. Una vez hecho esto, se irguió de nuevo y se puso de puntillas con la cabeza echada hacia atrás. Luego bajó los talones y flexionó las rodillas y, dirigiendo las puntas de los pies hacia fuera, levantó los brazos con los codos en ángulo recto y los puños apretados a la altura de los hombros; después empezó a caminar así con pasos lentos y pesados. Sus pisadas sonaban fuertes y cercanas.

Había adoptado la postura de algún bailarín primitivo, pero pronto se cansó de aquella extraña exhibición, de aquella regresión a algún rito salvaje de la infancia del mundo. Se había entregado a él durante aquellos instantes del mismo modo que un artista puede convertirse en el ignorante agente de algo mucho más grande y profundo que lo que su mente consciente puede comprender. Sin embargo, mientras se pavoneaba de esta guisa, con las rodillas dobladas, los pies vueltos hacia fuera, el cuerpo y la cabeza erguidos, los brazos en jarras y los puños cerrados, había disfrutado de la novedad de lo que hacía. Lo había divertido aquella peculiar necesidad de su cuerpo; que quisiera zapatear, pavonearse, ponerse de puntillas, clavar los talones, y todo porque era un asesino. Todo esto lo desconcertaba y excitaba su intelecto, así que, cuando al fin paró de zapatear y se dejó caer en un sillón polvoriento, los músculos de su garganta efectuaron las contracciones que dan lugar a la risa, aunque ningún sonido salió de ella.

Cerró los ojos y, en la oscuridad, le pareció presentir un peligro; volvió a abrirlos con sobresalto, se irguió en el sillón y miró alrededor. Esa vez, cuando su mirada se posó de nuevo en los esqueletos, sintió repugnancia, no por lo que él había hecho para llevar a las gemelas a ese estado, sino porque sus cuerpos hubieran contaminado aquella habitación, porque le mostraran sus feas calaveras y sus huecas osamentas.

Se levantó, indignado, aunque en el fondo sabía que no estaba enfadado con ellas. Estaba furioso consigo mismo. Porque lo que le había parecido divertido unos momentos antes, era ahora fuente casi de miedo para él. Al mirar atrás y verse pavoneándose como un gallo alrededor de sus cadáveres, se dio cuenta de que había estado muy cerca de la locura. Era la primera vez que tal pensamiento se le pasaba por la cabeza y, para rechazarlo, cantó en efecto como un gallo. No le asustaba pavonearse, sabía perfectamente lo que hacía y, para demostrarlo, cacarearía cuanto le placiera. No porque le apeteciera hacerlo, sino para demostrar que podía parar cuando quisiera y empezar cuando le viniera en gana, y a la vez tener pleno control de sí mismo, porque él no tenía nada de loco.

De lo que no se había dado cuenta aún era de que la muerte de Bergantín y la pesadilla del fuego y las fétidas aguas del foso y la prolongada fiebre que siguió, lo habían cambiado. Todo lo que en ese momento pensaba de sí mismo se basaba en la presunción de que era el mismo Pirañavelo de unos años antes. Pero ya no era aquel joven. El fuego había consumido una parte de él. Algo de sí mismo se había ahogado para siempre en las aguas del foso. Su osadía ya no ardía esplendorosamente sino que se había contraído en un puño de azufre.

Se había vuelto más ruin, más irritable, más impaciente por hacerse con el poder total que sólo sería suyo tras la eliminación de todos sus rivales; y, si alguna vez había tenido algún escrúpulo, sentido algún amor, siquiera por un mono, un libro o la empuñadura de una espada, hasta eso había sido ahora cauterizado y ahogado.

Al entrar en el segundo aposento, había dejado la pértiga rota apoyada en la pared de la izquierda. En ese momento sintió que gravitaba hacia ella. Ya no zapateaba ni se pavoneaba; volvía a ser él o, quizá, había dejado de serlo. De cualquier modo, los tres observadores reconocieron de nuevo su peculiar manera de andar, con los hombros encorvados y el paso felino. Cuando Pirañavelo alcanzó la pértiga, la recorrió con la mano. El pañuelo todavía le tapaba la cara. Sus intensos ojos rojos parecían diminutos agujeros circulares.

Mientras su mano pasaba sobre la superficie de la pértiga casi como un pianista acaricia el teclado, sus dedos tropezaron con una fisura en la madera y, mientras jugueteaban con ella, se dio cuenta de lo fácil que sería arrancar del palo una astilla larga y fina. Con aire distraído, casi sin saber lo que hacía, pues una veintena de impresiones inquietantes habían reemplazado su seguridad, arrancó la astilla, para lo cual, en el momento final, tuvo que recurrir a toda la fuerza de su brazo para separarla, arqueada y tensa, de la pértiga. Ni siquiera la miró y estaba ya a punto de tirarla cuando, tras dirigir de nuevo la vista a los esqueletos, se acercó a ellos y, pasando la larga y flexible astilla por sus costillares, igual que un niño pasaría un palo por una verja, oyó las notas óseas de un instrumento.

