CINCUENTA Y CUATRO

La desaparición del conde Sepulcravo, el padre de Titus, y de sus hermanas, las gemelas, y su terrible y secreto final; la muerte de Agrimoho, quemado, y la de su hijo Bergantín, por fuego y agua… ¿Qué pensaba el castillo de tanto misterio, de tanta violencia? Aquellos horrores se habían extendido durante un período de doce años o más y, aunque las mentes de la condesa, del doctor y de Excorio, activas cada una a su modo, habían realizado, desde distintos ángulos, periódicos esfuerzos por descubrir en las tragedias algún elemento común, no habían podido encontrar pruebas de juego sucio que apoyaran sus sospechas.

Sólo Excorio conocía la terrible verdad sobre la secreta muerte de su señor, lord Sepulcravo, y de su enemigo, el obeso Vulturno, a quien él mismo había matado, y fue una información que nunca divulgó.

Su destierro había sido consecuencia del desleal gesto de Pirañavelo hacia su enloquecido señor cuando el hombre del rostro bicolor era un joven de diecisiete o dieciocho años, y esa deslealtad había seguido presente en la memoria de Excorio. Pero nada sabía del cautiverio y la muerte de las gemelas aunque, ignorando su origen y su significado, había oído su terrible risa mientras morían en los vacíos salones.

Al igual que el doctor y la condesa, se había estrujado el cerebro y la memoria para llegar a alguna conclusión significativa sobre la muerte por fuego compartida por padre e hijo —Agrimoho y Bergantín— y sobre el hecho de que Pirañavelo hubiera sido el héroe en ambas ocasiones. Pero, por más que lo intentaban, eran incapaces de racionalizar sus sospechas.

Y, sin embargo, en el curso de los años hubo motivos concretos aunque inconexos para la aprensión. No parecían seguir un patrón, pero allí estaban, y no cayeron en el olvido.

El doctor siempre había querido descubrir el motivo por el que Pirañavelo había abandonado su servicio para convertirse en confidente y servidor de las bobas gemelas. La suya no era una inteligencia que pudiera deleitarse con semejante compañía. El único motivo tenía que haber sido el deseo de ascender socialmente o alguna razón más oscura. Las gemelas idénticas habían desaparecido. La nota que Pirañavelo encontró sobre la mesa de las mujeres comunicaba su intención de quitarse la vida. Prunescualo se hizo con esa nota y comparó la caligrafía con la de la carta que Irma había recibido de ellas en una ocasión. Las comparó en espejos, dedicó toda una tarde a su escrutinio. Parecían escritas por la misma mano, una vacilante caligrafía infantil con letras grandes y redondeadas.

Sin embargo, hacía muchos años que el doctor conocía a aquellas mujeres retrasadas y, a pesar de la extravagancia de su naturaleza truncada, no creía que se sintiesen tentadas a quitarse la vida.

Tampoco la condesa las creía capaces de precipitar su fin. Su pueril ambición y vanidad y su demasiado evidente deseo de asumir un día el papel en el que siempre se veían, el de grandes damas, espléndidamente engalanadas y enjoyadas, excluía la posibilidad del suicidio. Pero tampoco tenía manera de probarlo.

El doctor le habló a la condesa de la delirante exclamación de Pirañavelo: «¡Y con las gemelas serán cinco!». Ella miró por la ventana de su habitación.

—¿Cinco qué? —dijo.

—Exactamente —repuso el doctor—. ¿Cinco qué?

—Cinco enigmas —respondió ella gravemente, sin alterar su expresión.

—¿Y cuáles son, señoría? ¿Queréis decir cinco…?

—El conde, mi marido —le interrumpió ella con voz cansina—. Desaparecido. Uno. Sus hermanas, desaparecidas; dos. Vulturno, desaparecido; tres. Agrimoho y Bergantín, quemados; cinco…

—Pero no se puede decir que las muertes de Agrimoho y Bergantín fueran enigmáticas…

—Una no lo sería, pero dos, sí —dijo la condesa—. Y el joven en las dos.

—¿El joven? —preguntó el doctor.

—Pirañavelo —respondió la condesa.

—Ah —dijo el doctor—, compartimos los mismos temores.

—Los compartimos, en efecto —dijo la condesa—. Estoy a la espera.

El doctor recordó el poema de Fucsia:

¡Qué blanca y escarlata es esa cara! Quién sabe si, en alguna región rara, el blanco y el rojo adornan los semblantes de héroes de colores brillantes.

—Pero, señoría —dijo el doctor (ella seguía mirando por la ventana)—, las palabras: «¡Y con las gemelas serán cinco!» me sugieren que sus señorías Cora y Clarisa serían dos de las integrantes del grupo que rondaba por su delirante cerebro. Apostaría mi último penique a que, en medio del deliro de la fiebre, estaba haciendo una lista de individuos.

—¿Y pues?

—Pues que las muertes y desapariciones serían seis y no cinco, señoría.

—¿Quién sabe? —dijo la condesa—. Es demasiado pronto. Dadle cuerda. No tenemos pruebas, pero, por las negras raíces del castillo que, si mis temores son fundados, las torres enfermarán al presenciar su muerte y las viejas piedras vomitarán.

Su rostro voluminoso se sonrojó. Bajó la mano y la metió en un ancho bolsillo, sacó de allí un poco de grano y extendió el brazo. Un pajarillo moteado salió de la nada y, correteando por el brazo extendido, se aferró con sus diminutas garras al dedo índice de la condesa y, con un movimiento oblicuo, empezó a picotear en la palma de su mano.