Más tarde, a una hora imprecisa de la misma noche o negra mañana, mucho después de haber dejado atrás la puerta del pasadizo, el señor Excorio se detuvo involuntariamente cuando se disponía a cruzar un pequeño patio rodeado de soportales.
No había ninguna razón para que la única franja de lívido color amarillo del cielo lo sobresaltase. Por otra parte, debía de haber sabido que no faltaba mucho para el amanecer. Desde luego, no había sido su belleza lo que lo había detenido. Él no daba importancia a esas cosas.
En el centro del patio crecía un espino y sus ojos se volvieron hacia su oscura silueta, que se recortaba contra el amarillo del amanecer. Su familiaridad con la forma del viejo árbol le hizo mirar con más atención el áspero tronco bifurcado. Parecía más grueso que de costumbre, aunque sólo veía con claridad la parte del mismo que atravesaba el amanecer. Parecía que su contorno hubiera cambiado, como si ahora algo se apoyara contra él y contribuyera a aumentar su grosor. La parte superior estaba medio tapada por las ramas, pero se agachó y una porción mayor de la forma extraña se hizo visible. Ante la imagen más clara que la nueva posición le proporcionó sus músculos se tensaron, pues le pareció que, contra la lívida franja de cielo, que sumergía todo lo demás en una oscuridad aún más densa, el extraño perfil izquierdo del tronco se estrechaba hasta convertirse en algo semejante a un cuello. Se arrodilló sin hacer ruido y, bajando la cabeza y alzando la vista, obtuvo una imagen ininterrumpida del perfil de Pirañavelo. Su cuerpo y la parte posterior de su cabeza parecían pegados al árbol como si hubiesen brotado del suelo como una sola criatura.
Y eso era todo. Por encima y por debajo de él la oscuridad era completa. La franja horizontal de color azafrán y, a modo de tosco puente negro que unía la negrura superior con la inferior, la irregular silueta del tronco del espino con el perfil de un rostro entre las ramas.
¿Qué hacía allí Pirañavelo, solo e inmóvil en la oscuridad?
Excorio se puso de pie y se apoyó contra la columna más cercana. El rostro recortado de su enemigo quedó de inmediato tapado por las ramas, pero comprobó que lo que antes le había llamado la atención, la extraña silueta del tronco, era el ángulo formado por el codo del joven y la línea de su cadera y muslo.
Sin perder un instante en tratar de racionalizar su convicción instintiva de que se estaba tramando una nueva maldad, el señor Excorio se preparó para, si era necesario, prolongar la vigilia. No había nada de malo en recostarse en el tronco de un espino mientras las primeras luces rompían en una franja amarilla, aunque la figura reclinada fuese la de Pirañavelo. No había nada que hiciese pensar que no regresaría a su habitación a echar un sueñecito o entretenerse con alguna otra actividad igualmente inocente.
Pero Excorio sabía que estaba atrapado en uno de esos lapsos durante los cuales sería anormal que algo normal sucediese. El alba estaba demasiado tensa y cargada para que nada corriente sobreviviera.
Recostado contra el árbol, con la rigidez fría y flexible del acero de sus conspiraciones, Pirañavelo miraba la luz amarilla. Ahora sabía que cualquier paso que hubiera que dar en pro de su ascenso debía darse ya. Aunque hubiese preferido posponer sus designios, no podía negar la sensación de apremio que sentía, la sensación de que, a pesar de la lógica de su razonamiento, el tiempo no estaba de su parte.
Cierto es que todavía no había pruebas de su culpabilidad. Pero había algo casi peor, la indescriptible sensación de que, de algún modo, su poder empezaba a desmoronarse, de que pisaba terreno resbaladizo, de que, a pesar de la formidable posición que ocupaba, existía algo en Gormenghast que podía apagarlo de un soplido y sumirlo en las tinieblas. Por más que se dijera que no había incurrido en ningún error de importancia, que los escasos errores cometidos habían sido de poca monta, por exasperantes que le parecieran, no lograba zafarse de aquella sensación. Lo había asaltado en cuanto la puerta se cerró y Fucsia lo dejó solo en su habitación, y era nueva para él. Nunca había creído en nada que no pudiera ser probado de un modo u otro por las células de su ágil cerebro. Aparte de los inconvenientes que su negligencia pudiera causarle por poco tiempo, ¿qué otro motivo tenía para devanarse los sesos en relación con el incidente ocurrido unas horas antes? ¿De qué podía acusarlo Fucsia o incluso qué podía alegar, más que él, el Maestro del Ritual, había sido grosero con ella?