Se entretuvo un rato de este modo, creando una serie de ritmos irregulares y sincopados a tono con su estado de ánimo.

Pero el lugar empezaba a cansarle. Había regresado para comprobar con sus propios ojos que las gemelas estaban de verdad muertas y se había quedado ya más de lo previsto. Tiró la astilla y, arrodillándose, desabrochó los collares de perlas que colgaban de las vértebras. Poniéndose en pie, se guardó las perlas en el bolsillo y luego se dirigió de inmediato a los tres escalones que llevaban a la habitación superior. En ese preciso momento, el señor Excorio salió de su escondite.

El efecto de esto en Pirañavelo fue electrizante. Retrocedió con un salto de bailarín, con la capa revoloteándole alrededor y una mortífera mueca de sorpresa en los labios.

Se habían acabado los simbolismos. El pavoneo y el zapateo no eran nada comparados con la feroz realidad de aquel salto que lo había lanzado hacia atrás por los aires, como impulsado por un trampolín.

Aún en el punto más alto de su ascensión, Pirañavelo buscó su cuchillo con la rapidez de un reflejo. Antes de tocar el suelo, sabía que lo habían desenmascarado, que, en adelante, a menos que acabara al instante con la barbuda figura, habría de darse a la fuga. En un segundo vio extenderse ante sí la vida de un fugitivo.

Sólo al aterrizar supo a quién estaba mirando. Hacía muchos años que no veía a Excorio y lo suponía muerto. La barba le daba un aire distinto, pero aun así lo reconoció, y saber esto no contribuyó a dar estabilidad a su mano. De todos los hombres, Excorio menos que nadie tendría compasión con un rebelde.

Encontró su cuchillo, lo sopesó en la palma de la mano y echaba ya el brazo derecho hacia atrás cuando vio a Titus y al doctor.

El muchacho estaba blanco. El atizador le temblaba en la mano pero él apretaba los dientes. Una náusea terrible lo dominaba. Se sentía dentro de una pesadilla. Los últimos sesenta minutos habían añadido a su edad algo más que una hora.

El doctor también había palidecido. En su cara no quedaba ni rastro de su habitual jocosidad. Era un rostro tallado en mármol, de proporciones extrañas pero refinado y decidido.

La imagen de aquellos tres bloqueando la escalera detuvo el brazo de Pirañavelo cuando estaba ya a punto de lanzar el cuchillo.

Y entonces, en un tono peculiarmente sereno y claro, un tono que no dejaba traslucir el martilleo de su corazón, el doctor dijo:

—Deja el cuchillo en el suelo. Acércate con los brazos en alto. Quedas arrestado.

Pero Pirañavelo apenas lo oía. Su futuro se había truncado. Sus años de promoción e intrincados planes habían quedado borrados. Una nube roja le llenó la cabeza. Su cuerpo se estremeció con una especie de ansia, el ansia de un mal desbocado, el orgullo de saberse enfrentado abiertamente contra los grandes batallones. Solo, sin amor, vital, diabólico; una criatura para quien el compromiso ya no era necesario y la intriga era letra muerta. Si bien ya no le sería posible ceñir, algún día, la legítima corona de Gormenghast, le quedaba todavía el reino oscuro y terrible, el laberinto subterráneo, las guaridas y escondrijos donde, monarca tan incontestable de las tinieblas como el mismo Satán, ceñiría una corona no menos imperial. Tenso como un acróbata y atento al menor movimiento de las tres figuras que tenía delante, oyó de nuevo la voz del doctor, que parecía llegarle desde muy lejos pese a la agudeza de sus sentidos.

—Te doy una última oportunidad —dijo su antiguo patrón—. ¡Si antes de cinco segundos no has dejado caer el cuchillo, avanzaremos hacia ti!

Pero no fue el cuchillo lo que cayó, sino Excorio. El fiel senescal, con un grito estremecedor, cayó hacia atrás en los brazos de Titus y del doctor y, en ese momento, mientras la hoja del puñal de Pirañavelo temblaba en su corazón y las cuatro manos de sus amigos sujetaban el peso del cuerpo larguirucho y escuálido, el joven, siguiendo el mismo camino recorrido por su cuchillo, como si estuviera atado a éste, pasó como una centella sobre el grupo y se plantó en la habitación superior antes de que pudieran recuperarse.

Con el temor de una muerte merecida acuciándolo y la astucia redoblada que desarrolla el hombre perseguido, Pirañavelo no perdió un segundo en salir de la habitación. Pero no fue el único que franqueó la puerta pues, al cerrarla de un portazo y echar la llave, algo le mordió salvajemente en la nuca. Con un grito, giró sobre sus talones y se aferró al aire.

El pánico se adueñó de él y corrió como no lo había hecho en su vida, doblando a derecha e izquierda como una criatura salvaje mientras se adentraba en el corazón de su imperio.

Ante la puerta del que fuera aposento de las gemelas, el mono, aupado en una viga, parloteaba y se retorcía las manos.