CINCUENTA Y SEIS

Con el paso de los meses, la tensión fue aumentando. Titus y Pirañavelo estaban a matar aunque este último, paradigma de imperturbable circunspección, guardaba sus sentimientos para sí sin dar ningún indicio, ni a Titus ni al mundo exterior, del odio que sentía hacia aquel muchacho espabilado que, sin saberlo, se interponía entre él y el cenit de su ambición.

Titus, quien desde el día en que, siendo apenas un niño, desafiara a Pirañavelo en el silencio del aula para después caer desmayado desde lo alto de su pupitre, se había aferrado con obstinación a la ventaja adquirida con aquella curiosa y pueril victoria.

Cada día, en la Biblioteca, le leían a Titus en voz alta los detalles de sus obligaciones extraescolares. Pirañavelo recorría velozmente las páginas de concordancias explicándole los pasajes más oscuros con claridad y precisión. Hasta ese momento, el Maestro del Ritual se había ceñido estrictamente a la letra de la Ley, pero ahora, en la casi intocable posición de ser el único que tenía acceso a los tomos de referencia y procedimiento, estaba elaborando una lista de obligaciones que insertaría en los antiguos documentos. Había logrado encontrar algunos pliegos del papel original y sólo le quedaba falsificar la caligrafía y ortografía arcaicas e inventar una serie de deberes para Titus que serían mortificantes y, en ocasiones, lo suficientemente arriesgados para que existiera siempre la posibilidad de que al joven conde le sucediera una desgracia. Había, por ejemplo, escaleras que ya no eran seguras, vigas podridas y mampostería a punto de desmoronarse. Además, siempre se podía debilitar y minar deliberadamente ciertas pasarelas que flanqueaban las murallas superiores del castillo o asegurarse de que, de un modo u otro, en el desempeño de los falsos procedimientos, tarde o temprano Titus acabara precipitándose accidentalmente hacia su muerte.

Y, con la muerte de Titus y con Fucsia en su poder, sólo la condesa se interpondría ya entre él y una virtual dictadura.

Aún quedarían enemigos, claro. Quedaría el doctor, cuya inteligencia era bastante más aguda de lo que Pirañavelo hubiera deseado, y también la condesa, el único personaje por el que sentía un perplejo y renuente respeto; no por su inteligencia, sino debido al hecho de que escapaba a su análisis. ¿Qué era ella? ¿Qué pensaba y mediante qué procesos? Su pensamiento y el de aquella mujer no tenían puntos de contacto y, en su presencia, se mostraba doblemente cauto. Eran animales de especies distintas y se observaban con la mutua suspicacia de quienes no hablan el mismo idioma.

Por lo que a Fucsia se refería, estaba a un paso de dominarla. Se había superado a sí mismo. El corazón de la joven estaba tan tierno como las proposiciones que le había hecho Pirañavelo, con delicadas gradaciones, sutiles cadencias, magnífica contención.

Ya no era cuestión de encontrarse aquí y allá al anochecer en distintos lugares acordados. Desde hacía tiempo, Pirañavelo se había estado acondicionando otra habitación para su disfrute. Ya contaba con nueve, repartidas por todo Gormenghast, de las cuales sólo una, un amplio dormitorio-estudio, era conocida por el castillo. De las restantes, cinco se encontraban en oscuras regiones de Gormenghast y las otras tres, aunque situadas en zonas más concurridas, estaban curiosamente ocultas, como el nido de un reyezuelo en las hierbas y matojos de una ribera. Sus puertas, que lindaban con las arterias principales del castillo, nunca se habían visto abiertas. Estaban a la vista de todo el mundo, pero nadie las veía.

En una de esas habitaciones, de la que no hacía mucho se había apropiado y que sólo visitaba de noche, cuando un profundo silencio caía sobre el corredor, había reunido algunos cuadros, varios libros, una cómoda con pequeños cajones en los que guardaba su colección de joyas robadas y viejas monedas, distintos venenos y varios documentos secretos. Una gruesa alfombra de color carmesí cubría el suelo. La mesita y las dos sillas eran de elegante diseño y Pirañavelo había reparado hábilmente los estragos que el tiempo había obrado en ellas. ¡Qué distinto era el interior de aquella habitación del tosco corredor de piedra que había fuera, con sus columnas de piedra flanqueando cada puerta y las pesadas losas de piedra que sobresalían como repisas por encima de los dinteles!

