Una especie de calma había caído sobre el castillo. No es que faltaran acontecimientos, pero hasta los de gran importancia transmitían una sensación de irrealidad. Era como si alguna extraña vuelta del destino hubiese instaurado en la tierra el vacío predeterminado para ella.
Bellobosque era ahora un marido. Irma no había perdido un segundo para empezar a erigir esos baluartes capaces de aislar del universo a la unidad familiar.
Siempre sabía qué era lo mejor para Bellobosque. Siempre sabía lo que éste necesitaba. Sabía cómo debía comportarse el director de Gormenghast y también cómo debían comportarse sus subordinados en presencia de éste. Tenía aterrorizado al personal. A juicio de Irma, no había diferencia entre ellos y sus alumnos. Se trataba pues de murmurar en secreto, pasar de puntillas ante la puerta de los aposentos de Bellobosque, cuidar la higiene de las uñas y, lo peor de todo, acudir a las clases en el horario estipulado.
Irma había cambiado hasta el punto de llegar a ser irreconocible. El matrimonio había dado impulso y rumbo a su vanidad. No tardó en descubrir la inherente debilidad del carácter de su marido y, aunque no por ello le amaba menos, su amor se hizo militante. Él era su niño, noble pero, ah, ya no sabio. Era ella la sabia, y por causa de su afectuosa sabiduría, a ella le correspondía guiarle.
Desde el punto de vista de Bellobosque, el asunto era una triste historia. Después de haberla tenido a su merced, aquel cambio de tornas le resultaba muy amargo. Había sido incapaz de mantenerse a la altura. Poco a poco, su falta de voluntad, su innata debilidad, se fueron haciendo patentes. Cierto día, ella lo había pillado ensayando una serie de nobles expresiones ante el espejo. Lo vio sacudir sus hermosos mechones blancos y lo oyó reñirla por alguna falta imaginaria. «No, Irma —decía—, no lo toleraré. Te estaría muy agradecido si recordases cuál es tu posición», y después de eso sonrió con afectación, como abochornado, y, al volver a mirar el espejo, la vio detrás de él.
Sin embargo, se sabía superior a ella. Sabía que había en él una especie de depósito de oro, una reserva de fuerza, pero, al mismo tiempo, sabía también que esa fuerza era inútil, pues nunca había recurrido a ella. No sabía cómo hacerlo. Ni siquiera sabía de qué clase de fuerza se trataba exactamente. Pero allí estaba y para él era real, del mismo modo en que una inocencia elemental espera en el pecho de los pecadores, como un huevo en el nido, el momento de manifestarse.
No obstante, a pesar de su sometimiento, era para él un alivio poder volver a ser débil. Con el tiempo, dejó de resistirse, aunque sin olvidar nunca su secreta superioridad, como hombre y como ídolo caído. Era mejor, razonaba, haber albergado música y misterio y haber caído que no haber sido nunca un ídolo y estar constituido por un material prosaico, si bien irrompible, con tanta música y misterio en sus venas como amor hay en la mirada de un cóndor.
Por supuesto, todos estos pensamientos los guardaba estrictamente para sí. A los ojos de Irma, él era su señor amarrado. Para los miembros del claustro, sencillamente lo llevaban amarrado. Según él lo veía, amarrado o suelto, empezaba a desarrollar una filosofía, la filosofía de la revolución invisible.
Miró a su mujer, no sin afecto, a través de sus pestañas blancas. Se alegraba de que estuviera allí, remendando su toga ceremonial. Era mejor que sufrir las burlas del personal, como en los viejos tiempos. Después de todo, ella no podía adivinar sus pensamientos. Observó su nariz puntiaguda. ¿Cómo había podido admirarla?
Pero, ¡oh!, la alegría de tener pensamientos privados, de soñar con huidas imposibles o con invertir el statu quo de manera que, una vez más, la tuviera en su poder, como en aquella noche mágica en el cenador moteado de luz. Pero… el esfuerzo, se precisaba tanto esfuerzo. La fuerza de voluntad no tenía nada de divertida.
Recostándose en el sillón, se recreó en su debilidad. La vieja boca se torció en un leve mohín y los ojos se entornaron cuando relajó los rasgos leoninos de su cabeza venerable y magnífica.
La sensación de irrealidad que se había extendido por el castillo como una extraña epidemia había hecho pasar inadvertido el matrimonio de Bellobosque, de manera que, aunque no faltaron incidentes y nadie cuestionaba la importancia de éstos, se echaba en falta una cierta animación, una cierta conciencia, y lo cierto es que nadie creía en lo que estaba sucediendo. Era como si el castillo estuviera recuperándose de una enfermedad o bien a punto de contraerla. Estaba como perdido en una bruma de recuerdos borrosos o en la irrealidad de una inquietante premonición. A la vida del castillo le faltaba inmediatez. No había aristas ni sonidos estridentes. Un velo cubría todas las cosas, un velo que nadie lograba rasgar.
Imposible decir cuánto duró pues, aunque esa opresión general pesaba sobre cada acción, poco menos que aniquilando su significado real, convirtiendo, por ejemplo, el matrimonio de Bellobosque en una ceremonia onírica, la sensación de irrealidad afectaba de modo distinto a cada persona: variaba en intensidad, en cualidad y en duración, según el temperamento de quienes estaban sumidos en ella.
