—Pero no puede evitar asignarte el ritual para cada día, ¿no es cierto? —dijo Fucsia—. Ni darte instrucciones. No es culpa suya, es la Ley. Nuestro padre tuvo que hacerlo cuando vivía, y su padre también, y todos han tenido que hacerlo. Él no puede actuar de otro modo. Está obligado a decirte lo que hay en los libros, por molesto que sea para ti.
—Lo odio —dijo Titus.
—¿Por qué? ¿Por qué? —exclamó Fucsia—. ¿Qué sentido tiene que le odies por cumplir con su obligación? ¿No esperarás que haga una excepción contigo después de miles de años? Imagino que preferirías a Bergantín. ¿Es que no te das cuenta de lo intolerante que eres? A mí me parece que hace su trabajo maravillosamente.
—¡Lo odio! —exclamó Titus.
—¡Te estás poniendo pesadísimo! —dijo Fucsia con vehemencia—. ¿Es que no sabes decir otra cosa que «¡Lo odio!»? ¿Qué tienes contra él? ¿Es que le echas en cara su apariencia? Si es así, eres mezquino y detestable. —Fucsia se apartó la espesa melena negra de los ojos. La barbilla le temblaba—. ¡Oh, Dios, Dios! ¿Crees que me gusta discutir contigo, Titus, cariño? Sabes lo mucho que te quiero. Pero eres injusto, injusto. No sabes nada de él.
—Lo odio —repitió Titus—. Odio sus tripas baratas y malolientes.