Era a aquella habitación adonde Fucsia se dirigía en sus viajes nocturnos, con el corazón desbocado y las pupilas dilatadas en la oscuridad. Y era allí donde tan galantemente era recibida. Una lámpara con pantalla emitía un suave resplandor dorado, y un par de libros, cuidadosamente elegidos, reposaban como por casualidad aquí y allá. A Pirañavelo siempre le resultaba fastidioso hacer aquellos últimos cambios en la disposición de los objetos, calculados para dar un aire de informalidad a la habitación. Detestaba el desorden tanto como detestaba el amor, pero sabía que a Fucsia le incomodaría el orden formal y perfecto que a él le complacía.

Y sin embargo, la joven parecía extrañamente fuera de lugar en aquella trampa ordenada y elegante, pues Pirañavelo no podía destruir del todo el reflejo de su propia frialdad. Allí ella parecía demasiado viva, viva en un sentido muy distinto al de la brillante y gélida vitalidad de su compañero, demasiado viva del mismo modo en que el amor, al igual que un terremoto o una inocente fuerza de la naturaleza, es incompatible con un mundo pulcro y formal. Por reposada que pareciera sentada en su silla, con la negra cabellera cayéndole sobre los hombros, ella era potencialmente desestabilizadora.

Pero Fucsia admiraba lo que veía. Admiraba todo lo que ella no era. Allí todo era tan distinto de Gormenghast. Cuando recordaba su antigua buhardilla desordenada y las habitaciones que ahora ocupaba, con el suelo cubierto de poemas y las paredes de dibujos, daba por supuesto que algo en ella no funcionaba bien.

Al recordar a su madre se sintió, por primera vez, abochornada.

Una noche, cuando llamó a la puerta con las yemas de los dedos, no hubo respuesta. Volvió a llamar, mirando aprensivamente a ambos lados del corredor. El silencio era absoluto.

Nunca antes había tenido que esperar más de una fracción de segundo. Y, entonces, una voz dijo: «Tened cuidado, milady». El sonido sobresaltó a Fucsia como si hubiera tocado un hierro al rojo. La voz había surgido de la nada. No se oían pasos. Temblando de miedo, encendió la vela que llevaba en la mano, un acto temerario y arriesgado, pero no vio a nadie. Y entonces, a los lejos, algo empezó a avanzar hacia ella rápidamente. Mucho antes de que pudiese verlo, supo que era Pirañavelo. En unos instantes, su veloz figura de hombros encorvados y estrechos estuvo sobre ella, le arrancó la vela de la mano y aplastó la llama. Un momento más y la llave había girado en la cerradura; Fucsia franqueó la puerta de un empellón. A oscuras, Pirañavelo cerró la puerta por dentro, pero no sin antes susurrar ferozmente:

—¡Estúpida!

Ante esa palabra, el mundo dio un vuelco. Todo cambió. El delicado equilibrio de su relación experimentó una violenta agitación y un terrible peso se abatió sobre el corazón de Fucsia.

De haber sido la cristalina y deslumbrante estructura que Pirañavelo había ido erigiendo poco a poco como signo externo de la estima que le profesaba, añadiendo un ornamento tras otro hasta que, equilibrada y hermosa ante la joven, la había encandilado, de haber sido esa estructura menos exquisita, menos cristalina, menos perfecta, su caída sobre las lejanas y frías piedras del suelo no hubiera sido tan definitiva. La materia que la constituía, quebradiza como el cristal, se había hecho ahora añicos.