Y sin embargo, nada de esto tenía relación con el origen de sus aprensiones. Pero no cabría duda de que el resentimiento de Fucsia, involuntariamente, había descubierto aquella oscura sima que ahora se abría a sus pies. ¿Qué era aquella sima, cuál era su profundidad y por qué era oscura?
Era la primera vez que, aunque ansiaba dormir, sabía que el sueño le estaba vedado. Pero su hábito de aprovechar cada momento estaba profundamente arraigado, sobre todo cuando el tiempo disponible era aquel en que el castillo dormía.
Y Excorio lo sabía. Sabía que no formaba parte de la naturaleza de Pirañavelo recostarse contra un árbol sólo para ver la salida del sol ni era propio de él cavilar. No era un romántico. Vivía demasiado al filo del momento para detenerse en la introspección. No, estaba allí apostado por alguna razón, esperando el momento oportuno… ¿Para qué?
El señor Excorio se arrodilló de nuevo y, con la barbilla casi tocando el suelo y los pequeños ojos vueltos hacia arriba, estudió por enésima vez la nítida silueta cuyo contorno se recortaba contra la franja amarilla. Y allí de rodillas, de pronto se le ocurrieron dos cosas casi simultáneamente. La primera, que era más que probable que Pirañavelo estuviera esperando a que hubiera suficiente luz para internarse en terreno desconocido. Y que deseaba hacerlo en secreto pero sin perderse, pues la oscuridad era todavía densa y la franja de luz que se extendía sobre el oriente en sombras como una pálida línea no alcanzaba a iluminar la tierra o el cielo sobre ella. Reservaba su brillo para sí, azafrán engarzado en ébano. Y ésta era la hipótesis de Excorio: que la silueta aguardaba a la primera difusión de la luz, que entonces el perfil del codo y la cadera se alteraría, que una sombra se separaría del espino y una figura ágil como un lince se internaría en la oscuridad. Pero no lo haría sola. Excorio la estaría siguiendo. Y cuando Excorio, todavía sobre sus huesudas rodillas, con la cabeza cerca del suelo y la barba desplegada, estaba pensando esto, se le ocurrió también que necesitaba un aliado; no por razones de compañía o seguridad, sino para tener un testigo. Sin importar lo que encontrara, sin importar lo que lo aguardase, inocente o sanguinario, sería su palabra contra la del joven pálido, sería la palabra de un exiliado contra la del Maestro del Ritual. Sólo por estar en el recinto del castillo estaba incurriendo en un grave delito. La condesa lo había desterrado y poco bien le haría acusar a un funcionario a menos que su acusación estuviese respaldada por pruebas.
En cuanto esto se le ocurrió, se puso de pie. Calculó que disponía, como mucho, de un cuarto de hora para despertar a… ¿a quién? No tenía elección. Sólo Titus y Fucsia sabían que había regresado al castillo y que vivía en secreto en los Salones Vacíos.
Naturalmente, quedaba descartado molestar a Fucsia o permitir que se acercara a Pirañavelo. En cuanto a Titus, ya casi había alcanzado su estatura definitiva, pero era de naturaleza nerviosa y sensible, hosco e impresionable según el momento. Aunque con la fuerza que correspondía a su edad, era más que probable que por otra parte sus energías se vieran mermadas, por los excesos de su imaginación más que por los de su cuerpo. Excorio no entendía al muchacho, pero confiaba en él y sabía que la aversión de Titus hacia Pirañavelo lo había distanciado mucho de Fucsia. No dudaba de que el muchacho se le uniría, pero por un momento sí dudó de su propio valor para hacer algo tan peligroso como arrastrar al heredero de Gormenghast a correr un riesgo previsible. No obstante, sabía que su deber era, por encima de todo, desenmascarar si era posible a su enemigo, pues de ello dependía la seguridad del joven conde y de cuanto él simbolizaba. Y lo que es más, juró por el acero de sus largos músculos y por los fuertes dientes de su huesuda cabeza que, sin importar el peligro que amenazara a su persona, no permitiría que el muchacho sufriera ningún daño.
