IV

El invierno es frió y desapacible. Una vez más, Excorio, que se siente ya tan a gusto en los Salones Silenciosos como se sintiera en los bosques, está sentado a la mesa en su habitación secreta. Tiene las manos metidas hasta el fondo de sus raídos bolsillos. Ante él hay desplegada una gran hoja de papel que no sólo cubre la mesa, sino que cae hasta el suelo por ambos lados en toscos pliegues arrugados. Una porción próxima al centro está cubierta de marcas, palabras laboriosamente escritas, flechitas, líneas de puntos y signos incomprensibles. Es un mapa, un mapa en el que el señor Excorio lleva trabajando más de un año. Es un mapa del distrito que le rodea, ese mundo vacío que, poco a poco, está componiendo, extendiendo, corrigiendo, clasificando. Por lo que parece, se encuentra en una ciudad que ha sido olvidada y que está haciendo suya dando nombre a sus calles y callejones, sus avenidas de granito, sus tortuosas escaleras y sus ennegrecidas terrazas, llevando siempre más lejos la exploración de sus huecas entrañas bajo las extensas bóvedas y el techo ininterrumpido que lo cubren todo como una suerte de cielo.

Una pluma descansa torpemente en su mano. Excorio no es un maestro en el asunto, pero tanto cuando se embarca en alguna expedición como cuando amplía su mapa con penosa lentitud, su vida en los bosques inexplorados le está siendo de gran utilidad durante los largos días.

Sin estrellas que le ayuden, su sentido de la orientación se ha vuelto casi sobrenatural.

Esa noche montará guardia a la puerta de Pirañavelo, como acostumbra a hacer de madrugada, y, si se presenta la ocasión, lo seguirá, cualquiera que sea el asunto que se lleve entre manos. Hasta entonces, dispone de siete horas durante las que proseguir con esa labor de reconocimiento que ha llegado a apasionarle.

Saca las manos de los bolsillos y, con un índice huesudo y lleno de cicatrices, resigue la ruta que se propone explorar. Va en dirección norte, atraviesa varios arcos antes de zigzaguear a través de una verdadera cuadrícula de cortos callejones y reaparece como un pasadizo de quince metros con una desgastada calzada a cada lado. Este pasadizo conduce hacia el norte sin desviarse y termina en una línea discontinua e imprecisa en esa parte de la hoja de papel del señor Excorio que está a punto de salirse de la mesa. Llega a los límites de sus conocimientos de la zona norte.

Se acerca el mapa y el papel que cuelga del otro lado de la mesa se desliza hacia arriba desde el suelo; arrastrándose por la mesa hasta quedar bajo la cabeza inclinada del hombre, muestra con un bostezo ártico sus yermos de inmaculada blancura.