La palabra, seca y brutal, y el empujón que él le diera habían convertido a la muchacha morena y ansiosa en algo más sombrío. Se sentía consternada y resentida, aunque, durante aquellos primeros momentos, más herida que resentida. Sin saberlo, se había transformado además de nuevo en lady Fucsia. La sangre le hervía, la sangre de su linaje. La había olvidado mientras el amor fue tierno, pero ahora, en la amargura, volvía a ser la hija de un conde.

Naturalmente, sabía que encender una vela ante la puerta contravenía las más estrictas normas de la precaución y el secreto. Pero se había asustado. Por exasperante que pudiera ser que se hubiesen descubierto sus citas, no había en ellas más pecado que el de haberlas llevado en secreto y permitirse entablar una amistad tan estrecha con un plebeyo.

Pero sin embargo la cólera había afeado el rostro de Pirañavelo. Jamás sospechó que el joven pudiera perder la perfecta y cincelada serenidad de sus rasgos y su compostura. Jamás sospechó que su voz clara y persuasiva pudiese adoptar un tono tan cruel y feroz.

¡Y haber recibido un empellón, que la hubiesen empujado en la oscuridad! Sus manos, que, como las de un músico, en otro tiempo la habían conmovido por su delicada fuerza, se habían mostrado tan brutales como las garras de un animal. Tanto como el cambio de su voz, tanto como la palabra «estúpida», aquel empujón en la oscuridad la había despertado a una realidad amarga y mortificante.

Sin embargo, con todo y con eso, el fantasmal y turbador recuerdo de aquella voz surgida de la nada no dejaba de mezclarse con su temblorosa mortificación. La voz había salido de la oscuridad, muy cerca de donde ella estaba, pero allí no había nadie. Sabía tan poco de su origen como de la intención o el significado de la advertencia, pero lo que sí sabía con certeza es que no buscaría la ayuda de Pirañavelo. No confiaría el temor que le había inspirado aquella voz inexplicable a quien la había degradado. Todos los señores de Gormenghast estaban de su parte.

Se volvió en redondo en la habitación a oscuras y antes de que él tuviera tiempo de encender la lámpara dijo:

—Déjame salir de aquí.

Pero casi al instante la luz dorada de la lámpara llenó la conocida habitación y Fucsia vio sentado sobre la mesa un mono tapándose la cara con sus manos arrugadas. Vestía un pequeño traje de lentejuelas rojas y amarillas y un gorrito de terciopelo parecido al de un pirata, con una pluma de color violeta que salía desde la coronilla, le cubría la cabeza.

Pirañavelo se había tapado la cara con las manos, pero espiaba a Fucsia por las rendijas entre los dedos. Había perdido el control. La visión de una llama donde no tenía razón de ser había sido como un trallazo para él. No en vano había ardido, y ahora el fuego era su único miedo. Había vuelto a fracasar. Sólo que no sabía hasta qué punto. La siguió observando por entre los dedos.

Fucsia miraba al mono con una expresión indefinible. Si se había sorprendido, no lo había demostrado. El torbellino y la conmoción de haber sido tratada con tanta rudeza eran todavía demasiado intensos para que cualquier otra emoción los suplantase, por extraño que fuera el estímulo. Pero durante un instante, cuando el vivaz animalillo se puso de pie y se quitó el sombrero y cuando, después de rascarse la cabeza y bostezar, se lo volvió a poner, algo menos triste inundó su rostro de una fugaz animación.

Pero su estado de ánimo no podía oscilar tan rápidamente de un extremo al otro. Una parte de su pensamiento estaba fascinada por lo insólito de la situación, pero nada conmovía su corazón. Sólo era un mono disfrazado. Lo que en otro tiempo la hubiera inflamado de entusiasmo la dejaba bastante fría en aquel momento suspendido.

Pirañavelo había ganado unos instantes, pero ¿de qué podían servirle? Ella le había ordenado que la dejase salir de la habitación cuando, de pronto, el mono captó su atención.

Una vez más, Fucsia lo miró. Sus ojos negros parecían como muertos, pues habían perdido el brillo, y apretaba los labios.

Lo vio con las manos sobre la cara igual que el mono, entonces oyó su voz.

