Cuando Excorio oyó que la puerta se abría quedamente debajo de él, contuvo el aliento. Durante unos segundos no apareció nadie, pero luego una forma aún más oscura que la oscuridad salió al corredor y comenzó a alejarse rápidamente hacia el sur. Cuando oyó que la puerta se cerraba de nuevo, bajó de la gran repisa de piedra que cubría la puerta de Pirañavelo y, alargando al máximo sus brazos largos y huesudos, se descolgó para salvar los pocos centímetros que lo separaban del suelo.
Su frustración por no haber sido capaz de obtener ningún indicio de lo sucedido en la habitación sólo era igualada por su horror al descubrir que la visitante clandestina era Fucsia.
Había percibido el peligro que ésta corría. Se lo decían sus huesos. Pero le hubiera sido imposible convencerla, de pronto, en mitad de la noche, de que las cosas eran así. No hubiera podido decirle de qué tipo de peligro se trataba, pues él mismo lo desconocía. Pero había actuado impulsivamente y, al susurrarle en la oscuridad, confiaba en haberla puesto en guardia, aunque sólo fuera a causa del miedo a lo sobrenatural.
Siguió a Fucsia sólo hasta asegurarse de que se dirigía sin contratiempos hacia sus aposentos. Tuvo que refrenarse para no llamarla o alcanzarla, porque estaba profundamente perplejo y asustado. El amor que sentía por ella era un fenómeno singular en su amarga existencia. A pesar del afecto que le profesaba a Titus, era el recuerdo de Fucsia, más que el del muchacho o el de cualquier otra alma viviente, lo que proporcionaba a la pétrea oscuridad de su pensamiento aquellos toques de calidez que, junto con su veneración hacia Gormenghast, esa abstracción de piedra desperdigada, parecían tan ajenos a su naturaleza.
Pero sabía que no debía abordarla aquella noche. El aire distraído con que se movía, unas veces corriendo y otras caminando, le proporcionaron suficiente evidencia del cansancio de la muchacha y, se temía, de su desdicha.
Ignoraba lo que Pirañavelo había dicho o hecho, pero Excorio supo que la había herido y, de no ser porque se sabía a punto de obtener algún tipo de prueba acusatoria, hubiese vuelto a la habitación de la que Fucsia había salido y, al reaparecer Pirañavelo en la puerta, le hubiera arrancado el rostro de caballo pío con las manos desnudas.