Sin perder un instante, se volvió y franqueó de nuevo la puerta que se abría a los soportales y partió hacia lo que en momentos de más cordura no hubiera dudado en calificar de inconcebible misión. Porque ¿qué podía ser más inicuo que arriesgar la seguridad de su señoría? Pero en aquel momento sólo veía que, despertando a Titus y embarcándolo al alba en un juego tan tenebroso como el de seguir los pasos de un sospechoso, tal vez contribuía a acercar el día en que el corazón de Gormenghast, saneado y leal, latiría de nuevo libre de amenazas.
La franja amarilla del cielo se hacía más brillante por momentos. Corrió con la torpe velocidad de la araña depredadora, devorando los pasadizos con sus largas piernas, un metro y medio por cada paso, y salvando los tramos de escalera como si andara sobre zancos. Pero cuando llegó al dormitorio, adoptó la circunspección de movimientos de un ladrón.
Abrió la puerta despacio. A la derecha estaba el cubículo del bedel. En cuanto oyó el sonido rasposo de papel de lija detrás de la madera reconoció al anciano que había desempeñado el oficio de perro guardián desde los viejos tiempos y supo que por ese lado estaba a salvo.
Pero ¿cómo reconocer al conde? No llevaba ninguna luz. Aparte de la respiración del bedel, en el dormitorio reinaba un silencio absoluto. No había tiempo más que para poner en práctica su primera idea. Había dos hileras de camas que se extendían hacia el sudoeste. Sin saber por qué, eligió la de la derecha sin vacilar. Tanteando la barandilla de los pies de la primera cama, se inclinó sobre ella.
—¡Señoría! ¡Señoría! —susurró.
No hubo respuesta. Pasó a la segunda cama y repitió la operación. Le pareció oír que una cabeza se volvía en una almohada, pero eso fue todo. Repitió el apresurado y ronco susurro a los pies de cada cama, pero sin resultado, y el tiempo corría. Sin embargo en la decimocuarta repitió el susurro una segunda vez, pues sintió más que oyó un desasosiego en las sombras que tenía debajo.
—¡Señoría! —susurró de nuevo—. ¡Lord Titus!
Algo se incorporó en la oscuridad y Excorio oyó la respiración entrecortada del muchacho.
—No temáis —susurró con vehemencia, y la mano que aferraba la baranda tembló—. No temáis. ¿Sois vos Titus, el conde?
La respuesta fue inmediata.
—¿Señor Excorio? ¿Qué hace usted aquí?
—¿Tenéis un abrigo y calcetines?
—Sí.
—Ponéoslos. Seguidme. Explicaré más tarde, señoría.
Titus no hizo ningún comentario, sino que se bajó de la cama y, tras coger a tientas su ropa y sus zapatos, los cargó entre los brazos como un fardo. Caminaron de puntillas hacia la puerta del dormitorio y, una vez franqueada ésta, el hombre barbudo cogió al muchacho por el codo y echaron a andar rápidamente en la oscuridad.
En la cabecera de una escalera, Titus se detuvo a ponerse la ropa con el corazón alborotado. Excorio esperó a su lado y, cuando estuvo listo, bajaron la escalera en silencio.
Mientras se dirigían al patio y mediante frases breves y quebradas, Excorio le proporcionó a Titus una explicación inconexa de por qué lo había despertado y lo había hecho salir en plena noche. Por mucho que Titus compartiera las sospechas de Excorio y su odio por Pirañavelo, empezaba a temer qué Excorio se hubiera vuelto loco. Reconocía que era muy extraño que Pirañavelo se pasara la noche recostado contra un espino, pero también era cierto que no había en ello nada criminal. Y, ya que estaban en ello, ¿qué hacía Excorio allí y por qué la andrajosa criatura de los bosques parecía tan ansiosa porque la acompañara? No podía negar que el asunto era excitante y muy halagador que lo hubiesen requerido, pero Titus tenía una idea vaga de lo que Excorio quería decir con eso de que necesitaba un testigo. ¿Un testigo de qué y para probar qué? Aunque Titus siempre había sospechado que Pirañavelo era intrínsecamente malvado, nunca se le había ocurrido pensar que hiciera otra cosa que cumplir con su deber en el castillo. Nunca lo había odiado por una razón comprensible. Sencillamente lo odiaba por existir.