—Fucsia —dijo—. Concédeme un momento, sólo uno, para confiarte el peligro del que acabamos de escapar. No había tiempo que perder y, aunque siempre será inexcusable y aunque jamás podré pedir que me perdones, por lo menos debes concederme un momento para que pueda explicar la causa de mi violencia.

»¡Fucsia, lo hice por ti! Mi violencia fue por tu bien. Mi rudeza fue la rudeza del amor. Apenas tenía tiempo para salvarte. ¿No oíste los pasos? Acaba de pasar de largo. Un momento más y tu vela la habría atraído a esta puerta. Y tú conoces el castigo. Por supuesto que conoces el castigo que, de acuerdo con la Ley, se aplica a las hijas del Linaje que intiman con simples plebeyos. Es terrible sólo de pensarlo. Y por eso hemos mantenido nuestros planes tan en secreto y nuestras normas han sido tan estrictas. Tú sabes todo esto y lo has cumplido meticulosamente. Pero esta noche has calculado mal el tiempo, ¿no es cierto? Has llegado cuatro minutos antes. Eso ya era bastante arriesgado, pero añadir a semejante peligro la luz de una vela… Y además, como suele suceder, a tu madre se le ocurre seguirme precisamente hoy, cuando se han dado todas esas circunstancias.

—¿Mi madre? —La voz de Fucsia se había reducido a un susurro.

—Tu madre. He tratado de despistarla porque sabía que andaba cerca. He dado un rodeo, he vuelto sobre mis pasos, he dado un nuevo rodeo y allí estaba ella, andando despacito, no comprendo cómo lo ha hecho. Pero finalmente he alcanzado la puerta, como pretendía, con la longitud de este corredor entre nosotros, la longitud del corredor y los veintitantos pasos que me permitirían escabullirme hasta nuestra habitación a tiempo…, pero no, no era eso lo que pensaba hacer, no. Porque de ese modo, lo más probable es que te hubieras encontrado de cara con ella… y entonces… —Pirañavelo se descubrió el rostro, pues había estado hablando con las manos ocultándoselo. Había hablado sin parar con un cierto encanto, pues se las había arreglado para alterar su voz con una especie de tartamudeo cuyo efecto resultaba no tanto nervioso como ansioso y cándido—. ¿Qué ha pasado entonces, Fucsia? Bueno, lo sabes tan bien como yo. He doblado la esquina norte con tu madre a un corredor de distancia y ¡allí estabas tú, como una hoguera, delante de mí al final del corredor! Ponte en mi lugar. No es posible sentir todas las emociones nobles a un tiempo. No es posible mezclar desesperación y perfecta caballerosidad. Al menos, yo no puedo. Quizá debería haber aprendido. Lo único que podía hacer era salvar la situación, esconderte, salvarte. Habías llegado demasiado pronto y, Fucsia, eso me ha enfurecido. Como sabes, nunca me he enfadado contigo, es algo que no puedo ni imaginar. Y quizá ni siquiera en esta ocasión haya sido contigo con quien me haya enfadado, sino con el hado o el destino o lo que sea que ha estado a punto de dar al traste con nuestros planes. Y como nuestros planes siempre habían estado tan cuidadosamente dispuestos para que no se corrieran riesgos y nada malo te ocurriera, la cólera me ha dominado. En ese momento, has dejado de ser Fucsia para mí. Eras el objeto que debía salvar. Cuando estuvieras tras la puerta, volverías a ser Fucsia. Si hubiera tardado un momento en apagar la vela o en obligarte a franquear la puerta, habría significado la ruina para nuestras vidas. Porque te quiero, Fucsia. Tú eres lo que siempre he anhelado. ¿Es que no te das cuenta de que por esa causa no tenía tiempo para cortesías? Era un momento álgido, un torbellino. Te he llamado estúpida, sí, estúpida, por amor a ti… y entonces… entonces… de nuevo en esta habitación, todo ha parecido increíble, y aún me lo parece, y casi me avergüenzo del regalo que te he traído y de lo que he escrito para ti… ¡Oh, Fucsia, ni siquiera sé si enseñártelo…! —Le dio la espalda bruscamente con la mano crispada sobre la frente y entonces, como queriendo decir que no se dejaría llevar por la desesperación, susurró—: Ven, Satán. ¡Ven, chico malo! —Y el mono le saltó al hombro.