Los hubo que apenas notaron que algo había cambiado. Los sujetos duros de mollera, con bocas equinas, apenas si se daban cuenta. Advertían que ya nada importaba tanto como antes, pero eso era todo.
Otros en cambio estaban sumidos en ello y caminaban como fantasmas. Cuando hablaban, su propia voz parecía llegarles desde muy lejos.
Era cosa de Gormenghast, ¿de qué si no? Era como si el laberíntico lugar hubiese despertado de su sueño de hierro y piedra y, al tomar aliento, hubiese dejado un vacío. El vacío en el que se movían sus marionetas.
Hasta un atardecer de finales de primavera, en que el castillo exhaló al fin y de golpe, se acortaron las distancias, las voces distantes se hicieron altas y claras, las manos tomaron conciencia de lo que agarraban, y Gormenghast volvió a convertirse en piedra y retornó a su sueño.
Pero antes de que el peso del vacío se levantara, ocurrieron varias cosas que, aunque en retrospectiva parecían sombras difusas, habían tenido lugar. Y por nebulosas que parecieran cuando sucedieron, sus repercusiones fueron harto concretas.
Titus ya no era un niño y el final de sus días escolares se acercaba. Con el paso de los años, se había vuelto más solitario. A todos menos a Fucsia, el médico, Excorio y Bellobosque ofrecía una apariencia adusta. Bajo esta armadura huraña y desagradable, su apasionado anhelo de verse libre de sus responsabilidades hereditarias le impulsaba a la rebeldía. Sentía odio, no hacia Gormenghast, pues el polvo del castillo le corría por las venas y no conocía otro lugar, sino hacia el hado funesto que lo había elegido para ser la persona sobre cuyos hombros inquietos descansaría, en el futuro, la pesada responsabilidad de un antiguo legado.
Odiaba la falta de alternativa, la presunción por parte de quienes lo rodeaban de que no había más que un modo de pensar, de que su deseo de labrarse un futuro propio obedecía a la ignorancia o a una deliberada traición de su rango.
Pero, sobre todo, odiaba el caos de su corazón. Pues era orgulloso, irracionalmente orgulloso. Había perdido el descaro de la infancia, siendo un niño entre niños. Ahora era lord Titus y tenía conciencia de ello. Y, aunque ansiaba el anonimato de la libertad, caminaba erguido, con un porte altivo, huraño e imponente.
Y esta contradicción interna era la principal causa de sus modales rudos e intransigentes. Se había ido volviendo cada vez más impopular entre los jóvenes de su edad, pues sus compañeros de escuela no encontraban justificación para la violencia de sus reacciones. Había arrancado la tapa de su pupitre por una tontería. Podía llegar a ser peligroso y, con el paso del tiempo, su aislamiento llegó a ser completo. ¡El chico que antes estaba siempre dispuesto a participar en cualquier travesura o cualquier aventura nocturna en los amplios dormitorios se había convertido en un ser distinto!
La maraña de sus pensamientos y emociones, la confusa búsqueda de una salida para su espíritu porfiado y su ingenua ansia de rebeldía no dejaban lugar en él para aquellas cosas que en otro tiempo le hubieran entusiasmado. Había descubierto que la soledad era más excitante. Había cambiado.
Y, sin embargo, pese a los largos años transcurridos desde que el doctor Prunescualo, el profesor Bellobosque y él jugaran a las canicas en el pequeño fuerte, todavía era capaz de disfrutar de las diversiones más infantiles. A menudo pasaba horas sentado junto al foso, botando los barquitos de madera que él mismo construía, pero más abstraído que en los viejos tiempos, como si, a pesar de su aparente concentración mientras tallaba con su navaja la afilada proa o la chata popa de algún monarca de las olas, su pensamiento estuviera en realidad muy lejos.
Sin embargo, seguía tallando sus pequeños bajeles y les daba nombre al botarlos rumbo a peligrosas misiones en islas de sangre y especias. Visitaba al doctor y le miraba hacer aquellos extraños dibujos que Irma nunca había apreciado, aquellos dibujos de hombrecillos arácnidos, centenares por página, ora entablando batalla o en cónclave, ora en escenas de caza o adorando a un dios arácnido. Y durante ese rato era muy feliz. Y visitaba a Fucsia y conversaban hasta quedar afónicos…, hablaban sobre todo lo que había en Gormenghast, porque no conocían otro lugar. Pero ni a su hermana ni a Bellobosque, que, a veces, cuando Irma andaba ocupada en otra parte, se las arreglaba para bajar al foso y botar también un par de barcos, ni a él ni al doctor Prunescualo les confió nunca su secreto temor de que su vida acabara reduciéndose a una sucesión de rituales predeterminados. Porque no había nadie, ni siquiera Fucsia, por mucho que le comprendiera, que pudiera ayudarle. No había nadie que se atreviera a alentarle en su deseo de liberarse de su yugo para escapar y descubrir lo que había más allá de los confines de su reino.