Llegaron a los soportales y se tendieron en el frío suelo. Titus miró en la dirección que le señalaba el brazo extendido de Excorio y, tras un prolongado e infructuoso escrutinio del espino, descubrió de pronto el nítido perfil, anguloso como un cristal roto a excepción de la frente abombada. Supo entonces que el hombre macilento tendido a su lado no estaba más loco que él mismo y que, por primera vez en su vida, saboreaba la acidez de un miedo embriagador, de un temeroso júbilo.
También comprendió que dejar a Pirañavelo donde estaba y volverse a la cama sería volver la espalda deliberadamente a una atmósfera de frío y peligroso aliento.
Pegó los labios a la oreja de su compañero.
—Es el patio del doctor —susurró.
Excorio tardó unos momentos en contestar, porque el comentario no significaba nada para él.
—¿Y qué? —replicó con voz casi inaudible.
—Muy cerca… en nuestro lado —susurró Titus—, al otro del patio.
Esa vez hubo un silencio más prolongado. Excorio comprendió de inmediato las ventajas de contar con otro testigo y de paso con otro protector para el muchacho. Pero ¿qué pensaría el doctor de su reaparición después de tantos años? ¿Aprobaría aquel regreso clandestino, aun sabiendo que era por el bien del castillo? ¿Estaría dispuesto a negar, en el futuro, todo conocimiento de su regreso?
Titus susurró de nuevo.
—Está de nuestra parte.
Al señor Excorio le pareció que, a esas alturas, estaba ya tan implicado en el asunto que no valía la pena discutir cada problema que se presentaba, planificar cada movimiento. Si se hubiese comportado de un modo racional, jamás habría abandonado los bosques y no estaría tumbado panza abajo vigilando a un hombre inocentemente apoyado en un árbol. Que el contorno de la figura contra el amanecer de color azafrán fuese nítido y cruel no probaba nada.
No. Debía obedecer su impulso y tener el valor de arriesgar el futuro. Aquel momento sólo admitía la acción.
Aunque más encendido en el este, el amanecer todavía se contenía. No había luz en el aire, sólo una franja de intenso color. Pero en cualquier momento se iniciaría la difusión del alba y el sol se elevaría sobre las quebradas torres.
No había tiempo que perder. Dentro de pocos minutos tal vez fuera ya imposible cruzar el patio sin llamar la atención de Pirañavelo o éste, considerando que tenía suficiente luz para el viaje que tenía previsto, podía escabullirse de pronto en la oscuridad y perderse irremediablemente entre un millar de caminos.
La casa del doctor estaba al otro lado del patio. Para llegar a ella sería necesario rodear el perímetro de éste, pues el espino estaba en el centro.
Siguiendo las instrucciones de Excorio, Titus se quitó los zapatos e, igual que el anciano hizo con sus botas, los anudó por los cordones y se los colgó al cuello. La idea original de Excorio era que fuesen juntos, pero en cuanto sigilosamente dieron los primeros pasos, la súbita desaparición de Pirañavelo le recordó que sólo desde donde habían estado tendidos podían controlar sus movimientos. Desde el lado de la casa del doctor sería imposible saber si seguía o no bajo el árbol.
Pasó todo un minuto antes de que Excorio supiera qué hacer y la solución sólo se le ocurrió porque su mano, metida hasta el fondo en el raído bolsillo, tropezó con un trozo de tiza. Porque un trozo de tiza sólo significaba para él una cosa. Significaba un rastro. Pero ¿quién lo dejaría? Sólo había una respuesta, y por dos razones.
En primer lugar, si uno de los dos tenía que quedarse donde estaba y mantener a Pirañavelo bajo observación y, en caso de que se alejara del espino, seguirlo e ir dejando marcas de tiza en el suelo o en las paredes, sería mejor que Excorio desempeñara esta nada sencilla función, debido a su experiencia como acechador en los bosques y al riesgo de ser descubierto. Y, en segundo lugar, al saber lo que estaba ocurriendo, el doctor estaría más dispuesto a acompañar en seguida al joven conde que al señor Excorio, el exiliado largo tiempo desaparecido, para cuya presencia sería necesario perder un cierto tiempo dando algunas explicaciones preliminares.
