La calma sobrenatural que se había abatido sobre Gormenghast no dejó de afectar a una naturaleza tan imaginativa y nerviosa como la de Fucsia. Pirañavelo, quien, aunque sensible en alto grado a la atmósfera, se hallaba menos inmerso y se desplazaba, por así decir, manteniendo su artera cabeza por encima de las extrañas aguas, había observado que Fucsia caminaba por un mundo transparente, muy lejos de la superficie. Consciente de esta sonámbula omnipresencia y dejándose llevar por su naturaleza, Pirañavelo se preocupó de inmediato por encontrar el mejor modo de utilizar esa droga para favorecer sus fines, y no tardó en tomar una decisión.
Debía cortejar a la hija de la Casa, debía cortejarla con todo el arte y la astucia que poseía. Debía vencer su reserva con un acercamiento sencillo y sincero, con simulada amabilidad y concentrándose en aquellas cosas que fingiría tener en común con ella. Y todo ello con una encantadora aunque viril deferencia hacia su rango. Al mismo tiempo, mostraría pequeños indicios de los fuegos que indudablemente ardían en su interior. Aunque por razones muy distintas, y por medios deshonestos, amañaría sus citas y encuentros casuales de modo que ella tropezara con él a menudo en situaciones difíciles, pues sabía lo mucho que ella admiraba su valor.
Pero también debía mantener el rostro oculto tanto como fuera posible. No se engañaba sobre su capacidad para suscitar el horror. Que ella estuviera impregnada de la pesada aunque ausente atmósfera del lugar no era motivo para suponer que fuera indiferente al espanto de su rostro desfigurado. Se encontrarían después de anochecer, cuando, sin distracciones visuales, ella se iría dando cuenta poco a poco de que sólo en él podía encontrar esa completa camaradería, esa armonía de mente y espíritu, ese sentimiento de confianza del que se había visto tan privada. Y no era aquella su única privación. Sabía que la de Fucsia había sido una vida sin amor y conocía su naturaleza vehemente y cálida. Él siempre se había mantenido a la espera y ahora por fin había llegado el momento.
Trazó sus planes. Llevó a cabo los primeros avances en la penumbra del anochecer. Como Maestro del Ritual, no le resultaba difícil saber qué zonas del castillo estarían libres de potenciales intrusos a distintas horas del anochecer.
Profundamente afectada por la atmósfera sobrenatural que había hecho de su venerable hogar un lugar en cuya existencia apenas podía creer, Fucsia fue, poco a poco, durante un período de varias semanas, sutilmente inducida a un estado de ánimo en el que le parecía natural que le pidieran consejo en cuanto a esto o aquello y que Pirañavelo le explicase lo que le había sucedido durante la jornada. La voz del joven era reposada y apacible, su vocabulario, rico y flexible. A Fucsia le atraía el dominio que el joven mostraba de cualquier tema sobre el que conversasen. Estaba tan lejos de sus propias capacidades… La admiración que sentía por su vitalidad intelectual pronto se convirtió en un entusiasta interés por la persona, por Pirañavelo, aquel ágil y osado confidente de sus encuentros nocturnos. No había nadie como él. Estaba vivo y despierto de la cabeza a los pies. Su antigua repulsión ante el recuerdo de su rostro quemado y sus manos rojas fue quedando enterrada bajo esta creciente afinidad.
Fucsia sabía que el hecho de que ella, la hija del Linaje, frecuentara con tanta asiduidad la compañía de un funcionario del castillo por motivos extraoficiales era un crimen contra su posición. Pero llevaba demasiado tiempo sola. La idea de que podía interesar a alguien hasta el punto de que quisiera verla cada noche era tan nueva para ella que resultó ser un atajo hacia los límites de ese terreno traicionero que no tardaría en pisar.
Pero a ella no le preocupaba el futuro. A diferencia de su nuevo compañero, el hombre de la penumbra, en quien cada una de sus frases, pensamientos y acciones tenía una finalidad ulterior, Fucsia vivía el momento con entusiasmo y saboreaba una experiencia que bastaba en sí misma. Carecía de instinto de conservación. Carecía de recelos. Pirañavelo se había acercado a ella con astucia, gradualmente, y llegó la noche en que sus manos se encontraron involuntariamente en la oscuridad y ninguno de los dos la retiró y, desde ese momento, Pirañavelo vio el camino al poder claramente abierto ante él.
Durante mucho tiempo, las cosas se desarrollaron como él había previsto y la intimidad de sus encuentros secretos fue profundizando su mutua confianza, o al menos así lo creía Fucsia.
Malévolamente consciente del poder que ahora poseía y regodeándose por anticipado en la conquista final, Pirañavelo no hizo sin embargo ningún intento precipitado de seducir a Fucsia. Sabía que, privándola de su virginidad, la tendría en la palma de la mano, aunque no por otra razón que la del chantaje. Pero todavía no había llegado el momento. Había aún muchas cosas que considerar.
Por lo que a Fucsia se refiere, todo era tan nuevo y extraordinario para ella que sus emociones tenían donde nutrirse. Era más feliz entonces de lo que lo había sido en toda su vida.