—¿Qué escrito? —dijo Fucsia.

—Te había escrito un poema. —Pirañavelo hablaba con voz queda, estrategia que nunca le había fallado, pero se había precipitado en su avance—. Aunque quizá ahora no querrás verlo, Fucsia —añadió.

—No —dijo ella tras un silencio—. Ahora no.

La inflexión de su voz fue tan extraña que era imposible determinar si quería decir «ahora no» en el sentido de que ya no era posible para ella hacer algo tan íntimo como leer un poema de amor o «ahora no», pero sí en otro momento.

Pirañavelo sólo pudo exclamar: «Entiendo», y depositó al mono en la mesa, donde éste anduvo velozmente de acá para allá a cuatro patas y finalmente saltó a una de las vitrinas de su dueño.

—Y comprenderé que no te apetezca quedarte con Satán.

—¿Satán? —preguntó ella con voz inexpresiva.

—Tu mono —dijo él—. Tal vez prefieras que no te moleste. Pensé que te gustaría. Yo mismo le hice la ropa.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! —gritó Fucsia súbitamente—. ¡Ya te he dicho que no lo sé!

—¿Quieres que te acompañe a tu habitación?

—No, iré yo sola.

—Como prefieras —dijo Pirañavelo—. Pero te ruego que pienses en lo que he dicho. Trata de entender, porque yo te quiero como las sombras quieren al castillo.

Fucsia volvió a mirarlo y, por un instante, una luz le asomó en los ojos, pero al momento volvieron a estar vacíos, vacíos y muertos.

—Nunca lo entenderé —dijo—. Por mucho que lo justifiques, no está bien. Puede que me equivocara, no lo sé. En cualquier caso, todo ha cambiado. Mis sentimientos han cambiado. Y ahora, quisiera irme.

—Sí, por supuesto. Pero ¿me concederás dos pequeños favores?

—Supongo que sí —dijo Fucsia—. ¿De qué se trata? Estoy cansada.

—El primero es pedirte de todo corazón que trates de entender la presión a la que me he visto sometido y pedirte que nos encontremos una vez más, aunque sea la última, como venimos haciendo desde hace tanto; que nos encontremos para hablar un rato, no de nosotros, no de nuestro problema, no de mis errores, no de este terrible abismo que nos separa, sino de las cosas felices. ¿Te encontrarás conmigo mañana por la noche, con estas condiciones?

—¡No lo sé! —contestó Fucsia—. ¡No lo sé! Pero supongo que sí. Oh, Dios, supongo que sí.

—Gracias —dijo Pirañavelo—. Gracias, Fucsia. Y mi otra petición es ésta: saber si, puesto que no quieres a Satán, dejarás que me lo quede…, porque es tuyo… y… —Pirañavelo volvió la cabeza sin mirarla y se alejó unos pasos—. ¿Verdad que te gustaría saber a quién perteneces, Satán? —exclamó en un tono que pretendía ser galante.

De súbito, Fucsia se encaró con él. Parecía haber tomado conciencia de la agudeza natural de su propio intelecto. Miró al hombre de rostro bicolor con el mono al hombro y habló, y sus palabras hirieron al pálido joven como puñales.

—Pirañavelo —dijo—, me parece que te estás ablandando.

En ese momento, Pirañavelo supo que cuando ella volviera la noche siguiente, la seduciría. Obligada a ocultar tan siniestro secreto, la hija de la condesa quedaría a su merced. Ya había esperado suficiente. Después de su error, aquél era el único modo que le quedaba para atacar. Había percibido el primer indicio de que el suelo se deslizaba bajo sus pies. Si el engaño y la coacción le fallaban, no quedaría otra opción. No era momento para la piedad y, aunque ella se resistiera como una tigresa, la poseería…, el chantaje vendría después, con la suavidad de una nube de tormenta.