Así pues, Excorio le explicó a Titus lo que debía hacer. Debía despertar al doctor sin armar alboroto. Cómo había de llevarse a cabo esa misión, lo ignoraba. Lo confiaría a la ingenuidad del muchacho, que tendría que convencer al doctor de que no había tiempo que perder. No era momento de advertirle que toda la empresa se basaba en meras conjeturas, que, en realidad, no había motivo para sacar al doctor de su cama. Que en el aire no hubiera hoja que no hablara en susurros de traición ni piedra que no murmurase su advertencia no era la clase de argumento capaz de convencer a alguien arrancado de repente de su sueño. Además debía convencer al doctor de la urgencia del asunto. El doctor y Titus cruzarían entonces el patio para regresar adonde en ese momento se agazapaban, pues sólo desde esa posición podían ver si Pirañavelo seguía bajo el árbol, a no ser, como podía suceder, que el sol saliera de repente. Si no era así, y si Pirañavelo seguía bajo el árbol, encontrarían al señor Excorio donde Titus lo había dejado. Pero si Pirañavelo se había marchado, también el señor Excorio lo habría hecho y entonces les tocaba dirigirse rápidamente al espino y, si había suficiente luz, seguir el rastro de tiza que Excorio habría empezado a dejar. Si todavía estaba demasiado oscuro para ver las marcas, lo seguirían en cuanto hubiese suficiente luz. Debían moverse con la rapidez suficiente para alcanzar al señor Excorio, pero era esencial guardar un silencio absoluto, pues la distancia entre Excorio y Pirañavelo podía ser, a causa de la oscuridad, peligrosamente corta.
Tanteando el camino de columna en columna, Titus empezó a rodear el patio. Sus pies enfundados en los calcetines no hacían el menor ruido. Una vez, un botón de la manga de su abrigo golpeó un saliente de mampostería y sonó como el chasquido de una ramita; el muchacho se detuvo en seco y durante unos instantes escuchó ansiosamente el silencio, pero eso fue todo y poco después se encontraba al pie del muro de la casa del doctor.
Entre tanto, al otro lado del patio, Excorio seguía tendido bajo una columna, con la barbuda barbilla apoyada en sus nudosas manos.
Sus ojos no se apartaron ni un momento de la silueta de la cabeza que se recortaba contra el amanecer. La franja amarilla se había ensanchado y su color se había intensificado hasta el punto de que, más que un objeto pintado, era ahora una luminosidad fuera del alcance de los pigmentos.
Entonces Excorio advirtió el primer movimiento. La cabeza se alzó y, mientras el rostro miraba las ramas, la boca se abrió en un bostezo semejante al de un lagarto, las mandíbulas afiladas, silenciosas, implacables. Era como si hubiera dado por concluido el tiempo dedicado a pensar y, como reminiscencia de alguna pasada existencia de reptil, el bostezo se abriera como un reflejo. Y así era, pues allí recostado, en lugar de compadecerse y cavilar sobre sus errores, Pirañavelo había estado tabulando y reagrupando en su ordenado cerebro los distintos aspectos de su posición, de sus planes, de su relación, no sólo con Fucsia, sino con todo aquel con quien tenía tratos y, a partir de aquel laberinto de relaciones y proyectos, había elaborado una estrategia de trabajo, una obra maestra de la más despiadada sistematización. Pero, aunque condensado y cristalizado, y a pesar del ingenio que revelaba, el plan de acción era menos minuciosamente cuidadoso en los detalles de lo habitual. Por primera vez, estaba dispuesto a correr riesgos. Había llegado el momento de unir los mil y un hilos que durante tanto tiempo había estado tendiendo de un extremo a otro del castillo, y eso requería acción. Por el momento podía descansar. Ese amanecer sería suyo, y esa noche, deslumbraría a Fucsia, la encandilaría, la despertaría; y, si todo fallaba, la seduciría, de manera que, seriamente comprometida, la tendría a su merced. En su presente estado de ánimo, la muchacha era demasiado peligrosa.
Pero ¿y el día entre el amanecer y la noche? Volvió a bostezar. La parte cerebral del asunto estaba pensada y sus planes, completados. Y, sin embargo, quedaba un cabo suelto, no en la lógica de su cerebro, sino a pesar de ella; un cabo suelto que deseaba dejar atado. Sus ojos no habían sido testigos de lo que su intelecto había demostrado. Sus ojos necesitaban confirmación.
Se pasó la lengua por los finos y secos labios y volvió la vista al este. Su rostro brilló bajo la luz amarilla, resplandeció como un carbúnculo cuando, brotando de pronto de la oscuridad, el primer rayo directo del sol naciente iluminó su abultado ceño. Sus ojos de intenso color rojo miraron directamente al corazón del rayo horizontal. Maldijo al sol y se apartó del haz de luz.